A Pol Arnault
La vida tan breve, tan larga, a veces
resulta insoportable. Transcurre monótona, con la muerte al final. No es
posible detenerla, ni cambiarla, ni comprenderla. Y a menudo nos
subleva la indignación ante la impotencia de nuestros esfuerzos. Hagamos
lo que hagamos morimos. Creamos lo que creamos, pensemos lo que
pensemos, intentemos lo que intentemos, morimos. Y nos parece que vamos a
morir mañana sin conocer nada aún, aunque asqueados de todo lo que ya
conocemos. Entonces nos sentimos abrumados por el sentimiento de la
«eterna miseria de todo», de la impotencia humana y de la monotonía de
las acciones.
Nos despertamos, andamos, nos acodamos en nuestras ventanas.
Enfrente unos almuerzan, como almorzaron ayer, como almorzarán mañana:
el padre, la madre, cuatro niños. Hace tres años la abuela aún vivía con
ellos. Ya no está. El padre ha cambiado mucho desde que somos vecinos.
No se da cuenta; parece contento; parece feliz. ¡Qué imbécil!
Hablan de un matrimonio, después de un fallecimiento, después de lo
tierno que está su pollo, después de que su criada no es honesta. Les
inquietan mil cosas inútiles y tontas. ¡Qué imbéciles!
Ver su apartamento, en el que viven desde hace dieciocho años, me
asquea y me indigna. ¡Eso es la vida! Cuatro paredes, dos puertas, una
ventana, una cama, sillas, una mesa, eso es todo. ¡Una cárcel, una
cárcel! Cualquier lugar donde habitamos mucho tiempo se convierte en una
cárcel. ¡Oh, huir, partir! Huir de los lugares conocidos, de los
hombres, de los mismos movimientos a las mismas horas y, sobre todo, de
los mismos pensamientos.
Información texto 'Bajo el Sol'