Textos por orden alfabético inverso publicados el 3 de octubre de 2018

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fecha: 03-10-2018


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Los Cirineos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella cuitada de Romana Meléndez, tan mona, en lo mejor de la edad, los veinticinco; unida por su familia, sin previa consulta del gusto, al vejete socio de su padre, a don Laureano Calleja, pasó dos años medio secuestrada, recluida en su casa de Madrid, grande, cómoda, hasta lujosa, pero que trasudaba por las paredes murria y aburrimiento. El viejo marido, observando la perpetua melancolía de su esposa, a su vez se mostraba hosco y gruñón; los criados desempeñaban sus quehaceres de mal talante, recelosos; nunca llamaba a la puerta una visita; nunca se le ofrecía a Romana ningún honesto esparcimiento: a misa los domingos y fiestas de guardar; a «dar una vuelta» por Recoletos cuando hacía bueno, y el resto del tiempo sepultada en su butaca, peleándose con una eterna labor de gancho, una colcha, que no se acababa porque a la labrandera no le interesaba que se acabase, y en lugar de mover los dedos, dejaba el hilo y las tiras sobre el regazo y se entregaba a una de esas meditaciones sin objeto, fatigosas como caminar sobre guijarros, entre polvo.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los Cinco Sentidos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El nieto y heredero de aquel poderoso multimillonario John Dorcksetter salió diferentísimo de su abuelo y hasta de su padre. Había sido John un atleta, una especie de cíclope, que, en vez de forjar hierro, forjaba millones con sus brazos, vultuosos bíceps y su manaza de gruesas venas negruzcas y pulpejos callosos. Atento sólo a la faena incesante, no quiso John distraerse ni aun en pegar un mordisco de través a la colosal fortuna que amontonaba. Ningún goce, ningún lujo se permitió. Tostadas de pan moreno con salada manteca, cerveza amarga y fuerte, le mantenían. Sus muebles eran sólidos, feos y sencillos. Su esposa vestía de alpaca y revisaba las provisiones. El oro envolvía a John; pero John no necesitaba del oro, y lo ganaba únicamente por el viril placer de desarrollar la energía de ganarlo.

Marck, el hijo, sin desatender completamente los negocios, gastó un boato fastuoso y principesco. No se arruinó, porque eso no entraba en sus principios; se limitó a derrochar, como derrochan todos sus congéneres: yates, coches (no existían automóviles aún), caballos, palacios, quintas, festines, viajes con séquito, adquisición de obras de arte más o menos auténticas, fundaciones benéficas e instructivas más o menos útiles; entre ellas, la de la fuente continua de agua de la Florida, donde se perfumaban gratuitamente los moradores de Kentápolis, ciudad dominada por la opulencia de la dinastía Dorcksetter.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Las Cerezas Rojas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Junio había extendido por el campo todavía juvenil su sonrisa de oro trigueño, y el campo se esponjaba bajo el halago de un calor aún dulce. Los senderos estaban abigarrados de mariposas locas, que se posaban en las zarzas y después remontaban el vuelo para zarabandear en el aire, mezclando sus cuerpos de vivientes flores. Los árboles parecían gozosos de vivir, cuajando su fruta con gallarda abundancia. En los cerezos no sólo había cuajado, sino que rojeaba con brillanteces de pulido coral, y los mirlos silbaban en las últimas ramas, burlonamente, riéndose de quien pretendiese estorbarles el disfrute de aquellos granos rellenos de almíbar un poco agrio...

Un cerezo magnífico vi rebosar de la tapia de un huerto. Por señas, que el tal huerto parecía abandonado. Debía de hacer mucho tiempo que sus frutales no conocían la poda ni su campo era removido por la azada, que orea los terrones y los liberta de hierbas nocivas. En la vegetación, como en la humanidad, la incultura tiene su poesía, tiene su belleza. Las enredaderas descolgándose del muro; las parietarias revistiéndolo de felpa y follaje caprichoso; las altas agrostis tendiendo su nubecilla, su misterioso asfumino vegetal; la misma zarza de rosados ramilletes..., ofrecen un aspecto graciosamente libre, encantador. Mi sorpresa ante el vergel lleno de antiguos árboles y tan descuidado se aumentó al ver, dando la vuelta a las tapias, que la casa de la cual el huerto parecía depender estaba cerrada, empezando a hundirse su tejado y a soltarse sus ventanas de los goznes. El edificio sufría esa degradación de los sitios donde no entra aire, donde la humedad y el polvo acumulado cumplen su faena destructora. Era inminente el momento en que el techo se caería, dejando cuatro ruinosas paredes, asilo de alimañas...


