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fecha: 01-08-2024


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Los Rayos Z

José Fernández Bremón


Cuento


I

Ella era de una fealdad superlativa; lo horrible hecho carne; pero Él la empeoraba en tercio y quinto con su cuerpo dislocado, su cabeza como machacada entre dos piedras, pies de aumento y manazas como guantes de esgrimir. El amor, que une hasta los hipopótamos, había apasionado mutuamente aquellos monstruos, pero nadie se imaginaba al Cupido que hizo su consorcio con alas de oro y rosa, sino en figura de murciélago. Al verlos, rompían a llorar hasta los usureros, y las aguas de los ríos, espantadas, corrían más deprisa; el sol se nublaba para tapar aquella visión doble, y la obscuridad, al envolverlos cada noche, sentía las entrañas doloridas a la idea de tener que darlos a luz por la mañana.

II

Desde entonces saben los poetas que pueden hablar hasta las piedras, porque las estatuas de Fidias se quejaron en voz alta diciendo desde sus pedestales:

—Es intolerable que lo feo inspire amor.

Y las Frinés y los Adonis que lucían en los Juegos Olímpicos sus cuerpos arrogantes vociferaban indignados:

—Atraer y ser querido es el privilegio de lo hermoso; repeler y repugnar es el castigo de lo feo.

—Ese amor tierno y horrible trastorna las nociones de la fealdad y la belleza.

—Destierra, Apolo, esos amantes al astro más lejano, adonde no lleguen la vista ni el pensamiento de los hombres.

—Pide a Júpiter que los confunda con sus rayos.

III

El carro del Sol se detuvo, y los dioses, los héroes y cuantos tienen entrada de favor en el Olimpo subieron a escuchar el himno de Apolo en defensa de la poesía y la belleza. Al resonar su argentina voz en las alturas, los mundos enmudecieron para no interrumpir su cántico sublime, y temblaron los monstruos, las Harpías, las Parcas y las Furias cuando pidió el exterminio de la fealdad por desapacible a la vista, indigna de amor y ser el borrón de lo creado.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Los Microbios

José Fernández Bremón


Cuento


Me había acostado bajo la impresión que me produjo el folleto de mi amigo el señor Rodríguez Merino, La electricidad y el cólera. La idea de aplicar aquel fluido como preservativo para destruir con su uso diario los microbios de aquella enfermedad, apenas aparecen en el cuerpo humano, y el propósito de crear gabinetes de electrización a donde acudiéramos para formar cadena y recibir los chispazos de tal modo me preocuparon, que cuando me dormí tuve un sueño disparatado que voy a referir.

I

Los microbios, en ejércitos interminables y en orden de batalla estaban ante mí: unos tenían figura de letras o signos ortográficos, otros parecían troncos retorcidos, herramientas, reptiles, garfios y antiparras; iban los unos armados de mangas filtradoras de venenos; otros de taladros y ganzúas, de picos de águila y garras de león.

Parecían las visiones del Apocalipsis reducidas a la dimensión de puntas de alfileres, que esperaban el día terrible para ensancharse a su tamaño natural.

Hui, sin esperar su acometida.

II

Estaba en mi casa; se oían a lo lejos tiros, cornetazos, voces de mando y gritos subversivos.

—¿Qué motín es ése? —pregunté.

—Escuche usted las voces.

—Oigo vivas y mueras a los microbios.

—En efecto; la gente está dividida en dos partidos: sostienen unos que los microbios que tenemos en el cuerpo son los que conservan nuestra vida, y quieren que se les respete; los otros opinan que son la causa de todas las enfermedades, y piden que se les destruya.

—¿Y quienes tienen razón?

—Todavía no se sabe; los que peguen. ¿Oye usted? Han perdido la batalla los microbios. Bajemos a electrizarnos, para no ser sospechosos.

—¿Y cómo se electriza cada día tanta gente? ¿Formaremos cadenas?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Vista de los Ciegos

José Fernández Bremón


Cuento


En una habitación casi desamueblada, dos pordioseros de edad madura y ambos ciegos comían unas tajadas de bacalao y un pan grande, partido en dos pedazos desiguales. Aunque no necesitaban luz para cenar, la de un farol de gas, penetrando por una claraboya, hubiera permitido ver a otro cualquiera dos camas raquíticas tendidas en el suelo; la una compuesta de colchón, manta y almohada, y la otra sencilla, de un triste jergón: una guitarra colgada de un clavo y seis robustos báculos al lado de la cama principal, y el desamparo de la otra: el diferente tamaño y aun calidad de las raciones que engullían dejaban comprender que si a primera vista parecía reinar allí la igualdad de la miseria, la actitud altiva y humilde de uno y otro ciego demostraba que eran dos pobres de distinta posición.

