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fecha: 01-08-2024 contiene: 'u'


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El Eclipse

José Fernández Bremón


Cuento


I

El campamento estaba atrincherado para evitar una sorpresa, y en el centro la tienda del capitán Jorge Robledo, enviado en 1539 por el marqués don Francisco Pizarro, para fundar y poblar ciudades en los llanos que se extienden por delante de Cali. Los caballos, bajo un cobertizo improvisado, estaban mejor alojados que la gente, por calcularse en aquellas expediciones de la India Occidental la utilidad de un caballo por la de cinco o seis españoles, así como un español valía por veinte o treinta indios. Los oficiales formaban corro junto a la tienda del jefe, y los soldados, con trajes de la más pintoresca variedad, sentados o tendidos en el suelo, charlaban en grupos mientras hervían en las marmitas los fríjoles cocidos con tocino, y se tostaban en piedras calientes las tortas de maíz que habían de cenar. Algunos, los menos, llevaban armadura completa de labor italiana; otros cubrían su cabeza con antiguo y enmohecido capacete y el pecho con un peto de cuero, y no faltaba quien lucía en aquellas soledades alto sombrero con plumas y capa ??? de cenefa de colores y una cota de malla por debajo; la irregularidad y diversidad de las armas formaba juego con la falta de simetría de los trajes. Algunos indios cuidaban y sazonaban los manjares, mientras los más de ellos, fatigados con el trabajo de la jornada, dormían entre los fardos que constituían su carga, arropados con sus mantas de algodón.

Un veterano de los más derrotados decía en un grupo de jóvenes:


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Sueño del Borracho

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Pedro cayó rendido por el vino, vio que el mundo estaba más alegre que de ordinario y que le decía su amigo el tabernero:

—Despierta, que te han nombrado capitán general de todas las botellas de Madrid, y vas a pasarles revista. Ponte el uniforme.

Se puso sus zapatos de corcho, polainas de cuero, casaca verde botella y un casco plateado como el de los tapones del champaña. Desenvainó su sacacorchos, montó en un pellejo y marchó al Prado al frente de su escolta.

¡Cómo brillaban al sol los vidrios de los cascos, el estaño de los golletes y los colores de los líquidos, y con qué orgullo lucían innumerables botellas las etiquetas de sus fábricas! ¡Qué bien formadas estaban en orden de parada, que tenía su cabeza en el Hipódromo y su terminación desconocida! Los vinos generosos y añejos formaban el Estado Mayor, y marchaban en la escolta como agregados extranjeros, llamando la atención el rin, que alzaba su largo cuello con orgullo; el ginebra, envuelto en su gabán gris, que le llegaba a los talones; los vinos de Italia, vestidos a la ligera con lindas esterillas y los de Burdeos con fundas de paja puntiagudas. ¡Cuántos y qué variados uniformes en la escolta!

Era la artillería en aquel ejército el aguardiente, y lo había de todos los calibres. Los ingenieros habían llegado de Jerez, y los vinos de pasto constituían las armas generales. El vino de Pepsina y todos los que se venden en botica eran la brigada sanitaria; y la de obreras era la cerveza que así servía de refresco en el aparador como de bebida en la taberna.

El general montado en su pellejo galopaba orgulloso ante aquellas interminables hileras de botellas, relucientes las de la última quinta, las veteranas empolvadas, y que todas, al chispear heridas por el sol, parecía que le guiñaban los ojos con cariño. A su paso sonaban las charangas de vasos y de copas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Las Travesuras del Viento

José Fernández Bremón


Cuento


¡Con qué ímpetu baja el viento por las pendientes del Guadarrama! ¡Ay de las primeras flores que se atrevan a blanquear en los almendros, si el aire, helado en los ventisqueros de la sierra, silba por las angosturas de los puertos, varea las ramas de los árboles y forcejea con las torres! En marzo acaba nuestro invierno y empieza la primavera. En aquella estación rueda el viento sin obstáculo por los áridos campos; no detienen su marcha las murallas de hojas, patina por el hielo y reina en el espacio; pero en la primavera tiene que contenerse para no destruir los nidos, ni deshojar las flores, y hasta los muchachos le obligan a jugar con sus cometas; es un gigante precisado a andar de puntillas y hablar bajo, para no interrumpir la gestación de las criaturas débiles y el tejido de los órganos delicados. Fluctuando entre dos estaciones, nunca es tan caprichoso el viento como en marzo. Ya con su aliento suave anima a nacer a los seres primerizos; ya cuando las semillas asoman por la tierra con timidez sus orejitas verdes para oír si silba el viento, sale bramando por los aires y se revuelca por los suelos, formando torbellinos.