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Las Armas del Arcángel

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Viendo desde el alto Empíreo cómo la iniquidad crecía sobre la tierra, el arcángel San Miguel se quemaba, literalmente, de indignación: su cuerpo era una brasa, su cabellera rubia un sol irritado.

—Señor —suplicó—, permíteme combatir la iniquidad.

Entre nubes de ópalo apareció la amorosa faz de Cristo, y su sonrisa irradió como cifra de la bondad suprema.

—Ve —respondió— sin armas.

¿Desarmado? El batallador no comprendía. Las armas eran su orgullo, su pasión. Y meditando en la extraña orden recibida, se lanzó hacia otras regiones del cielo. Un hombre demacrado, vestido de sayal, se cruzó con él. Miguel le detuvo.

—¿Qué piensas de esta orden, hermano Francisco? La medida se ha colmado, el vaso de la ira rebosa; yo siento arder mi sangre; conviene que descienda a cumplir mi antigua misión de exterminio. ¿Cómo la cumplo desarmado? Sin duda ésta es una prueba a que me someten; esto encierra un arcano, y quisiera saber...

Francisco no sacó las manos de las mangas, ni alzó la cabeza sumida en la penumbra de la capucha. Con su hermosa voz musical, limpia y vibrante, de trovador, murmuró:

—Ve desnudo.

Y siguió su camino, sin añadir otra palabra.

Miguel quedó en mayor confusión. Como nadie ignora, el Arcángel, general de las milicias celestes, es un modelo de elegancia guerrera. Con las ricas piezas de su cincelada armadura hacen juego las sedas joyantes de sus túnicas, los brocados de sus mantos, las flotantes garzotas y rizados plumajes de sus cimeras, los broches áureos de sus botines. ¿Desnudo? Eso es bueno para Francisco, el del remendado sayo ceniciento, vestidura de siervo y de mendicante. El radioso Arcángel, el caballeresco paladín de la ardiente espada, ¿qué aventuras puede acometer sin armas y sin galanos arreos?

Y el Arcángel volvió ante el Trono y exoró a Cristo nuevamente.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Cordonera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todos la recuerdan, porque vivió muchos, muchos años, y tres generaciones la han visto envejecer lentamente, en su tienda angosta, entre rollos de estambre, piezas de pasamanería, rechamantes galones de oro y plata para casullas, y sartas de almas de bellotas, de madera torneada, que, colgadas de clavos, producían, al entrechocarse, un castañetear de huesecillos de muertos.

Se le conocía perfectamente que debía de haber sido muy hermosa... ¿Cuándo? Aquí empezaban las vaguedades y hasta las contradicciones de una historia que nadie sabía bien, porque nunca se cuidó nadie de averiguarla con puntualidad.

¿Contaría setenta, setenta y seis, ochenta, la mujer que, invariablemente, a la misma hora de la mañana, abría su establecimiento, se sentaba, muy alisado ya el pelo gris, detrás del mostrador, y esgrimiendo unas agujas relucientes por el uso, poníase a hacer media, interrumpiendo su labor si entraba un cliente, con resignación monótona y forzada?

No se podía fijar edad estrictamente a un rostro que había conservado su regularidad escultural, y a un cuerpo todavía derecho, todavía con curvas ricas y nobles. La ancianidad no es cosa que se oculte; pero, sin duda, hay personas que la disimulan, no con afeites ni retoques, sino por benignidad especial de la naturaleza, hasta muy tarde.

Mujeres existen que ya a los sesenta parecen agobiadas por la decrepitud. La cordonera, si tenía los cuatro duros, los llevaba tan bien, que al teñir sus mejillas de rosa cualquier emoción —el enojo del regateo de una mercancía, por ejemplo— semejaba, de golpe, rejuvenecida.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Confianza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que más encargaba Berándiz el joyero a sus dependientes era que no se fiasen de las señoras guapas y muy bien vestidas, que además vienen en coche y hablan con desdén olímpico de las sumas que puede costar una alhaja.