Golpearon a la puerta y dijo el ciego que comía el bacalao con más espinas:

—¿Abro, mi amo?

—¿Abrir, dices? ¿Acaso tienes la llave? ¿Sabes quién llama y a qué viene?

—Los golpes redoblan.

—¡Calla!

—¡Tiburcio! ¡Tiburcio! —repetían desde fuera.

Sin duda Tiburcio conocía la voz, porque se dirigió a la puerta y dijo:

—¿Quién es?

—¿No conoces a tu amigo Roque?

—Oigo su voz; pero ¿vienes solo?

—Solo y muy solo; la nieve cubre el suelo y no me atrevo a ir hasta mi casa. ¿Quieres prestarme tu lazarillo? Pronto volverá, que vivo cerca.

Tiburcio se determinó a abrir a medias la puerta, dando paso a otro ciego que llevaba vihuela, báculo y zurrón.

—Entra —le dijo—, que hace frío.

—¿Para qué? —respondió Roque—. Me basta con que él salga.

—Entra, o cierro.

—Como quieras.

—¿No te sigue nadie, Roque?

Y Tiburcio, después de palpar a su amigo, sondeó el espacio con su palo, y cerró la puerta con llave.

—¡Cómo! ¿Cierras con llave y cerrojo?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Charca

José Fernández Bremón


Cuento


I

El agua de la charca, caldeada por el sol, estaba deliciosa, y ranas y pececillos tomaban un baño de placer. Los caballitos del diablo patinaban sobre la superficie sin mojarse, y las avispas alargaban la trompa para beber, posando sus zancas en los guijarros de la orilla. Una vegetación verdosa formaba islas flotantes en aquella agua tranquila, rodeada de playas arenosas, de piedras en acantilado o de juncos y hierbajos. Era un mar en miniatura, cuyo espejo reflejaba el tronco y la copa de un peral, y los caprichosos dibujos de una zarzamora. Millares de insectos rebullían alegremente tomando el sol, sin obligaciones ni cuidados, o se refrescaban en la humedad y reposaban a la sombra de las hojas. Sólo las hormigas trabajaban a lo lejos, dirigidas por sus jefes, en correcta formación, y algunos gusanillos se divertían en verlas desfilar como nuestros muchachos cuando pasa un regimiento.

Era la hora de más calor de un día canicular, y se apeaban de los perros, cabras y otros animales que pasaban a lo largo toda clase de insectos, cuando de la panza de un gato que se estaba lamiendo al sol saltaron a la arena cuatro pulgas, una de ellas jamona y bien cuidada, y las otras pequeñas y deslucidas, pero retozonas y traviesas.

—¡Quietas, niñas! —decía la mamá—: no deis esos brincos, que vais a extraviaros; considerad que sois tres señoritas y que os observan los que veranean en la playa. Van a creer que os habéis criado al aire libre, cuando sólo os he dejado asomaros a la naricita del gato.

Pero las pulguitas, en vez de seguir consejos tan prudentes, daban saltos prodigiosos, asombradas de su elasticidad y ligereza, no reparando si caían en la cabeza de un gorgojo o en el duro coselete de algún escarabajo.

—¿Son de usted esas negritas que están dando tanto escándalo? —dijo un ciempiés a la pulga gordinflona.

—Se han criado conmigo por lo menos.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Hombres y Animales

José Fernández Bremón


Cuento


Prólogo

La condesa Jorgina es alta, bella y majestuosa; infunde respeto su presencia, y pocos resisten su irónica mirada si les dirige sus impertinentes de oro y concha. Sus bailes son funciones reales; la política no tiene secretos para ella, y llena de hechuras suyas los altos puestos del Estado.

Como mi buhardilla domina su palacio puedo ver en él por los huecos de los cortinajes algo de sus fiestas: ya una pareja de rigodón haciendo cortesías no sé a quién; ya un caballero que baila solo con mucha gravedad, o una cola de vestido que ondea por la alfombra y no me deja ver el cuerpo de su dueña. Corta es la perspectiva que disfruto; pero hay quien ve del mundo menos todavía.

¡Qué alucinación sufrí una noche desde mi alto observatorio! Parecíame que los convidados, aunque en traje de etiqueta, no tenían cabezas de persona; que un oso daba el brazo a una pantera; que un asno conversaba con un hipopótamo y un toro, asomados al balcón, y los criados que cruzaban con bandejas lucían sobre sus blancos cuellos cabezas de chorlito.

Alzando la vista al cielo estrellado, lo maravilloso resultaba verosímil; pero la luz eléctrica a lo lejos, y al lado la vibración del viento en los cables del teléfono, no permitían, tan adelantado el siglo, pensar en brujerías. Me restregué los ojos por si se había enturbiado la visión... y me persistían las imágenes. ¿Quién puede dormir en nuestro tiempo sin desvanecer con una explicación natural lo incomprensible?

