Textos más populares esta semana publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 5

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fecha: 01-08-2024


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Pío y Pía

José Fernández Bremón


Cuento


I

Cuando despertaron al canario los gorjeos de otras aves, un rayo de luz le daba de frente por entre las hojas del castaño de Indias. Desenroscó su cuello, sacudió y alisó las despeinadas plumas; dio algunos saltitos de rama en rama y un vuelo hasta el arroyo, donde bebió algunos sorbos, mirando al cielo y mirándose en el agua, y expresó su satisfacción cantando esta copla improvisada:


Qué hermosa mañana;
cómo brilla el sol,
qué alegre es la vida,
qué bonito soy.


—¿Y yo? ¿Soy acaso fea? —dijo una canaria revoloteando por encima del arroyo y parándose a beber en la otra orilla.

—¿Fea usted, con ese corte de alas y ese cuerpecito de color de crema? ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Pía.

—¿De veras? Somos tocayos. Porque yo me llamo Pío.

—Es nombre muy común entre los pájaros.

—¡Ay, qué vocecita! ¿Se puede saber en dónde almuerza usted?

—Hay un campo de alpiste muy cerquita.

—Si todo lo que dice ese pico es cosa buena: guíe usted, que la sigo hasta el fin del mundo. ¡Ay qué meneíto tienen esas alas y esa cola! Y con qué gracia encoge usted las patitas al volar.

—Como todas las canarias.

—No: las hay muy sosas.

—Me he criado en pajarera.

—Ya se conoce: vuela usted con una timidez aristocrática.

—Éste es el campo que le dije.

—Qué bien sabe el alpiste al lado de usted.

—Coma y calle.

—¿Ha tenido usted amores?

—Luego hablaremos; ¿quiere usted que me atragante?

Cuando el almuerzo terminó, el canario dijo a Pía:

—Yo la amo a usted. ¿Le soy indiferente?

—Va usted muy deprisa.

—Mi amor crece por instantes. Un solo favor. Déjeme usted que le arranque una plumita del cuello para tener un recuerdo de usted.

—Retírese usted, joven, o doy gritos.

—Quiérame usted.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Desafío

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Samuel Leví!

—¡Señor!

—Llenadme otra vez de doblas esta arqueta. He perdido todo.

—Si su señoría me permite —dijo Samuel Leví, tesorero mayor del reino, inclinándose delante del que le había dado la orden.

—Seguid jugando, caballeros; no levantarse; que la diversión no se interrumpa.

Y abandonando su sitial el que así hablaba, irguió su alto cuerpo, y al aproximarse a una ventana del alcázar de Sevilla, quedaron a plena luz el blanco rostro, el cabello rubio y la enérgica mirada del rey don Pedro de Castilla, que tendría a la sazón veinticinco o veintiséis años de edad.

—¿Qué ocurre, Samuel?

—Acaba de llegar de Alfaro vuestro ballestero de maza Álvar Martínez.

—¿Trae algo?

—Sí, señor; un saco y una carta.

—¡Juan Diente! —dijo el rey a un ballestero que guardaba la puerta—. Coloca frente a mi sitial el saco y los papeles que ha traído Álvar Martínez.

Y mientras el soldado cumplía su orden, el rey dijo al hebreo:

—Hermoso jacinto tiene vuestro broche; bien se ve que es legítimo.

—Es piedra de poco valor.

—Os la compro.

—De poco valor decía para el vulgo; yo no la cambiaría ni por una de esas espadas jinetas que mandasteis fabricar en Sevilla con puño de oro y piedras. Es un gran recuerdo de familia. Eso en cuanto a vender; pero si vuestra señoría gusta del jacinto, todo lo mío es de mi rey si lo quiere... de balde o a bajo precio.

—Sí; lo quiero.

—¿De balde o a trueque?