—El que regatea es que piensa pagar... Cuando no conozcan ustedes a la gente, mucho cuidado... Las apariencias engañan.

Pero estas sabias advertencias (como todas las que se dirigen a subalternos) eran machacar en hierro frío. Especialmente perdía el tiempo el señor Berándiz (hombre de suma experiencia y que, bajo la capa de una afabilidad grave con las clientes, ocultaba la astucia del judío más cebado en la ganancia) al dirigirlas a Avelino Cordero, el guapín a quien, atraídas por su sonrisa halagadora, se dirigían por instinto las damas.

El caso es que el sistema de Cordero —Berándiz lo reconocía en sus adentros— no carecía de habilidad comercial. Aquel demontre de chico, con su labia melosa y su derretimiento extático ante todas las mujeres que pisaban la joyería, las embaucaba, especialmente si pertenecían a la clase equívoca, que se adorna con brillantes y perlas, más que las madres de familia honradas. Avelino sabía matizar su adoración: con las grandes señoras era religiosa, apasionada con las semimundanas, y, en cambio, se mostraba familiar y casi insolente con las que no ocultaban su profesión y sus hábitos. No había manera de rebajarle nada del precio a aquel chico tan insinuante, que tenía cara fina, de grabado inglés; pelo rubio bien atusado, talle elegante, manos largas y pulidas, que con tal amorosa delicadeza abrochaban los brazaletes y enganchaban los pendientes, acariciando, como el ala de una mariposa, el lóbulo de la oreja femenil, encendido de placer.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Clave

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Calixto Silva se enteró —al regresar de un viaje que había durado cuatro meses—, de que su tío y tutor, aquel excelente don Juan Nepomuceno, a quien debía educación, carrera, la conservación y aumento de su patrimonio y el más solícito cuidado de su salud, iba a casarse..., ¿y con quién?, con la propia Tolina Cortés..., la casquivana que de modo tan terco había tratado de atraerle a él, Calixto, mediante coqueterías, artimañas y diabluras, cuyo efecto fue contraproducente, pero cuyo recuerdo, ante la noticia, le causaba una impresión de temor y repugnancia.

Su tío no le consultaba, y no parecía dispuesto a escuchar observación ninguna respecto al asunto de la boda. Calixto tuvo, pues, que resignarse; su única protesta fue expresar el deseo de marcharse a vivir solo: pero en eso no estaba don Juan conforme.

—¡No faltaba otro dolor de muelas! Tú no eres mi sobrino, que eres mi hijo; si llegan a nacerme, no los querré más que a ti. La niña —así llamaba don Juan a su futura— se hará cuenta de que soy un viudo que tiene un chico. Se acabó... Mientras no te cases tú también, todo sigue como antes.

Asistió Calixto a la ceremonia nupcial, estremeciéndose interiormente de rabia al mirar la tersa guirnalda de azahares que, bajo la nube de tul del velo, coronaba la frente audaz de la diabólica criatura. ¿Cómo se las habría compuesto la serpezuela para anillarse al corazón del honrado viejo? ¿Qué arterías, qué travesuras, qué sortilegios usaría? ¡Sin duda, aquellos mismos que Calixto evocaba mientras el órgano emitía su vibrante raudal de sonidos plenos y graves, y en el altar, una grácil figura, envuelta en blancas sedas que la prolongaban místicamente, articulaba un «sí» apagado, un «sí» blanco también!


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Charca

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Este baile del Real, que de otro modo sería uno de tantos, vulgar como todos, asciende a memorable por lo que aún se discute si fue ilusión de fantasías acaloradas por libaciones, alucinación singular de los ojos, broma lúgubre de algún desocupado malicioso o farsa amañada por los concurrentes —aun cuando esto último parece lo más inverosímil, por la imposibilidad de que se pusiesen de acuerdo tantas personas extrañas las unas a las otras para referir un enredo sin pies ni cabeza.

Lo que afirmaron haber visto, visto por sus ojos, no duró más que, según unos, media hora, y, según otros, veinte minutos. Empezó a las tres en punto, y cesó cuando hubo sonado la media.