I

Por entre los campos labrados va llorando una muchacha muy bonita, siguiendo a la carrera y con la vista un plieguecillo de papel que sube hacia las nubes; una ráfaga de viento le ha arrebatado, antes de leerla, una carta de su novio.

Andrés se había embarcado para América, seis meses hacía, en busca de fortuna, y aquella primera carta, esperada con tristeza y sobresaltos tanto tiempo, no sólo debía contener los desahogos de un corazón apasionado, sino la expresión de sus esperanzas. ¿Dónde estaba Andrés? ¿Qué le diría en esa carta que iba desapareciendo de su vista?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Sombra de Cervantes

José Fernández Bremón


Cuento


I

Paseaba melancólicamente junto al solar extenso y rodeado de tablones a que ha quedado reducido el histórico palacio de Medinaceli, cuando un hombre de aspecto grave salía de la cerca, saltando la empalizada como un ladrón, con un bulto en la mano. Sin duda se asustó al verme, creyéndose sorprendido, porque, perdiendo el equilibrio, dio consigo en tierra, lanzando al caer un gemido. Acudí a socorrerle, y cuál sería mi asombro al reconocer en aquel supuesto merodeador nada menos que a mi amigo el sabio anticuario don Lesmes de los Fósiles, gran investigador de historias viejas, a quien hube de dar la mano y ayudar a levantarse.

—¿Se ha hecho usted daño? —le dije.

—¿Qué importa un porrazo más o menos? —respondió—, si he perdido el fruto de la trasnochada. ¡Sí! —añadió alzando del suelo un aparato parecido a los cazamariposas de los chicos—. ¡Se me ha escapado!

—¿Quién?

—El venerable fray Tomás de la Virgen. Tres noches hace que le estaba acechando, y le había ya cazado.

—¿Pero usted caza frailes?

—Cazo sombras.

—Permita usted que me asombre.

—No lo extraño, porque no está usted en el secreto, y debo revelárselo para que no me tome por un ladrón nocturno. Todos los eruditos poseemos una red de cazar sombras, como esta que usted ve, y salimos a las altas horas de la noche a caza de personajes de otros tiempos para interrogarlos.

—¿Y se dejan atrapar?

—¿Qué han de hacer? Ven tan poco que casi andan a tientas y huyendo de la luz.

—Y ustedes ¿cómo las ven en la obscuridad?

—Tenemos acostumbrada la vista a las tinieblas.

—Buena broma me da usted, don Lesmes.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Gremio de Verdugos

José Fernández Bremón


Cuento


Se convoca a los ejecutores de la justicia, sus ayudantes y los que aspiren a tan honrosa profesión, para defender los intereses de la clase: sólo podrán hablar los asociados, etc., etc.


El teatro estaba lleno de curiosos atraídos por el anuncio; y como vacaba una plaza de verdugo, los socios inscritos llenaban el salón: había, entre los pretendientes al destino, doctores, arqueólogos, boleros, ex gobernadores, obreros no asociados, cómicos sin contrata, amoladores sin piedra y una señorita.

El presidente invitó a los asociados a esclarecer y dar contestación a la pregunta primera.

¿Qué medios deben adoptarse para honrar la menospreciada profesión de los ejecutores de la justicia?

—Señores —dijo un letrado macilento—: las preocupaciones del vulgo, que han alejado a mis clientes propalando que infundo mal de ojo, han tachado asimismo de vil una función grave del poder judicial. La ley que impone pena de muerte es la manifestación más alta de la soberanía nacional; el tribunal que la aplica ejerce el más tremendo de los ministerios, pero todo sería papel escrito sin el funcionario que lo cumple. En éste reside el poder ejecutivo. El que asume todas las realidades de la ley y la sentencia es el verdugo. Es el sacrificador y el sacerdote de la ley: si otro que él matase al sentenciado a morir, sería culpable de homicidio, porque es el único que tiene el privilegio de retorcer el pescuezo a un rival, acaso a un acreedor, tal vez a su casero. Y con tales atribucines ¿no es venerado de las gentes?

(Murmullos de aprobación.)