—¡Bah! —dije soltando la carcajada y cerrando la vidriera—. Eso es un baile de cabezas.

Proceso de Pedro Múerdago

(Relación formada con recortes de periódico)


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Uso y la Academia

José Fernández Bremón


Cuento


I

Aquel día don Lesmes se había despertado académico de la Lengua; es decir, deseoso de lucir debajo de su barba la medalla, apto para definir en lo gramático y con ánimo de colocar en el Diccionario unos vocablos que le habían recomendado sus parientes.

Andaba al caer una vacante por estarse muriendo un académico y ser el médico de toda confianza.

La tardanza de muchos académicos en tomar posesión de su cargo le convenció de que la primera necesidad de un candidato era tener hecho el discurso. ¿Qué podía suceder? ¿No ser electo? El discurso sería aprovechable como folleto o para hacer una zarzuela.

Y tomando la pluma, se decidió a empezarlo, y escribió:

«Señores académicos: No sé cómo explicarme el honor de estar sentado en esta silla; si lo he solicitado, no es porque me creyera digno de ello, sino por tomar vuestras lecciones, oh maestros del idioma, y oír la dulce prosodia con que suenan en vuestros labios las palabras, que tejéis y destrenzáis en la oración correctamente, como figuras de una danza; y aun he de aprender cuando calláis, pues de tal modo encarno en vosotros las Gramática, que vuestros ojos, bocas, narices, gafas y bigotes me parecen signos ortográficos.

»Ahora, señores, cúmpleme enderezar un recuerdo al hombre ilustre que vengo a reemplazar.»

Aquí hubo de interrumpir su discurso para enterarse del estado del enfermo. El parte facultativo quitaba toda esperanza... al candidato; habían desaparecido la calentura y el peligro.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Sueño del Borracho

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Pedro cayó rendido por el vino, vio que el mundo estaba más alegre que de ordinario y que le decía su amigo el tabernero:

—Despierta, que te han nombrado capitán general de todas las botellas de Madrid, y vas a pasarles revista. Ponte el uniforme.

Se puso sus zapatos de corcho, polainas de cuero, casaca verde botella y un casco plateado como el de los tapones del champaña. Desenvainó su sacacorchos, montó en un pellejo y marchó al Prado al frente de su escolta.

¡Cómo brillaban al sol los vidrios de los cascos, el estaño de los golletes y los colores de los líquidos, y con qué orgullo lucían innumerables botellas las etiquetas de sus fábricas! ¡Qué bien formadas estaban en orden de parada, que tenía su cabeza en el Hipódromo y su terminación desconocida! Los vinos generosos y añejos formaban el Estado Mayor, y marchaban en la escolta como agregados extranjeros, llamando la atención el rin, que alzaba su largo cuello con orgullo; el ginebra, envuelto en su gabán gris, que le llegaba a los talones; los vinos de Italia, vestidos a la ligera con lindas esterillas y los de Burdeos con fundas de paja puntiagudas. ¡Cuántos y qué variados uniformes en la escolta!

Era la artillería en aquel ejército el aguardiente, y lo había de todos los calibres. Los ingenieros habían llegado de Jerez, y los vinos de pasto constituían las armas generales. El vino de Pepsina y todos los que se venden en botica eran la brigada sanitaria; y la de obreras era la cerveza que así servía de refresco en el aparador como de bebida en la taberna.

El general montado en su pellejo galopaba orgulloso ante aquellas interminables hileras de botellas, relucientes las de la última quinta, las veteranas empolvadas, y que todas, al chispear heridas por el sol, parecía que le guiñaban los ojos con cariño. A su paso sonaban las charangas de vasos y de copas.


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El Pájaro Ciego

José Fernández Bremón


Cuento


A Emilio Luis Ferrari

I

Todos los pajarillos habían volado menos uno: el padre visitaba alguna vez el nido por costumbre, que el matrimonio, indisoluble entre las tórtolas, no obliga, criados los hijos, a otras muchas aves. Sólo la madre persistía en el nido con el más fuerte de los polluelos, a quien no habían retirado su ternura, porque el instinto le advertía que no podía abandonarle: aquel vistoso pajarillo estaba ciego.

La buena madre hubiera deseado desentumecer el cuerpo después de la inacción de la nidada, pero no se atrevía a abandonar a aquel hijo desgraciado expuesto a todos los peligros. Nunca lo perdía de vista al separarse para traerle la comida o murmurar con las vecinas pitorreando entre las ramas. ¡Y cuántas tentaciones ofrecía aquella primavera en los celajes del horizonte, en los nacientes y sabrosos granos de las espigas verdes y las henchidas gusaneras criadas por un invierno de nieves y humedales; en la alegría universal que producía la abundancia, convidando a todos los vivientes a las diversiones y al hartazgo; en lo tupido de las hojas y la altura de las hierbas, la gordura de los pájaros y los gorjeos de las otras madres, orgullosas de sus crías y gozando de su recobrada libertad!