A tal hora, si bien es la más animada de locuras, hállase ya cansado el cuerpo, turbia la vista, no quedando en el salón los que van «a dar una vuelta», sino sólo los verdaderos aficionados incorregibles. No obstante, redobló de pronto el lanzamiento de serpentinas y cordones y gasas de colorines que envolvía las barandillas de los palcos y tapizaba el suelo; y al caer las tres campanadas llamó algo la atención el ingreso, en dos palcos antes vacíos, de un grupo de máscaras. Las damas lucían dominós de gro y moaré, con encajes, y la capucha que cubría su cabeza era de anticuada forma; los caballeros también vestían capuchones negros, de rico raso, con lazos de colores en los hombros. Los pliegues de los disfraces caían lánguidos sobre los cuerpos de los enmascarados, como si estuviesen colgados de una percha. Se diría que flotaban, que no cubrían bulto alguno.

Los que lo notaron observaron también que las enguantadas manos de las máscaras, apoyadas en el reborde del palco, bailaban en los guantes de cabritilla, blancos y color paja, tan cortos que no pasaban de la muñeca. Hubo quien afirmó que, donde cesaba el guante, en lugar del brazo redondo o fuerte, sólo se veía un hueso color de marfil, un hueso mondo y lirondo.


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La Centenaria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Aquí —me dijo mi primo, señalándome una casucha desmantelada al borde de la carretera— vive una mujer que ha cumplido el pasado otoño cien años de edad. ¿Quieres entrar y verla?

Me presté al capricho obsequioso de mi pariente y huésped, en cuya quinta estaba pasando unos días muy agradables, y, aunque ningún interés especial tenía para mí la vista de una vejezuela, casi de una momia desecada que ni cuenta daría de sí, aparenté por buena crianza que me agradaba infinito tener ocasión de comprobar ocularmente un caso notable de longevidad humana.

Entramos en la casucha, que tenía un balcón de madera enramado de vid, y detrás un huerto, donde se criaban berzas y patatas a la sombra de retorcidos y añosos frutales. Dijérase que allí todo había envejecido al compás de la dueña, y la decrepitud, como un contagio, se extendía desde los nudosos sarmientos de la cepa hasta las sillas apolilladas y bancos denegridos que amueblaban la cocina baja, primera habitación de la casa donde penetramos.

Estaba vacía. Mi primo, familiarizado con el local, llamó a gritos:

—¡Teresa, madama Teresa!

Al oír madama, la aventura empezó a interesarme. ¿Era posible que fuese francesa la centenaria que vegetaba allí, en un rincón de las mariñas marinedinas? ¿Francesa? ¡Extraña cosa!

Una voz lejana respondió desde el huerto:

—Aquí estoy...

El acento era extranjero; no cabía duda. Antes de pasar, interrogué. Me contestó una de esas sonrisas que prometen mucho, una sonrisa que era necesario traducir así: «¿Pensabas que iba a enseñarte algo vulgar?»


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La Careta Rosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era aquel un matrimonio dichosísimo. Las circunstancias habían reunido en él elementos de ventura y de esta satisfacción que da la posición bien sentada y el porvenir asegurado. Se agradaban lo suficiente para que sus horas conyugales fuesen de amor sabroso y sazón de azúcar, como fruto otoñal. Se entendían en todo lo que han menester entenderse los esposos, y sobre cosas y personas solían estar conformes, quitándose a veces la palabra para expresar un mismo juicio. Ella llevaba su casa con acierto y gusto, y el amor propio de él no tenía nunca que resentirse de un roce mortificante: todo alrededor suyo era grato, halagador y honroso. Y la gente les envidiaba, con envidia sana, que es la que reconoce los méritos, y, al hacerlo, reconoce también el derecho a la felicidad.

Años hacía que disfrutaban de ella, y la había completado una niña, rubio angelote al principio, hoy espigada colegiada, viva y cariñosa, nuevo encanto del hogar cuando venía a alborotarlo con sus monerías y caprichos. Con la enseñanza del colegio y todo, Jacinta, la pequeña, no estaba muy bien educada, y tal vez hubiese sido menos simpática si lo estuviese. Corría toda la casa de punta a cabo, se metía en la cocina, torneaba zanahorias, cogía el plumero y limpiaba muebles, y en el jardinillo del hotel hacía herejías con los arbustos, a pretexto de podarlos, según lo practicaban las monjas. Su delicia era revolver en los armarios de su madre. Lo malo era que algunos estaban cerrados siempre.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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