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fecha: 04-07-2021 contiene: 'u'


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El Aglutinante de los Matrimonios

José María de Acosta


Cuento


I

Saloncito confortable y lujoso.

Rafael (treinta años, mediana estatura, cuerpo fornido, rostro afeitado por completo, mirada imperiosa y labios generalmente plegados en un gesto desdeñoso) fuma un pitillo para matar el tiempo y ve distraídamente cómo se elevan las espirales del humo.

Juanita, su mujer (veintiséis años, alta, delgada, arrogante, con las facciones correctas y agraciadas y el semblante un poco pálido), contempla melancólicamente y en silencio a su marido.

El, poniéndose en pie, incapaz de soportar más tiempo el aburrimiento, rompió el pesado silencio exclamando:

—¡Me voy!

—¿Ya?

—Ya!

—¿No comes conmigo?

—No; me es imposible. Comeré en el Círculo con Raimundo Herrero; quedamos ayer citados para tratar de un asunto importante, y durante la comida hemos de hablar.

—Bien—pronunció ella resignadamente.

—No me esperes; volveré tarde, y me contraría encontrarte aún levantada esperándome... Parece como si hicieras centinela para espiar la hora a que regreso.

—Ya ves; yo creía que te sería agradable: por eso lo hacía, no por lo que malignamente supones. Y también porque el sueño huye de mis párpados sabiendo que no te encuentras en casa.

—Ñoñerías—dijo él con impaciencia.

—Bien, descuida; si te molesta, no te esperaré más.

Y Juanita, no pudiendo reprimir más tiempo las lágrimas, comenzó a llorar en silencio.

—¡Eres insoportable con ese llanto continuo! Cuando una persona siente verdadero dolor no hace de él ostentación. Les grandes douleurs sont muelles.

—¿También te molesta que llore?

—¡También!


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15 págs. / 27 minutos / 47 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Infantilismos

José María de Acosta


Cuentos


Solución conciliadora

Apenas me vio entrar, mi sobrino Enriquito corrió a mi encuentro.

—¿Me traes la caja de soldados que me ofreciste?

—Se me ha olvidado, hermoso—dije, disculpándome.

—Entonces ya sabes que estamos disgustados. ¡Me has engañado!

—Pero, hombre, considera...

—Nada, nada, "tite"; desde ahora estamos disgustados.

—¡Y yo que venía a por ti para llevarte a tomar helado!

Enriquito quedó meditabundo. En su interior debían reñir un terrible combate, su resentimiento, de un lado, y el deseo de refrescar con un sorbete, a los cuales era muy aficionado, del otro.

Al fin triunfó su dignidad, herida con el incumplimiento de mi promesa, y con seriedad impropia de sus años, me dijo:

—No es posible, "tite"; estamos disgustados.

—¡Un soberbio helado de mantecado con muchos barquillos!

Nuevamente titubeó ante aquella espléndida promesa.

—Lo siento, pero no puede ser—contestó afirmándose heroicamente en su resolución.

—Podemos estar disgustados y, no obstante, venirte conmigo para que te convide a tomar helado.

—¿Cómo es eso?

—Pues siendo. Lo cortés no quita lo valiente. Puedes estar muy reñido conmigo y refrescar, sin embargo.

Guardó silencio. Pero al cabo debió temer que mi argumentación fuese una falacia, una celada tendida a su integridad de disgustado, porque manifestó:

—No; estando disgustados no puedo admitir un convite tuyo.

Ante una determinación tan firme y categórica, ya no insistí más; pero Enriquito, al cabo de unos momentos, en vista de mi silencio, propuso tímidamente, con plausible eclecticismo infantil:

—Mira, "tite", podemos hacer una cosa: yo no me disgustaré contigo hasta después que haya tomado el helado.

Un genio positivista

—Mamá, ¿adónde se encargan los niños?

—A una fábrica que hay en París, hija mía.


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3 págs. / 5 minutos / 68 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

El Niño Celoso

José María de Acosta


Cuento


I

Aunque Jaimín contaba cerca de quince años, escasamente representaba doce; tan desmedrado y canijo le tenía aquella dichosa dolencia, la epilepsia, que, como triste herencia de varias generaciones de neuropáticos y alcohólicos, recibiera al nacer. Y eso que los ataques epilépticos no eran de gran intensidad ni muy frecuentes, sino bastante espaciados.

