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fecha: 01-08-2024


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Un Cuento de Niños

José Fernández Bremón


Cuento


I

Nunca podré olvidar los destartalados buhardillones donde pasé parte de mi infancia: pocos pisos de Madrid conservan en su interior esos desahogos de las casas viejas. Subíase a ellos por una estrecha escalera, pero una vez dentro, ¡qué anchuras para correr, qué encrucijadas y rincones para jugar al escondite y qué pintoresco desnivel en las habitaciones y pasillos! El ama seca era la soberana en aquellas alturas, adonde rara vez llegaban las riñas de los abuelos, ni los rumores del mundo: era la libertad dentro de la clausura. Allí estaba la desahogada y blanca alcoba, de anchas ventanas y techo de bovedilla, donde dormíamos cuatro criaturas y las encargadas de cuidarnos: allí, obedeciendo a un plano que parecía trazado por un loco, había piezas de paso, escaleras ascendentes o descendentes, altas ventanas con rejas, otras de caballete, y boquetes redondos por donde alguna vez nos visitaban los murciélagos; desvanes y nichos para luces: por todas partes cuartitos abuhardillados: en el uno cacareaban las gallinas y sorprendíamos con admiración el secreto de la postura del huevo: en otro espiábamos el arrullar de las palomas que comían por turno, metiendo sus cabecitas blancas o cenicientas por las ventanillas del comedero para atracarse de algarrobas. Éramos felices en aquel paraíso de muchachos y de vez en cuando hacíamos descubrimientos importantes: ya desclavando un baúl viejo encontrábamos un sombrero de tres picos o una silla de montar; ya una cría de ratones en la caja, sin cuerdas, de un violín. Cuando empezaba a anochecer, nos replegábamos poco a poco huyendo de las sombras; cesaban las cabriolas y los gritos y sentados en un ruedo de la alcoba, formábamos un corro, y pedíamos un cuento, de aparecidos y gigantes, hadas con sus varitas de virtudes, lobos, brujas, hechiceros y diablos.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Un Crimen en el Cielo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Colás el zapatero era viudo, pobre y estaba próximo a ser viejo: no es de extrañar que viviera solitario en su buhardilla, comiendo mal, cavilando mucho, saliendo a cazar muy de tarde en tarde por único ejercicio, y buscando sus recreos en los recuerdos, mientras machacaba la suela, punzaba con la lezna o untaba con la pez, o en alguna que otra ilusión que cruzaba por su frente: que las ilusiones con sus alas de oro entran también en las buhardillas y acarician a los pobres y a los viejos.

Había velado Colás hasta las altas horas de las noche para acabar un zapatito de señora, el cual iba adquiriendo entre sus manos forma tan delicada y elegante, que cada vez lo manejaba con más consideración y más cuidado. Cuando acabó de dar a su obra la última mano, la contempló con admiración; era perfecta.

Había empezado a examinar en ella la puntada, la suavidad del contrafuerte, la tirantez e igualdad de la plantilla y su adaptación justa a la horma: era crítica de zapatero. Después admiró la elegancia de la hechura, la morbidez y gracia de sus líneas; la admiraba como artista.

—No se puede hacer mejor —exclamó lleno de orgullo—, más diré: no se puede hacer otro igual: este zapatito no tiene par posible y ha de quedar descabalado.

Hasta entonces, en cada obra terminada sólo había considerado Colás la ganancia que le debía producir: en aquel momento experimentaba una emoción espiritual: la satisfacción del arquitecto al concluir una hermosa catedral, la sentía Colás contemplando su obra prima, como si hubiese puesto toda su inteligencia y todo su sentimiento en la confección de aquel zapato.


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La Última Labor de San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento


Era una tarde de verano de 1172.

Los mozos de labor de la hija de Iván de Vargas trillaban en lo alto de las cuestas situadas entre Carabanchel Bajo y Madrid, a la derecha del Manzanares, y algunas pobres mujeres, cristianas y moriscas, espigaban en los campos ya segados. La sierra de Guadarrama erguía a lo lejos sus nevados picos y sus bosques de pinos, de enebros y de encinas, que concluían hacia las inmediaciones de Madrid en espesos carrascales. Pasado el río, los huertos y cercas de frutales llegaban hasta las puertas de Moros y de la Vega, término de los caminos de Toledo y de Segovia; brillaba a trechos, herido por el sol, el pedernal de la muralla de Madrid, coronada de cubos y de almenas; y veíanse tras ella los campanarios de San Andrés, San Pedro y Santa María, las torres de ladrillo de algunas casas solariegas y, dominándolo todo, los torreones del Alcázar; fuera del recinto, y por los lados de Levante y Mediodía, campos de cereales, la ermita de San Millán y algunos caseríos.