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Rey, Verdugo y Antropófago

José Fernández Bremón


Cuento


En las regiones del África central, en que tienen puestas las manos o los ojos belgas, franceses, ingleses y alemanes, separan del resto del mundo al país de los mumbutos varias tribus de negros que dicen llamarse zandes, y los geógrafos se empeñan en nombrar niams-niams, como si, por mucho que sepan los geógrafos, pudiera nadie mejor que uno mismo saber cómo se llama.

Son los mumbutos buenos herreros y grandes arquitectos, y comparado con el de sus vecinos, su color es relativamente claro, como un vaso de café entre dos frascos de tinta; su gobierno es monárquico, su industria adelantada, y sólo tienen el disculpable defecto de preferir la carne humana a la del perro, única que les proporcionan sus rebaños; y como es entre ellos la antropofagia muy antigua, sólo revela su conservación un piadoso celo por no alterar las tradiciones.

Podremos recriminarlos por esas prácticas fúnebres en nombre de las nuestras, aunque éstas no excluyen, en rigor, para el remoto porvenir que se anuncia de un hambre universal, someter a discusión, llegado ese caso, si es lícita la antropofagia a falta de otros alimentos, no matando y respetando las vigilias. Y aun parece probable que resulte tan buen o mejor sepulcro una olla bendita, que uno de esos museos en que se alinean esqueletos de cristianos; que se puede comer la carne humana sin gula y con respeto, y aun alternada con responsos y oraciones por el muerto.

Si en el orden puramente culinario repugna a nuestro estómago ese alimento, la verdad es que, no habiendolo probado a sabiendas, no tenemos autoridad para negar su suculencia. Y sería peligroso afirmarla, porque siendo costumbre que nos destrocemos los unos a los otros, ¿qué sucedería si fuéramos comestibles? ¿Qué parientes o amigos estarían libres de la mesa del amigo o del pariente?


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El Pájaro Ciego

José Fernández Bremón


Cuento


A Emilio Luis Ferrari

I

Todos los pajarillos habían volado menos uno: el padre visitaba alguna vez el nido por costumbre, que el matrimonio, indisoluble entre las tórtolas, no obliga, criados los hijos, a otras muchas aves. Sólo la madre persistía en el nido con el más fuerte de los polluelos, a quien no habían retirado su ternura, porque el instinto le advertía que no podía abandonarle: aquel vistoso pajarillo estaba ciego.

La buena madre hubiera deseado desentumecer el cuerpo después de la inacción de la nidada, pero no se atrevía a abandonar a aquel hijo desgraciado expuesto a todos los peligros. Nunca lo perdía de vista al separarse para traerle la comida o murmurar con las vecinas pitorreando entre las ramas. ¡Y cuántas tentaciones ofrecía aquella primavera en los celajes del horizonte, en los nacientes y sabrosos granos de las espigas verdes y las henchidas gusaneras criadas por un invierno de nieves y humedales; en la alegría universal que producía la abundancia, convidando a todos los vivientes a las diversiones y al hartazgo; en lo tupido de las hojas y la altura de las hierbas, la gordura de los pájaros y los gorjeos de las otras madres, orgullosas de sus crías y gozando de su recobrada libertad!

A veces, una bandada que cruzaba rozándola decía alegremente:

—¡Ven a divertirte!

Y la pajarilla ahuecaba las alas para seguir a la comparsa bulliciosa; pero al ver a su hijuelo saltar tímidamente por unas ramas que le había enseñado a medir, y ver aún en el suelo el cascarón que le sirvió de cuna y por donde asomó su piquito sonrosado, plegaba sus alas otra vez, y contemplando aquel cuerpecillo delicado, y su sedoso plumón y sus patitas trasparentes, parecíale que toda la primavera con sus brotes y sus flores y su cielo azul era menos hermosa que aquel hijo imperfecto.


