CAMINO DE ORIENTE
I. La peregrinación cosmopolita
Recuerdo que en cierta ocasión tuve en mis manos un ejemplar de la
Gaceta Imperial de Pekín, y al revolver sus finas hojas de papel de
arroz, entre las apretadas columnas de misteriosos caracteres, sólo
encontré dos anuncios comprensibles por sus grabados: el que llaman
vulgarmente tío del bacalao, ó sea el marinero que lleva á sus
espaldas un enorme pez, pregonando las excelencias de la Emulsión Scott,
y una botella de largo cuello con la etiqueta «Vichy-État».
Pocas empresas en el mundo habrán hecho la propaganda que la Compañía
Arrendataria de las aguas de Vichy.
Circulan por las calles de la pequeña y elegante ciudad francesa los
pesados carromatos cargados de cajones, camino de la estación del
ferrocarril. Marchan las botellas alineadas en apretadas filas al salir
de Vichy, para luego esparcirse como una esperanza de salud. ¿Adonde
van?... La fama de su nombre les asegura el dominio del mundo entero.
Una botella irá á morir, derramando el líquido gaseoso de sus entrañas,
en una aldea obscura de las montañas españolas, y la que cabecea junto á
ella no se detendrá hasta llegar á alguna población sueca, cubierta de
nieve, vecina al Polo; y la otra irá á Australia; y la de más allá
arrojará su burbujeante contenido, bajo el sol del África, en un
campamento de europeos, de estómago quebrantado por las escaseces de la
colonización.
Y así como el agua de Vichy se esparce por el mundo, para llevar á
remotos países sus virtudes curativas, los médicos de toda la tierra por
un lado, y la moda por otro, empujan hacia aquí á las gentes más
diversas de aspecto y de lengua.
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