Respiraban los campesinos una brisa cálida pero embalsamada por los tomillares y mil flores silvestres: cantaban los grillos y cigarras en el campo, y las ranas en las orillas del río y en las charcas: zumbaban las abejas y los moscardones entre las amapolas y las malvas, el trébol y el mastranzo: y revoloteaban y piaban en el aire jilgueros y verderones, golondrinas y vencejos. Conejos y liebres aparecían y desaparecían al instante entre las matas, y saltaban y huían a lo lejos los ciervos y los gamos: la codorniz cantaba bajo el trigo: los perros olfateaban las huellas de los jabalíes y los osos que habían bajado a beber al Manzanares; y las palomas, que anidaban desde tiempo inmemorial en el Alcázar, detenían su vuelo, para mojar sus alas y sus picos en el caño de una fuente que salía de una peña en las heredades que fueron de Iván Vargas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Pata de Avispa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una caña, arrastrada por el agua, se había atravesado formando un puente entre las dos orillas de un arroyo. Las hormigas, horadando los nudos, habían colocado sus almacenes en el hueco de la caña, y abierto agujeros en los dos extremos y la parte superior, interceptando el paso a los insectos. ¡Ay del que se aventuraba a pasar por aquel puente! Éste, bien sujeto por sus dos cabos a la tierra, era una fortaleza y un camino militar a prueba de pájaro, pues apenas se cimbreaba al posarse en él alguna paloma u otro monstruo alado de aquel peso. Tenía, además, una fama trágica, contándose de mata en mata y de hoyo en hoyo, en todas las cercanías, historias lastimeras de gusanos cautivados y orugas arrojadas al caudaloso arroyo, que formaba saltos de agua y remolinos entre guijarros gigantescos del tamaño de una rata. Las hormigas eran respetadas, pero también aborrecidas por acaparadoras, egoístas, ladronas, crueles y opulentas.

Solían las abejas y las avispas posarse sobre el puente cuando bajaban a beber al arroyo; aquéllas, con brevedad, como insectos formales y ocupados. Las otras, con pesadez, como holgazanas y sin obligaciones, que pasaban el día luciendo su talle esbelto y sus chillones trajes amarillos, con cintas negras, y levantando ampollas con el aguijón envenenado de sus lenguas.

Un día se trabaron de palabras una hormiga y una avispa, porque se burló la segunda del traje sencillo y obscuro de aquélla, diciéndole:

—¿Se puede saber por quién estáis de luto?

—Estamos ??? ??? ??? ???.

—¿Qué ??? ??? ???

—Porque no nos avergüenzan los instrumentos del trabajo. Por eso tenemos una casa bien provista.

—¿Llamáis casa al hueco de una caña? Estáis viviendo en el mango de una escoba.

—Calla, amarillenta; que parece que tienes ictericia.

—¡Calla, embetunada! Que pareces nacida en un montón de cisco.

—Cursi.

—¡Ladrona!


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La Jaula del Mundo

José Fernández Bremón


Cuento


Dijo la ortiga al clavel:

—Apártate, que tu olor es tan fuerte que marea.

—Ya quisiera apartarme de ti —respondió el clavel—, que tus pinchos me desgarran.

—¡Que yo pincho!

—¡Que yo mareo!

—Haya paz, vecinos —dijo un árbol ventrudo y corpulento—, hay que tener paciencia: habéis nacido el uno al lado del otro y debéis tolerar vuestros defectos y ayudaros en vez de destruiros. Tú, sobre todo, clavel, debes dar ejemplo de prudencia, porque no puedes negar lo fuerte de tu olor, que llega hasta las más altas de mis ramas; y aunque no me parece desagradable, puede molestar a la ortiga que está a tu lado.

—¿Y los pinchos de mi vecina no son nada? —replicó el clavel con acritud.

—Ésos no los veo.

—Pues yo los siento; y no puedes juzgar lo que desconoces.

—No exageres.

Y el árbol, en razonado discurso, demostró al clavel que siendo sus hojas en forma de puás, él debía ser el que pinchara, y no viéndose de cerca las espinas de la ortiga, tenía que ser insignificante la molestia que debían producir. En vano replicó el clavel que la misma sutileza y pequeñez de esos aguijones los hacía más penetrantes. Todas las plantas cercanas convinieron en que el clavel no tenía razón, por no estar demostrado lo principal: que tuviera pinchos la ortiga.

—Sí los tiene —dijo el césped.

—¿Qué sabes tú? ¡Arrapiezo! —respondió el árbol con majestad.

