Capítulo 1. La llegada
Cuando se bajó en
la estación del Norte, harto molido, a pesar de haber pasado la
noche en wagon—lit, Gastón de Landrey llamó a un mozo, como pudiera
hacer el más burgués de los viajeros, y le confió su maleta de
mano, su estuche, sus mantas y el talón de su equipaje. ¡Qué
remedio, si de esta vez no traía ayuda de cámara! Otra
mortificación no pequeña que el tener que subirse a un coche de
punto, dándole las señas: Ferraz, 20… Siempre, al volver de París,
le había esperado, reluciente de limpieza, la fina berlinilla
propia, en la cual se recostaba sin hablar palabra, porque ya sabía
el cochero que a tal hora el señorito sólo a casa podía ir, para
lavarse, desayunarse y acostarse hasta las seis de la tarde lo
menos…
En fin, ¡qué remedio! Hay que tomar el tiempo como viene, y el
tiempo venía para Gastón muy calamitoso. Mientras el simón, con
desapacible retemblido de vidrios, daba la breve carrera, Gastón
pensaba en mil cosas nada gratas ni alegres. El cansancio físico
luchaba con la zozobra y la preocupación, mitigándolas. Sólo
después de refugiado en su linda garçonnière; sólo después de hacer
chorrear sobre las espaldas la enorme esponja siria, de mudarse de
ropa interior y de sorber el par de huevos pasados y la taza de té
ruso que le presentó Telma, su única sirviente actual, excelente
mujer que le había conocido tamaño; sólo en el momento,
generalmente tan sabroso, de estirarse entre blancas sábanas
después de un largo viaje, decidiose Gastón a mirar cara a cara el
presente y el porvenir.
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