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Mundo y Familia

José Fernández Bremón


Cuento


I

—Papá —dijo una arañita flaca y zancuda a otra araña, que había sido gorda, a juzgar por la anchura del abdomen, ya desinflado y lacio, como bolsa sin dinero—, hace mucho tiempo que no se come aquí: ni un mosquito siquiera pasa por este rincón; mi madre salió a buscar comida fiada y no vuelve; deme usted su bendición, que voy a correr el mundo.

—Espera, hijo, siquiera una noche.

—No espero, papá, el hambre incita al crimen y anoche tuve malos pensamientos.

—Ya lo reparé, hijo mío. Haciendo que dormía, observé que me mirabas con apetito. Por fortuna, pudiste reprimirte; yo aguardaba con la boca abierta que me dieras un motivo para desayunarme con tu cuerpo. Vete, pues, y recibe con mis ocho patas las ocho bendiciones que se dan al viajero. Acércate, hijo mío.

—Bendígame usted de lejos.

—Cómo, criatura, ¿te irás sin abrazarme?

—Ya lo creo: aquí reina el hambre y somos comestibles.

—Adiós, pues: no te olvides de enviarme noticias tuyas con la primera mosca que encuentres.

La arañita no escuchó más, y descolgándose del techo con un hilo, en pocas zancadas salió por la ventana. Allí se detuvo asombrada, porque nunca sospechó que el mundo fuera tan grande ni hubiera en él tantos vivientes. Poco después se hallaba en un tejado donde un gusano pacífico tomaba el sol tranquilamente. Examinole con atención, y viendo que no tenía dientes ni defensas, le dijo agarrándole por el pescuezo:

—Date preso en nombre de la ley.

Es la fórmula antigua que usan las arañas cuando estrangulan a su víctima. En vano quiso desasirse el infeliz gusano estirando y encogiendo sus anillos: la arañita le chupó todo su jugo, hasta que, creyendo reventar de puro harta, le soltó.

—Puedes retirarte —le dijo—, quedas en libertad.

El gusano no le pudo dar las gracias: estaba seco.


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Un Sermón Contra el Baile

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Con qué aire bailaban las muchachas y los mozos en un pueblo de la Mancha, a fines del siglo pasado, en una hermosa noche de verano de un día de labor! ¡Con qué gusto se aprovechaban de la ausencia del ecónomo don Gabriel Peñazo, cura rígido y setentón, que ejercía sobre ellos una dictadura moral, imponiéndoles el mayor recogimiento! El párroco había salido a cumplimentar al nuevo obispo de la diócesis a una población situada a unas diez leguas; y el sacristán organista señor López había sacado sillas y templado la guitarra para cantar algunas canciones alegres que se le pudrían en el cuerpo por respeto y temor al señor cura. A los primeros rasgueos de la vihuela, mozas y mozos acudieron como mariposas a la luz; luego se aproximaron con sus sillas las personas más formales, y de copla en copla y de tonadilla en tonadilla, se pasó de lleno a las manchegas; salieron las castañuelas al aire, y el baile rompió con toda la furia de la privación y el placer de lo prohibido. Sólo un grupo de viejos formaban círculo aparte murmurando de la fiesta, proponiéndose delatarla a don Gabriel, cuando regresase. El sacristán rasgueaba con entusiasmo, cantando seguidillas picantes; las bailadoras castañeteaban que era un gusto, y los mozos saltaban a compás, cuando una voz terrible dijo:

—¡Don Gabriel!

Se oyó un chillido de mujeres, contenido al instante; el baile se deshizo, dispersándose y desapareciendo bailarines y espectadores, tan deprisa, que en un momento quedó dueño de la plaza, casi desierta, un sacerdote alto, de figura imponente, cuyas negras vestiduras destacaba la luna sobre una tapia blanca.

