Textos mejor valorados publicados el 7 de abril de 2019 | pág. 2

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fecha: 07-04-2019


12

¡Redención!...

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Todo fueron murmuraciones en los comienzos de su arribo á la población marinera.

¿Quién sería el desconocido, aquel buen mozo de treinta y cinco años que había comprado la finca de El Parral, instalándola con un fausto que no igualaban, ni con mucho, las de los ricachos en diez leguas á la redonda?

Dos meses anduvieron albañiles, carpinteros, tapiceros, fontaneros, pintores y marmolistas, limpiando, arreglando, decorando, higienizando la vivienda, hasta dejarla que no la reconocería su edificador.

Tocóles después á jardineros y hortelanos. Una gran estufa se construyó al fondo del jardín. De cristalería era con ventanales automáticos y juegos dobles de persianas. Á ella fueron llegando, como á congreso mundial de botánica, las más raras plantas de todos los países; las que en los trópicos arraigan, á temperatura de cuarenta y cinco y más grados, y las que brotan inmediatas á la región polar: las que se crían en húmedos y sombríos abismos y las que florecen en remontadas cimas.

Para cada una hubo en la estufa un conveniente lugar. Cámaras frigoríficas para las plantas que verdean entre la nieve; calefacción para las necesitadas de altas temperaturas; humedades fungosas para las precisadas de ellas; atmósferas enrarecidas para las hijas de las cumbres. Cada zona de aquel muestrario aparecía sabia y totalmente apartada de la otra; pero todas juntas se mostraban de golpe á la admiración del curioso por cristales de tan pura diafanidad, que era menester tactearlos si no quería confundírselos con las transparencias del aire.


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Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Infanticida

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Los Méndez—Urda componen ejemplar familia. De modelo sirven a los buenos vecinos y aun a los malos, que doña Torcuata, la del ocho, madre de la picos pardos Juanita, dice, cuando ve por su frente al hijo mayor de los Urda:

—Como éste quisiéralo para mi niña y no el granujón de Melquiades que, sobre mantenerse con las ganancias de ella, me la pone a parir en cuanto se le enciende el humor.

El jefe de los Méndez—Urda es alto funcionario, ya retirado del oficinesco trajín, con buena cesantía, una sarta de cruces y su miaja de cupón a cortar. Nadie le gana en puntos de honra y en no sufrir mácula en la suya y en las ajenas. Respetos sociales, deberes religiosos, leyes humanas y divinas, tienen en D. Antonio fiel custodio e inquebrantable paladín. Antes pasará por rueda de tortura o por corbatín de garrote que por acción contraria a las costumbres, usos, prejuicios y ortodoxias en que sus padres le educaron.

Ha por compañera de tálamo a una cincuentona señora, casi ciega de ojos y ciega, sin casi, de intelecto. Reparte ella sus días, por mitad, entre la casera obligación y los deberes que, muy a su gusto le imponen, misas, rogativas, confesorio y novenas. En los quehaceres de la casa ayudan a doña Bibiana tres criados; en los de su beatería, el confesor, Dios y una ristra de santos que vuelven Congreso celestial la alcoba de la vieja. Teníalos antes en un gabinetito a la alcoba contiguo. Al cumplir los cincuenta, en la alcoba instaló a sus imágenes, segura de no molestarlas ni ofenderlas con su próxima vecindad.

Frutos hubo este matrimonio en número de cinco: tres varones y dos mujeres.

El mayor de aquellos entró, casi niño aún, a hacer méritos en la oficina de su padre.


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Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Página Rota

Joaquín Dicenta


Cuento


I

El poeta vivía retirado en un barrio extremo de Madrid. Más que ciudadana, era campesina su vivienda —entre hotel y casa de campo—, limitada por tierras en labranza y embellecida por un jardín y un huerto.

Certamen celebraban en el jardín las flores durante la primaveral estación, volviéndolo paleta, donde lucían los rosales su espléndida gama que va, por entre perfumes, desde el blanco al bermejo; los claveles, sus amarillos y sus grana; los pensamientos, sus caritas de gnomo; los lirios y violetas, sus obispales vestiduras; los jazmines, su nácar; los nardos, su marfil. Los girasoles esplendían sobre el espacio como soles minúsculos; como astros brillaban en el cielo verde de los macizos margaritas y tréboles. Los ramos de acacias y de lilas volvíanse airones al suave empuje de los céfiros. La atmósfera, hecha incienso por los alientos vegetales, ascendía, en moléculas irisadas, al encuentro del sol.

Desde el mayo al septiembre, desbordaban en frutos los árboles y las plantaciones del huerto.

Los tomates coqueteaban entre las rejas del cañizo; los pimientos campanilleaban sobre el esmalte de los tallos como caireles de coral; entre hojas berilianas se erguían las fresas, tal que sueltos rubís. A este lado descubría el calabazal sus anchos panes de oro; al otro desflecábase la escarola en rizos o se abría la lechuga en penachos.

Los frutales enrejaban sus ramas, para ofrecer a los pájaros nido. Por ellas descolgaban los albaricoques pecosos, las ciruelas amoratadas, los agridulces nísperos, las guindas carmesí, los higos goteantes de miel. Naranjos enanos embalsamaban el ambiente con los perfumes de su azahar. Un pino solitario derramaba sobre su viudez lágrimas de resina.