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Bruja del Mar

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Qué terrible es el mar! —dije verdaderamente conmovido por el estruendo del oleaje—. Oigo a la vez en esas aguas revueltas, ruido de cascadas, golpear de puertas, disparo de cañones y gemidos de personas.

—¡Silencio! —respondió en voz baja Braulio, uno de los pescadores más valientes de la costa de Cantabria—. Es que se queja la bruja del mar. Vámonos pronto, o te dejo solo.

Entonces le seguí, no sin trabajo, entre las rocas, por lo deprisa que caminaba; ya en casa, hizo cerrar todas las ventanas, hasta las del piso superior, que le tenía yo alquiladas, sin responder a las pregunta que le hice acerca de la bruja, sino en estos términos:

—De día hablaremos; de día, solamente; es hora de dormir y de rezar.

Atranqué la puerta de mi cuarto, y la curiosidad me determinó a abrir, sin ruido, la ventana, pero una fuerza exterior, como la de un brazo tembloroso que pugnase por entrar, me hizo desistir. Cerré con miedo. ¿De qué? De lo que más pone a prueba el valor: de lo desconocido. Tuve vergüenza, pero sólo me atreví a mirar por el opaco vidrio que había en la parte superior de la hoja de madera, por no abrir el pestillo. No me cabía duda; a lo lejos, sobre una peña muy alta, que remataba por los lados en dos picos, vi moverse una sombra humana que caminaba lentamente, y aun me figuré que las olas bramaban con más furia cuando se detenía, como si aumentase su agitación con sus conjuros. Y aquella noche sentí un malestar que no había experimentado desde los terrores nocturnos de la infancia. Que no hay sugestión como la ejercida por las preocupaciones y el miedo de los otros.

II

—Aquí me pareció ver la sombra —dije a Braulio a la mañana siguiente, que era calmosa, clara y alegre—. Reconozco el sitio por estas dos peñas estrechas, que de noche parecen dos cuernos gigantescos.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

A Pan y Agua

José Fernández Bremón


Cuento


Ya no existe en Madrid el monasterio de bernardos; en su solar se han edificado casas en la manzana comprendida entre las calles Ancha de San Bernardo y de la Garduña, y calle y travesía de la Parada, esta última llamada en otro tiempo calle de Enhorabuena vayas; han desaparecido también el vecino callejón de Sal si puedes y el convento inmediato, convertidos en plaza de los Mostenses; la travesía de las Beatas perdió su antiguo título de calle de Aunque os pese, y sólo quedan como recuerdo del pasado, asomando sus copas por la tapia posterior de la manzana del convento, algunos árboles plantados por los frailes; y acaso entre los cimientos de la iglesia, las cenizas de los religiosos que presenciaron a mitad del siglo XVIII los sucesos que voy a referir.

I

El abad, el prior y soprior ocupaban la mesa del testero, y la comunidad, por orden riguroso de categorías, las mesas colocadas a lo largo del refectorio; delante de cada religioso había un pan, un cubierto, vaso, plato, servilleta, almofía y una jarra con agua; los monjes, sin cogullas y las capillas puestas, estaban recostados en el respaldo de su asiento, con las manos recogidas bajo el escapulario; y el lector, desde la tribuna, había empezado a leer en latín un sermón de san Bernardo.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Diccionario de los Gatos

José Fernández Bremón


Cuento


A fuerza de conocer a los hombres, he concluido por estimar mucho a los gatos: por eso cuando perdí a Hollín, mi hermoso gato negro, después de registrar patios y sótanos, determiné buscarlo en el tejado a las altas horas de la noche, en que sólo nos espían nuestras vecinas más calladas, las estrellas. Oíase un diálogo gatuno, musical y brillante, cuando con la suavidad posible me deslicé sobre las tejas: la huida de uno de los interlocutores me demostró que había hecho ruido; pero el fugitivo era un gato blanco. ¿Habría ahuyentado al otro, que bien pudiera ser el mío? Un maullido melancólico que sonó tras el caballete de una buhardilla próxima me devolvió la esperanza: avancé paso a paso de hormiga hacia la ventana, maullé lo mejor que supe, y noté con cierto orgullo que me contestaba otro maullido; repetí, respondió el gato, y después de un largo paseo contenido para recorrer la distancia de tres metros, pude asomar la cabeza a la ventana, y en vez de mi gato Hollín, quedé atónito al encontrarme ante un anciano venerable que maullaba con extraordinaria perfección y me miraba sonriendo.

—Pase usted, vecino —me dijo—, que puede usted caerse.