A veces, una bandada que cruzaba rozándola decía alegremente:

—¡Ven a divertirte!

Y la pajarilla ahuecaba las alas para seguir a la comparsa bulliciosa; pero al ver a su hijuelo saltar tímidamente por unas ramas que le había enseñado a medir, y ver aún en el suelo el cascarón que le sirvió de cuna y por donde asomó su piquito sonrosado, plegaba sus alas otra vez, y contemplando aquel cuerpecillo delicado, y su sedoso plumón y sus patitas trasparentes, parecíale que toda la primavera con sus brotes y sus flores y su cielo azul era menos hermosa que aquel hijo imperfecto.


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El Desacato

José Fernández Bremón


Cuento


I

Entrando en el Retiro por la plaza de la Independencia, me senté poco antes del anochecer en un banco de piedra, para ver el desfile de las gentes; a mi lado estaba un viejo con los anteojos tan obscuros como los que se usan en los eclipses.

Los primeros que se retiraron del paseo fueron los niños con sus ayas, nodrizas y niñeras, vestidos de marineros o en pernetas los varones, y ellas con anchos sombreros y toneletes o capotas de paja y trajes largos como unas mujercitas; iban saltando y corriendo, cayendo y levantándose, riendo o echando lagrimones. Era la generación del siglo próximo, bulliciosa e inconsciente del papel que desempeñará en el mundo dentro de veinte años, cuando en vez de saltar en la comba, salten por encima de la moral y de las leyes, y en vez de jugar al escondite, jueguen a la Bolsa y se jueguen la cabeza.

Pasaron luego las personas graves que huyen de la humedad y el reumatismo; las niñas y viudas casaderas, y las casadas aspirantes a viudez; los solitarios meditabundos, los jardineros y los guardas.

La luz iba faltando; las caras se desvanecían y se apagaban los colores de los trajes; después sólo pasaban bultos cenicientos, luego sombras, después oí pisadas, pero nada se veía. Un murciélago me dio un abanicazo con sus alas como para despedirme del Retiro, y empezó la sinfonía de la noche.

—El espectáculo de hoy se ha acabado —dije levantándome—, buenas noches.

—Ahora es cuando empieza el espectáculo —respondió el viejo, lanzándome dos miradas luminosas que me parecieron las de un gato.

—No entiendo, caballero.

—¿Cree usted que todo lo que ocurre en este mundo no deja vaciados, sombras, ecos y reflejos que vibran y se reproducen en el infinito?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Besos y Bofetones

José Fernández Bremón


Cuento


Era noche de beneficio, y el teatro Español estaba lleno: en esas funciones se atiende, más que a la escena, a la concurrencia de palcos y butacas, y los diálogos de amor que se fingen en las tablas no interesan tanto como los que se cruzan en voz baja: eran muchos los distraídos que apenas se fijaban en la escena amorosa que representaban la dama y el galán. De pronto, el sonido de un beso, seguido de un bofetón, ambos a plena cara, hizo fijar todos los ojos en el escenario, donde la dama, puesta de pie y roja de vergüenza, miraba, indignada, al actor, que, no menos furioso y con la mano en el carrillo, que se hinchaba por momentos, lanzaba a su compañera miradas iracundas.

Como era muy conocida la comedia, comprendió el público al instante que aquello no estaba escrito en el papel, y que se había cometido una indignidad y había recibido su castigo: el galán habría dado un beso a la dama, sin respeto a su estado de casada y a la selecta concurrencia, recibiendo su merecida corrección.

El público todo, levantándose de los asientos, aplaudió calurosamente a la actriz, dirigiendo al ofensor palabras injuriosas. Una y otro saludaban y hacían señas incomprensibles, que no calmaron los ánimos, hasta que el actor, acobardado y rechazado, salió del escenario.

El telón seguía descorrido y la representación interrumpida; nadie sabía qué hacer, cuando el mismo empresario, para terminar el conflicto, se presentó en las tablas, reclamó silencio y lo obtuvo tan profundo... que todos pudieron oír el sonido de otro beso y de otro bofetón en una fila de butacas.

—¡Canalla! —dijo una voz femenina.

—¡Señora! ¡Si fuera usted hombre...!; pero, ¿tiene usted marido? ¿Tiene usted hermanos?

—¡Vámonos, mamá! —decía, llorando y tapándose la cara con el pañuelo, una señorita.


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