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Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Las Esmeraldas

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Tres salones del palacio ducal apenas bastaban al acomodo de la «canastilla» y de los regalos con que obsequiaron a la novia sus parientes y amigos. Entre los regalos sobresalía un aderezo de esmeraldas, ofrenda del duque de Neblijar, futuro esposo de Leonor Pérez de Carmona.

Engarzaban las piedras en la más pura filigrana que pulieron árabes y judíos.

Uníanse unos engarces a otros por cadenillas microscópicas, y era cada engarce un prodigio de calados y geométricas figuras. Las esmeraldas, limpias, carnosas, relucían como ojos de mujer. Rodeando la almohadilla del estuchón, aforrado en gamuza, relampagueaba un collar. Sus piedras, a partir de una esplendorosa, que descolgaba solitaria, disminuían, parejamente, hasta rematar en dos triangulares que formaban el broche.

Sobre el cojín, rodeado por el collar, triunfaba una diadema, en cuya fábrica el metal se iba sutilizando para volverse espuma; entre ella flotaba una esmeralda de ígneas transparencias, iguales a las de las olas al romper. En los ángulos del estuche se retorcían cuatro serpientes de oro; dos piedras llameaban en cada cual de las achatadas cabezas, remedando los ojos del reptil.

Galas últimas del joyero eran las arracadas; tallólas el artífice en disposición de caireles, para que, al rozar los cuellos femeninos, los cosquillearan con lascivos arpegios, tal que si fueran deditos prismáticos de gnomo.

De generación en generación se transmitían aquel aderezo los Neblijar. Luciéronlo sobre su piel las hembras de la estirpe, sin que ninguna osara cambiar los engarces y disposición de las piedras. Por mucho entró en sus respetos el orgullo. Acrecía, con la antigüedad, el mérito y valor de la alhaja; amén de esto, con ella se atestiguaba y se revivía la hazaña por que vino a poder de los duques.

*


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Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Sochantre de mi Pueblo

Ginés Alberola


Novela


I

Limpia como los chorros del agua y madrugadora como las alondras del campo, Isabel, de antiguo había puesto singular empeño en que la escuela regentada por su padre apareciese a diario, desde el amanecer, con el bruñido brillo que los almireces, velones, calderas, sartenes, perolas, ollas, platos, aparecían colocados por los testeros de la cocina y sobre el pretil de la chimenea, en la parte de casa reservada a la familia.

La escuela, como el hospital, como la cárcel, como el cementerio, como todos los establecimientos públicos por las regiones meridionales, carece en absoluto no ya de esplendor, sino hasta de condiciones higiénicas. Se cuidan más los ediles, con su alcalde a la cabeza, en las horas del reparto territorial de favorecer los intereses propios que los del amigo; y mas los intereses del amigo que los del pueblo. Se atiende allí con mayor solicitud a los gastos de cualquier fiesta religiosa que a los gastos de cualquier mejora pública.

Pocos espectáculos tan tristes como los ofrecidos por los ayuntamientos de los pueblos, aun en sus mis solemnes sesiones. No se discute allí por el bien común, sino por el medro y la granjería particular. No libran los ediles unos con otros altas polémicas que tengan por fin mejorar el estado de una población más o menos populosa, pero al fin y al cabo de una población entera, se pelean como lobeznos hambrientos por repartirse el botín municipal. Los nombramientos de este alguacil, de aquel sereno, de tal escribiente, de cual sepulturero, interesan más, mucho más que el medio y manera de allegar recursos para cosa tan innecesaria, a su juicio, como un establecimiento de educación intelectual.


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Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Un Poco de Crematística

Juan Valera


Ensayo


I

Cuando Virgilio, inspirado por los antiguos versos de la Sibila, por la esperanza general entre todas las gentes de que había de venir un Salvador, y tal vez por alguna noticia que tuvo de los profetas hebreos, vaticinó con más o menos vaguedad, en su famosa égloga IV, la redención del mundo, todavía le pareció que esta redención no había de ser instantánea, por muy milagrosa que fuese, y así es que dijo: suberunt priscæ vestigia fraudis: quedarán no pocos restos de las pasadas tunanterías y miserias.

Si esto pudo decir el Cisne de Mantua, tratándose de un milagro tan grande, de un caso sobrenatural que lo renovaba todo y que todo lo purificaba, ¿qué extraño es que después de una revolución, al cabo hecha por hombres, y no por hombres de otra casta que la nuestra, sino por hombres de aquí, educados entre nosotros, haya aún no poco que censurar y no poco de que lamentarse? Pues qué, ¿pudo nadie creer con seriedad que la revolución iba en un momento a hacer que desapareciesen todos nuestros males, todos los vicios y los abusos que la produjeron? La revolución podrá, a la larga, si es que logra afirmarse, corregir muchos de estos males, vicios y abusos; pero en el día es inevitable que aparezcan aún. Aparecerían, aunque los que combatieron en Alcolea en pro de la revolución hubieran sido unos ángeles del cielo, de lo cual ni ellos presumen, ni nadie les presta el carácter, la condición y la virtud sobrehumana.


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Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

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