Y ayudándome a entrar por la ventana, añadió, mientras yo callaba avergonzado y sorprendido:

—El primer maullido que usted dio me llenó de placer: era una frase desconocida para mí; al segundo temblé, creyendo por su acento extranjero que entre los gatos hubiera idiomas diferentes; luego reconocí el acento humano y una imitación burda y sin sentido. Pero tiene usted disposición, y en un curso de diez o doce años podrá usted maullar correctamente.

—¿Diez o doce años?

—Yo he gastado cincuenta en entender ese idioma y componer su diccionario: aquí lo tiene usted.

Encendió un cabo de vela, y me enseñó un pliego de papel con anotaciones musicales y su traducción al castellano. Yo leí:


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La Fuente de Apolo

José Fernández Bremón


Cuento


Primera época

Era el Prado de Madrid, por el año 1855, el mejor paseo de la villa, por las tardes en invierno y por las noches en verano: una barandilla de hierro, parecida a la del estanque del Retiro, separaba el paseo de carruajes del llamado «París», faja estrecha donde el hormiguero elegante lucía con monótona uniformidad la última moda, y las señoras paseaban los abultados miriñaques.

En la parte ancha y central del salón, enarenada y lisa, dominaban la chiquillería, las nodrizas y niñeras a los melancólicos y algunas parejitas modestas que huían de la luz; y era grande el estruendo de los muchachos con sus juegos, gritos, lloros y canciones: si en un lado se oía:


Cucú, cantaba la rana,
cucú, debajo del agua...,


más lejos, cantaban otras niñas:


De los inquisidores
tengo licencia, sí,
para bailar el baile
que le llaman el chis:
el chis con el chis, chis...,


o esta disparatada seguidilla chamberga:

>Juanillo;
mira si corre el río;
si corre,
tira un canto a la torre;
si mana,
tira de la campana;
si toca,
es señal que está loca, etc., etc.,


mientras gritaban los muchachos:

—¡Atorigao! ¡Marro parao!

—¡Acoto la china! ¿Quién me la honra?

—Yo soy justicia.

—Yo ladrón.

Cansadas del «Sanseredí» y del «Alalimón, que se ha roto la fuente», por parecerles juegos de menores, dos niñas como de doce años salieron de un corro, y con el atrevimiento de la inocencia se pusieron a seguir a dos muchachos, que no pasarían de los catorce y paseaban gravemente fumando cigarrillos de salvia. Enlazadas por la cintura, rozándose las alas de los sombreros de paja para hablarse muy quedito, decía la más linda de aquellas mujercitas de falda corta, pelo suelto y pantalones largos fruncidos junto al ribete de puntilla:


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El Hijo del Sordomudo

José Fernández Bremón


Cuento


I

(Recorte de un periódico.)


El individuo que murió ayer arrollado por el salvavidas de un tranvía eléctrico llamábase don Juan Ruilópez; era sordomudo, de posición independiente, y habitaba en una propiedad aislada de Chamberí, sin más compañía, según creencia general, que sus perros: esto no era exacto: en el registro que hizo la Autoridad en la casa del difunto, se halló dormido en un felpudo un muchacho como de trece años, que al despertar ladró al Juzgado, y concluyó por lamer la mano a un guardia del orden público. En vano se hicieron preguntas al niño, porque no las entendía, y así lo manifestó, valiéndose del idioma de los mudos, aunque no lo es.

El caso no puede ser más raro: educado por un padre sordomudo que temía exponer a su hijo a los riesgos de la calle con sus bicicletas y tranvías, no salió nunca de casa, ni oyó la voz humana, sino en algún grito lejano y sin sentido. Comprende, pues, el castellano y se expresa en él por señas, pero no lo puede hablar ni entender de viva voz, y le extraña ver salir las palabras de la boca del hombre. En cambio, el haber vivido siempre rodeado de mastines le ha acostumbrado a manifestar sus impresiones a la manera de los perros, con tal propiedad, que al guardia, con quien ha intimado, se le escapó esta barbaridad al oír cómo ladraba:

—Ladra como un ángel.

En cambio, el niño Ruilópez, viendo que el secretario sacaba recado de escribir, tomó la pluma y trazó en buena letra esta respuesta, presentándola al juez que le había interrogado:

—No entiendo lo que ladras.

Para el desgraciado joven el ladrido es el lenguaje oral, y el castellano un idioma silencioso que se expresa por señas o por escrito nada más.


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