Mientras el sacristán procuraba en vano ocultar con disimulo la guitarra, los viejos murmuradores se acercaron al señor cura, haciendo ceremoniosos saludos, y dijo el más locuaz:


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El Cirio Pascual

José Fernández Bremón


Cuento


I

La cerería de Pascual López era en 1763 una de las más acreditadas de Madrid: un portal grande conducía de frente al obrador, lleno de operarios de ambos sexos; maestras y oficialas doblaban, torcían los hilos y hacían las presillas de las mechas, que algunos aprendices untaban de cera para endurecerlas, colgándolas después en mazos o alrededor de los arillos; más allá, la cera, hirviendo en ollas de cobre para purificarse, caía en los braseros, y los oficiales, sacando el líquido en cazos puntiagudos, lo vertían a lo largo de las mechas, dándoles a pulso el peso y forma de velas, cirios o hachas; otros aprendices, descolgando esa obra aún imperfecta, la arropaban en camas hechas con sábanas y mantas, llevándola después a los tableros, en donde otros operarios la moldeaban, bruñían y acababan.

La tienda, al lado izquierdo del portal, comunicaba con el taller por una puertecilla, y no tenía más adornos que un ancho mostrador, cajones rotulados y una severa fila de hachas colgadas de escarpias en el fondo. Detrás del mostrador Juanita la cerera enseñaba al sonreír sus dientes blancos y los hoyuelos de sus mejillas sonrosadas, y revolvía su esbelto cuerpecito con los movimientos más estudiados y graciosos. Pascual López, su marido, la miraba de reojo, pálido como sus hachas y muy intranquilo cuando el comprador tenía trazas de galán.

—¡Una cruz para difuntos! —dijo una moza lugareña.

—¿Blanca o amarilla? —respondió la cerera.

—No me han dicho más.

—¿Era el muerto soltero, casado o viudo?

—Es mi señora: la madre de mi amo.

—Entonces le pondrán una cruz amarilla, pero si la quieren de soltera se cambiará por una blanca.

Y Juanita entregó a la moza una de esas cruces de cera que en aquel tiempo se colocaban en las manos de los muertos.

Los parroquianos entraban y salían, oyéndose estas o parecidas frases:


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La Charca

José Fernández Bremón


Cuento


I

El agua de la charca, caldeada por el sol, estaba deliciosa, y ranas y pececillos tomaban un baño de placer. Los caballitos del diablo patinaban sobre la superficie sin mojarse, y las avispas alargaban la trompa para beber, posando sus zancas en los guijarros de la orilla. Una vegetación verdosa formaba islas flotantes en aquella agua tranquila, rodeada de playas arenosas, de piedras en acantilado o de juncos y hierbajos. Era un mar en miniatura, cuyo espejo reflejaba el tronco y la copa de un peral, y los caprichosos dibujos de una zarzamora. Millares de insectos rebullían alegremente tomando el sol, sin obligaciones ni cuidados, o se refrescaban en la humedad y reposaban a la sombra de las hojas. Sólo las hormigas trabajaban a lo lejos, dirigidas por sus jefes, en correcta formación, y algunos gusanillos se divertían en verlas desfilar como nuestros muchachos cuando pasa un regimiento.

Era la hora de más calor de un día canicular, y se apeaban de los perros, cabras y otros animales que pasaban a lo largo toda clase de insectos, cuando de la panza de un gato que se estaba lamiendo al sol saltaron a la arena cuatro pulgas, una de ellas jamona y bien cuidada, y las otras pequeñas y deslucidas, pero retozonas y traviesas.

—¡Quietas, niñas! —decía la mamá—: no deis esos brincos, que vais a extraviaros; considerad que sois tres señoritas y que os observan los que veranean en la playa. Van a creer que os habéis criado al aire libre, cuando sólo os he dejado asomaros a la naricita del gato.

Pero las pulguitas, en vez de seguir consejos tan prudentes, daban saltos prodigiosos, asombradas de su elasticidad y ligereza, no reparando si caían en la cabeza de un gorgojo o en el duro coselete de algún escarabajo.

