En general, los he probado todos,
los caminos felices de este mundo.
En general, los he encontrado buenos
para los que no pueden, como yo,
usar la misma cama mucho tiempo
y van de un lado a otro hasta que mueren.
—Sextina del trotamundos
Confesión
Hay una mujer en el estado de Nevada a quien mentí
una vez de forma continuada, consistente y descarada, durante un par de
horas más o menos. No pretendo disculparme ante ella. Lejos de mí esa
idea. Pero sí quisiera explicarme. Por desgracia, no conozco su nombre y
menos aún su dirección actual. Si sus ojos van a parar casualmente
sobre estas líneas, espero que me escriba.
Fue en Reno, Nevada, en el verano de 1892. Eran días de feria y la
ciudad estaba llena de sinvergüenzas y de fulleros, por no hablar de la
inmensa horda hambrienta de vagabundos. Fueron esos vagabundos
hambrientos los que convirtieron la ciudad en un lugar poco
hospitalario. Llamaron a las puertas traseras de los hogares de los
ciudadanos hasta que dejaron de abrirse.
Una mala ciudad para llenar la tripa, eso es lo que decían de Reno
los vagabundos por entonces. Recuerdo que me perdí más de una comida, a
pesar de que estaba tan dispuesto a buscarme la vida como cualquier otro
si se trataba de llamar a las puertas en busca de una limosna o de una
colación, o de pedir alguna moneda en la calle. Un día me vi tan apurado
que me escabullí del portero para invadir el vagón privado de un
millonario itinerante. El tren se puso en marcha en cuanto llegué a la
plataforma y me fui hacia el susodicho millonario con el portero
pisándome los talones. La carrera terminó en empate porque alcancé al
millonario al mismo tiempo que el portero me alcanzaba a mí. No tenía
tiempo para formalidades.
—Deme un cuarto para comer —balbucí.
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