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fecha: 01-10-2018


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Fumando

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cosa más elegante que aquel fumoir no se ha visto. Auténticos muebles ingleses, de esos inconfundibles, con muelles de elasticidad misteriosa —¡oh, sólo Maple!— y forrados de un cuero bronceado, flexible y terso a la vez; paredes revestidas con viejos tapices persas, en que se funden armoniosos matices verdes y amarillos; vitrinas morunas de concha y nácar, donde se luce soberbia colección de boquillas, pipas, narguiles, bolsas de tabaco, petacas, pitilleras, fosforeras y tabaqueras. La colección está valuada en varios cientos de miles de pesetas, pero los inteligentes aseguran que muy por bajo de su verdadero valor, aun cuando sólo se calculen los esmaltes y las pedrerías que guarnecen muchos de los objetos que la componen.

El fumoir (llamémosle fumadero para no usar sino palabras castizas) tiene al frente una galería encristalada. En ella, grandes vasos de «china», fabricada en Sajonia en el siglo XVIII, encierran plantas, cuyas hojas recortadas, de un verde de raso liso, decoran el recinto con una nota de naturaleza fina, alegre, mejorada por la mano del hombre. Dentro de esta galería o cierre, los privilegiados amigos del dueño de la casa se sientan a fumar, mientras a sus pies rueda el torrente de la capital populosa. Porque la casa —pudiera decirse palacio— de aquel niño mimado de la suerte está situada en la calle más céntrica, y los amigos, saboreando los lentos goces de la pereza, conocedores de las almas que animan los cuerpos de las mujeres a quienes ven pasar reclinadas en sus coches, comentan la historia de aquellas almas con indulgencias y tolerancias de escépticos amables y gastados.


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Dominio público
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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Desaparecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En aquella calle popular, transitada, llena de tiendas y próxima al mercado, la greguería de la Nochebuena era formidable hasta el amanecer. La familia Sampedro, que iba a sentarse a cenar, cerró las maderas, por no oír el rasgueo de las guitarras, los canticios de los beodos, el estridor de las trompas, el repique de las panderetas. Cuando la gente está contristada, el alborozo ajeno parece que aumenta el pesar.

La familia Sampedro no vestía luto; era algo peor: el peso de un misterio, de una trágica incertidumbre. El hijo menor, Solano, llevaba más de año y medio sin aparecer, aunque se le buscaba incesantemente. Ciertos amoríos con una «pícara» chalequera de profesión —¡o vaya usted a saber!—, determinaron severidades del padre, honrado industrial, dueño de un importante establecimiento de ferretería; vino la tirantez, el rompimiento y, por último, la desaparición del muchacho.

Abrumada por mortal pesadumbre, suponía la madre que su hijo, al dar el «cabezazo», se había ido a la guerra, tragadora de gente; a las trincheras, en que el hombre se esfuma. Todos los incidentes y pormenores de tal hipótesis los repasaba constantemente en su imaginación doña Mercedes Sampedro. Veía a su hijo tendido, desangrándose; le veía en el hospital, agonizando, amputado, asistido por una mujer de blancas ropas y roja cruz; le veía en la fosa, descompuesto, olvidado bajo la tierra helada. La menos terrible de sus visiones era el hijo hambriento, calado, enfangado, ardiendo en calentura, temblando de fiebre, sordo del estrépito del cañón, loco, aullando...


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Dominio público
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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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