—¿Son de usted esas negritas que están dando tanto escándalo? —dijo un ciempiés a la pulga gordinflona.

—Se han criado conmigo por lo menos.


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La Vista de los Ciegos

José Fernández Bremón


Cuento


En una habitación casi desamueblada, dos pordioseros de edad madura y ambos ciegos comían unas tajadas de bacalao y un pan grande, partido en dos pedazos desiguales. Aunque no necesitaban luz para cenar, la de un farol de gas, penetrando por una claraboya, hubiera permitido ver a otro cualquiera dos camas raquíticas tendidas en el suelo; la una compuesta de colchón, manta y almohada, y la otra sencilla, de un triste jergón: una guitarra colgada de un clavo y seis robustos báculos al lado de la cama principal, y el desamparo de la otra: el diferente tamaño y aun calidad de las raciones que engullían dejaban comprender que si a primera vista parecía reinar allí la igualdad de la miseria, la actitud altiva y humilde de uno y otro ciego demostraba que eran dos pobres de distinta posición.

Golpearon a la puerta y dijo el ciego que comía el bacalao con más espinas:

—¿Abro, mi amo?

—¿Abrir, dices? ¿Acaso tienes la llave? ¿Sabes quién llama y a qué viene?

—Los golpes redoblan.

—¡Calla!

—¡Tiburcio! ¡Tiburcio! —repetían desde fuera.

Sin duda Tiburcio conocía la voz, porque se dirigió a la puerta y dijo:

—¿Quién es?

—¿No conoces a tu amigo Roque?

—Oigo su voz; pero ¿vienes solo?

—Solo y muy solo; la nieve cubre el suelo y no me atrevo a ir hasta mi casa. ¿Quieres prestarme tu lazarillo? Pronto volverá, que vivo cerca.

Tiburcio se determinó a abrir a medias la puerta, dando paso a otro ciego que llevaba vihuela, báculo y zurrón.

—Entra —le dijo—, que hace frío.

—¿Para qué? —respondió Roque—. Me basta con que él salga.

—Entra, o cierro.

—Como quieras.

—¿No te sigue nadie, Roque?

Y Tiburcio, después de palpar a su amigo, sondeó el espacio con su palo, y cerró la puerta con llave.

—¡Cómo! ¿Cierras con llave y cerrojo?


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El Uso y la Academia

José Fernández Bremón


Cuento


I

Aquel día don Lesmes se había despertado académico de la Lengua; es decir, deseoso de lucir debajo de su barba la medalla, apto para definir en lo gramático y con ánimo de colocar en el Diccionario unos vocablos que le habían recomendado sus parientes.

Andaba al caer una vacante por estarse muriendo un académico y ser el médico de toda confianza.

La tardanza de muchos académicos en tomar posesión de su cargo le convenció de que la primera necesidad de un candidato era tener hecho el discurso. ¿Qué podía suceder? ¿No ser electo? El discurso sería aprovechable como folleto o para hacer una zarzuela.

Y tomando la pluma, se decidió a empezarlo, y escribió:

«Señores académicos: No sé cómo explicarme el honor de estar sentado en esta silla; si lo he solicitado, no es porque me creyera digno de ello, sino por tomar vuestras lecciones, oh maestros del idioma, y oír la dulce prosodia con que suenan en vuestros labios las palabras, que tejéis y destrenzáis en la oración correctamente, como figuras de una danza; y aun he de aprender cuando calláis, pues de tal modo encarno en vosotros las Gramática, que vuestros ojos, bocas, narices, gafas y bigotes me parecen signos ortográficos.

»Ahora, señores, cúmpleme enderezar un recuerdo al hombre ilustre que vengo a reemplazar.»

Aquí hubo de interrumpir su discurso para enterarse del estado del enfermo. El parte facultativo quitaba toda esperanza... al candidato; habían desaparecido la calentura y el peligro.


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