Este baile del Real, que de otro modo sería uno de tantos, vulgar
como todos, asciende a memorable por lo que aún se discute si fue
ilusión de fantasías acaloradas por libaciones, alucinación singular de
los ojos, broma lúgubre de algún desocupado malicioso o farsa amañada
por los concurrentes —aun cuando esto último parece lo más inverosímil,
por la imposibilidad de que se pusiesen de acuerdo tantas personas
extrañas las unas a las otras para referir un enredo sin pies ni cabeza.
Lo que afirmaron haber visto, visto por sus ojos, no duró más que,
según unos, media hora, y, según otros, veinte minutos. Empezó a las
tres en punto, y cesó cuando hubo sonado la media.
A tal hora, si bien es la más animada de locuras, hállase ya cansado
el cuerpo, turbia la vista, no quedando en el salón los que van «a dar
una vuelta», sino sólo los verdaderos aficionados incorregibles. No
obstante, redobló de pronto el lanzamiento de serpentinas y cordones y
gasas de colorines que envolvía las barandillas de los palcos y tapizaba
el suelo; y al caer las tres campanadas llamó algo la atención el
ingreso, en dos palcos antes vacíos, de un grupo de máscaras. Las damas
lucían dominós de gro y moaré, con encajes, y la capucha que cubría su
cabeza era de anticuada forma; los caballeros también vestían capuchones
negros, de rico raso, con lazos de colores en los hombros. Los pliegues
de los disfraces caían lánguidos sobre los cuerpos de los enmascarados,
como si estuviesen colgados de una percha. Se diría que flotaban, que
no cubrían bulto alguno.
Los que lo notaron observaron también que las enguantadas manos de
las máscaras, apoyadas en el reborde del palco, bailaban en los guantes
de cabritilla, blancos y color paja, tan cortos que no pasaban de la
muñeca. Hubo quien afirmó que, donde cesaba el guante, en lugar del
brazo redondo o fuerte, sólo se veía un hueso color de marfil, un hueso
mondo y lirondo.
Leer / Descargar texto 'La Charca'