—Lo sé, porque cuando el viento tumba a la ortiga me los clava.

Las plantas murmuraron de indignación ante aquella falta de respeto.

—Vosotras juzgaréis, ¿qué digo?, habéis juzgado ya —repuso el árbol— entre la opinión de un árbol copudo y de mi talla, y el testimonio de una simple hierbecilla que se arrastra por el suelo.

—¡Sí! ¡Sí! —repitieron en coro los arbustos y las plantas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Fuente de Apolo

José Fernández Bremón


Cuento


Primera época

Era el Prado de Madrid, por el año 1855, el mejor paseo de la villa, por las tardes en invierno y por las noches en verano: una barandilla de hierro, parecida a la del estanque del Retiro, separaba el paseo de carruajes del llamado «París», faja estrecha donde el hormiguero elegante lucía con monótona uniformidad la última moda, y las señoras paseaban los abultados miriñaques.

En la parte ancha y central del salón, enarenada y lisa, dominaban la chiquillería, las nodrizas y niñeras a los melancólicos y algunas parejitas modestas que huían de la luz; y era grande el estruendo de los muchachos con sus juegos, gritos, lloros y canciones: si en un lado se oía:


Cucú, cantaba la rana,
cucú, debajo del agua...,


más lejos, cantaban otras niñas:


De los inquisidores
tengo licencia, sí,
para bailar el baile
que le llaman el chis:
el chis con el chis, chis...,


o esta disparatada seguidilla chamberga:

>Juanillo;
mira si corre el río;
si corre,
tira un canto a la torre;
si mana,
tira de la campana;
si toca,
es señal que está loca, etc., etc.,


mientras gritaban los muchachos:

—¡Atorigao! ¡Marro parao!

—¡Acoto la china! ¿Quién me la honra?

—Yo soy justicia.

—Yo ladrón.

Cansadas del «Sanseredí» y del «Alalimón, que se ha roto la fuente», por parecerles juegos de menores, dos niñas como de doce años salieron de un corro, y con el atrevimiento de la inocencia se pusieron a seguir a dos muchachos, que no pasarían de los catorce y paseaban gravemente fumando cigarrillos de salvia. Enlazadas por la cintura, rozándose las alas de los sombreros de paja para hablarse muy quedito, decía la más linda de aquellas mujercitas de falda corta, pelo suelto y pantalones largos fruncidos junto al ribete de puntilla:


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Bruja del Mar

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Qué terrible es el mar! —dije verdaderamente conmovido por el estruendo del oleaje—. Oigo a la vez en esas aguas revueltas, ruido de cascadas, golpear de puertas, disparo de cañones y gemidos de personas.

—¡Silencio! —respondió en voz baja Braulio, uno de los pescadores más valientes de la costa de Cantabria—. Es que se queja la bruja del mar. Vámonos pronto, o te dejo solo.

Entonces le seguí, no sin trabajo, entre las rocas, por lo deprisa que caminaba; ya en casa, hizo cerrar todas las ventanas, hasta las del piso superior, que le tenía yo alquiladas, sin responder a las pregunta que le hice acerca de la bruja, sino en estos términos:

—De día hablaremos; de día, solamente; es hora de dormir y de rezar.

Atranqué la puerta de mi cuarto, y la curiosidad me determinó a abrir, sin ruido, la ventana, pero una fuerza exterior, como la de un brazo tembloroso que pugnase por entrar, me hizo desistir. Cerré con miedo. ¿De qué? De lo que más pone a prueba el valor: de lo desconocido. Tuve vergüenza, pero sólo me atreví a mirar por el opaco vidrio que había en la parte superior de la hoja de madera, por no abrir el pestillo. No me cabía duda; a lo lejos, sobre una peña muy alta, que remataba por los lados en dos picos, vi moverse una sombra humana que caminaba lentamente, y aun me figuré que las olas bramaban con más furia cuando se detenía, como si aumentase su agitación con sus conjuros. Y aquella noche sentí un malestar que no había experimentado desde los terrores nocturnos de la infancia. Que no hay sugestión como la ejercida por las preocupaciones y el miedo de los otros.

II

—Aquí me pareció ver la sombra —dije a Braulio a la mañana siguiente, que era calmosa, clara y alegre—. Reconozco el sitio por estas dos peñas estrechas, que de noche parecen dos cuernos gigantescos.


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Exposición de Cabezas

José Fernández Bremón


Cuento


Era un viejecillo ochentón don Caralampio; su cuerpo estaba en continua vibración; y no podíamos figurárnoslo en estado de reposo, habiéndolo visto siempre parpadeando con rapidez y como tiritando; su voz era temblona; su barba, sus quijadas y sus manos temblaban sin cesar. Estábamos en el café, cerca de la vidriera, cuando le vimos llegar con paso trémulo.