Era hijo único, y doña Mariana, la madre, tenía puestos todos sus sentidos y todas sus ilusiones en aquella pobre flor de estufa. ¡Así estaba el chico de consentido y caprichoso! ¡Y así se había vuelto de raro y tozudo!


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Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

El Cabeza de Familia

José María de Acosta


Cuento


Eran dos únicos hermanos, huérfanos de un capitán del Ejército que murió al servicio de su patria, regando con su sangre generosa la cálida tierra africana.

Su madre, enamorada perdidamente de su esposo, sobrevivió poco a éste, y quedaron solos los huérfanos: el mayor, Enrique, de once años; la menor, Josefina, de ocho; sin más amparo que el de una de esas bienhechoras asociaciones para huérfanos de militares, ni más familia que algunos lejanos parientes que demostraban escaso interés por los infortunados niños.

La asociación los puso internos en los colegios que sostenía, enclavados en un pueblecito cercano a la villa del o?o y del madroño y unido a ella por una línea de tranvía. Allí, entretenidos con sus estudios y recreaciones, fué deslizándose, placentera y monótona, la vida para los huérfanos, sin más acontecimientos insólitos que algunas raras visitas de su tía Juana, prima segunda de su difunta madre y representante en Madrid de la familia; una señorona de muchos perendengues, que venía siempre muy aparatosamente emperejilada con abundancia de perifollos y fililíes; una jamona "muy solemne", a quien parecía que era preciso hablar en papel sellado. Tía Juana se dignaba ir de tarde en tarde a ver a los colegiales; llegaba siempre con el entrecejo arrugado y el hocico fruncido; les echaba grandes réspices por cualquier leve desafuero que le contasen las monjas que había cometido la pequeña o por la menor travesura infantil del chico, que era despierto y estudioso, pero la piel de Barrabás; permanecía poco tiempo, como a desgana y de compromiso, con los niños, y se marchaba con tan majestuoso aire como había arribado. Era natural que los muchachos no apeteciesen mucho estas visitas de su encumbrada deuda, que de tanta prosopopeya se revestía.


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Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

La Hueste

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro


(Un camino. A lo lejos, el verde y oloroso cementerio de una aldea. Es de noche y la luna naciente brilla entre los cipreses. Don Juan Manuel Montenegro, que vuelve borracho de la feria, cruza por el camino jinete en un potro que se muestra inquieto y no acostumbrado a la silla. El hidalgo, que se tambalea de borrén a borrén, le gobierno sin cordura, y tan pronto le castiga con la espuela como le recoge las riendas. Cuando el caballo se encabrita, luce una gran destreza y reniega como un condenado.)


EL CABALLERO.—¡Maldecido animal...! ¡Tiene todos los demonios en el cuerpo...! ¡Un rayo me parta y me confunda!

UNA VOZ.—¡No maldigas, pecador!

OTRA VOZ.—¡Tu alma es negra como un tizón del infierno, pecador!

OTRA VOZ.—¡Piensa en la hora de la muerte, pecador!

OTRA VOZ.—¡Siete diablos hierven aceite en una gran caldera para achicharrar tu cuerpo mortal, pecador!

EL CABALLERO.—¿Quién me habla? ¿Sois voces del otro mundo? ¿Sois almas en pena o sois hijos de...


(Un gran trueno retiembla en el aire, y el potro se encabrita con amenaza de desarzonar al jinete. Entre los maizales brillan las luces de la Santa Compaña. El caballero siente erizarse los cabellos de su frente, y disipados los vapores del mosto. Se oyen gemidos de agonía y herrumbroso son de cadenas que arrastran en la noche oscura las ánimas en pena que vienen al mundo para cumplir penitencias. La blanca procesión pasa como una niebla sobre los maizales.)


UNA VOZ.—¡Sigue con nosotros, pecador!

OTRA VOZ.—¡Toma un cirio encendido, pecador!

OTRA VOZ.—¡Alumbra el camino de la muerte, pecador!


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2 págs. / 4 minutos / 135 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

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