—¡Mozo! —dijimos—. La cafetera y el servicio; que ya está aquí don Caralampio.

Y este aviso sirvió para que el viejo no tuviera que esperar; tomó la taza con ansia en sus manos temblorosas, no sin que chocase un rato en el platillo, se la llevó a los labios, y soltó una carcajada.

—¿Podemos saber la causa de ese regocijo? —preguntó mi amigo Pérez.

—Es un efecto del café —respondió alegremente.

—Nosotros lo hemos tomado, y no estamos tan contentos.

—Ustedes tomarán café con leche; una golosina.

—Ninguno de los dos.

—O con azúcar.

—No, sino amargo.

—Pues entonces, lo prueban nada más; para sentir la lucidez de este elixir maravilloso, hay que entregarse a él sin condiciones; tomar cincuenta tazas diarias, por lo menos, como yo.

—¿Y no ha muerto usted de una irritación?

—Sin el café no existiría hace ya tiempo. Este agradable temblorcillo que me mantiene en constante agitación es el espíritu retozón y expansivo del café, con que sustituí el mío propio, cuando mi alma se alejó de mi cuerpo, hará diez años. Soy un cadáver que vibra a fuerza de café. Guárdenme ustedes el secreto o me enterrarán mis herederos.

Pérez y yo nos miramos sorprendidos; porque la palidez y demacración de don Caralampio hacían aquella broma verosímil.


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El Último Pregón

José Fernández Bremón


Cuento


¡Qué tiempos aquéllos! ¡Qué hombres! A los quinientos años de edad digerían un becerro y requebraban a las mozas. No se había inventado la tijera, y cada dedo suyo era un puñal con uñas de cuatro o cinco siglos. Mandaban los Patriarcas, que no habiendo realizado aún la conquista del caballo, montaban a hombros de infelices que tenían a orgullo trotar bajo el jinete. Estaban en embrión las instituciones y adelantos de las futuras sociedades: el feminismo se contentaba con la conquista o caza del varón; la galantería de éste con las hembras no pasaba del pescozón antediluviano, en señal de preferencia; la Geometría se estudiaba en el escarabajo, inventor de la esfera; del Derecho de propiedad no se conocía lo tuyo, sino lo mío; de la Justicia, la vara, luego tan frondosa, y, enfin, no se habían inventado todavía los amigos.

Al caer las primeras gotas, como puños, de los cuarenta días del Diluvio, el género humano estaba indefenso: no había paraguas ni impermeables en el mundo. ¿En qué parte del globo ocurrió lo que voy a referir? Las aguas antediluvianas, pasando una esponja sobre el mapamundi primitivo, han borrado el sitio.


* * *


—Buen barrizal habrá mañana —decía un hombre de carga a su jinete.

—Eso es cuenta tuya —respondía el otro—, que yo no he de embarrarme los talones.

—¿Y si me atascara? Que también la suerte de los de abajo alcanza a los de arriba.

—Calla y corre, que me mojo.

—Ya lo siento, por el agua que chorreas; me parece que llevo un río a cuestas.

—¿Río dijiste? En él estamos, y creí traerte hacia el arroyo.

—Es el arroyo que ha crecido; no hay arroyos ya.

—¿Y mi casa de abajo, la que dejé abierta y vacía?

—¿Vacía? —dijo un transeúnte—. Está llena de peces; he visto colear encima de tu cama una merluza.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Terror Sanitario

José Fernández Bremón


Cuento


La revolución higiénica se había hecho al grito de «¡mueran los enfermos y abajo el arte de curar!». El descubrimiento de la salutina, desinfectante tan enérgico que había expulsado de España las moscas, los ratones y los gatos; la pública certidumbre de que cada enfermedad está representada por un microbio malévolo de fácil evasión e introducción en los cuerpos, que poros tienen agujereados como cribas; el miedo a la muerte, tan natural en el hombre como su conformidad con que mueran los demás; y, por último, el grandioso pretexto de la regeneración de nuestra raza, sólo confiable a las personas sanas y a la destrucción de todo ser doliente, determinaron la explosión. Cada pueblo construyó su lazareto y se prohibieron todas las enfermedades, tolerándose únicamente las jaquecas a las damas, y a los hombres los simples constipados; y se exceptuaron de la ley la calvicie y las verrugas, por haberse establecido que correspondían, como elementos de ornamentación, a las Bellas Artes.

I

De un periódico ministerial.


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