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Tío Terrones

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el pueblo de Montonera, por espacio de dos meses, no se habló sino del ejemplar castigo de Petronila, la hija del tío Crispín Terrones. Al saber el desliz de la muchacha, su padre había empezado por aplicarle una tremenda paliza con la vara de taray —la de apalear la capa por miedo a la polilla—, hecho lo cual, la maldijo solemnemente, como quien exorcisa a un energúmeno y, al fin, después de entregarle un mezquino hatillo y treinta reales, la sacó fuera de la casa, fulminando en alta voz esta sentencia:

—Vete a donde quieras, que mi puerta no has de atravesarla más en tu vida.

Petronila, silenciosamente, bajó la cabeza y se dirigió al mesón, donde pasó aquella primera noche; al día siguiente, de madrugada, trepó a la imperial de la diligencia y alejóse de su lugar resuelta a no volver nunca. La mesonera, mujer de blandas entrañas, quedó muy enternecida; a nadie había visto llorar así, con tanta amargura; los sollozos de la maldita resonaban en todo el mesón. Tanto pudo la lástima con la tía Hilaria —la piadosa mesonera tenía este nombre—, que al despedirse Petronila preguntando cuánto debía por el hospedaje, en vez de cobrar nada, deslizó en la mano ardorosa de la muchacha un duro, no sin secarse con el pico del pañuelo los húmedos ojos. ¡Ver aflicciones, y no aliviarlas pudiendo! Para eso no había nacido Hilaria, la de la venta del Cojitranco.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Sustitución

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación…


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Restorán

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El que atiende por este alias, sustitución del humilde nombre de Jacobo Expósito, es un golfo cuya edad no se aprecia a primera vista. Por el desarrollo representa de once a doce años lo más; pero si su cuerpo desmedrado parece de niño, sus facciones están ajadas por la miseria y su expresión es precozmente cauta y recelosa. Las criaturas desamparadas aprenden pronto la dura ley de la vida social; el candor de la infancia lo acaparan los ricos. Restorán no recordaba haber sido inocente.

Hay en Madrid gateras a quienes les sale el día bastante bien. Tienen una cara graciosa, un habla suelta, insinuante, labia, desparpajo; saben hacer útiles abriendo portezuelas, avisando simones o recogiendo el pañuelo que se cae; conocen el arte de mendigar, y cuando, al anochecer, repiten «con más hambre que un oso» o reclaman, cual si les debiese de derecho, la «perrilla». Ya en su mugrienta faltriquera danzan las monedas de cobre que les permitirán refocilarse en el bodegón de la calle de Toledo. Si, conmovidos por sus quejas famélicas, en vez de soltar dinero, los lleváis a una tienda y les compráis la libreta, diciéndoles majestuosamente: «Anda, hijo, come», es como si les dejaseis caer una teja de punta sobre la pelona. Lo que quieren es guita. Ya sabrán gastársela. Tanto para el guisote, tanto para el peñascaró, tanto para coser los zapatos, tanto para la partida de tute… El tabaco no entra en cuenta. Ahí están las colillas.


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Rabeno

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Habiendo dejado el coche como a un kilómetro de la casa de campo, el doctor siguió su camino, a pie, casi satisfecho de que no llegase la carretera hasta el domicilio del cliente. La mañana de otoño era tan primorosa; el sol brillaba con tal dulzura, con el relucir pálido de un disco de oro acabado de bruñir; el aire tenía una elasticidad tan suave, y los matorrales estaban de tal modo engalanados con la maraña carmesí de las barbas de capuchino, que el paseíllo, lejos de molestar, era un tónico.

«Don Agustín tendrá lo de costumbre —pensaba el médico—. Su ataque de reúma, con las primeras humedades… ¡Pchs!…».

Al meterse en la senda, donde revuelve y se alza el crucero, todo recubierto de viejo liquen de oro, una mocita aldeana, muy joven, salió de una casucha, llevando en la cabeza, en equilibrio, un cesto. El chillido que exhaló al ver al doctor y el esguince de espanto fueron como de acosada alimaña que se ve ya en poder de sus enemigos, y el cesto cayó al suelo aparatosamente. Y como el doctor tratase de socorrer a la chiquilla, la vio, trémula, arrodillarse, alzando las manos.

—Pero ¿qué te pasa, rapaciña? ¡Y es bonita la condenada! ¡Arriba, que no te hago daño, tonta! ¡Válgame Dios, mujer! ¡El cesto era de huevos!

La inmensa tortilla extendíase por el sendero, tiñéndolo, mitad de oro vivo y mitad de mucosidades transparentes. Y, al perder el miedo, la moza se dio a llorar la pérdida.

—¡Ay, ay, ay! ¡Desdichadiña de mí!

—¡Ea —ordenó el doctor, entre divertido e impaciente—, a recoger los que quedaron sanos, y a consolarse!… ¿Adónde ibas tú con esos huevos, mujer?

—Perto de don Agustín… Encargómelos la cocinera aiernoche…

—Yo también voy a casa de don Agustín. Soy el médico, que no soy ningún ladrón ni un pillo, ¿entiendes? Y te acompaño. Toma para la pérdida.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Primaveral-moderna

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Obligado a trasladarme a una capital de provincia, al noroeste de España (de esta España que los extranjeros se imaginan siempre achicharrada por un sol de justicia), hice mis maletas, sin olvidar la ropa de abrigo, aunque, lo que refiero sucedía en el mes de mayo, y al subir al tren me instalé en el departamento de «no fumadores», esperando poder fumar en él a todo mi talante, sin que me incomodase el humo de los cigarros ajenos, pues ese departamento suele ir completamente vacío.

En efecto, hasta el amanecer, hora en que nos cruzamos con el expreso de Francia, nadie vino a turbar mi soledad. Dormía yo profundamente, envuelto en mi manta, cuando se realizó el cruce. No sé si a los demás les sucede lo que a mí; si también notan, dormidos y todo, la sensación extraña y oscura de no estar ya solos; de la presencia de «alguien». Yo percibí esa sensación durante mi sueño, y poco a poco me desperté. A la luz blanquecina del amanecer vi en el asiento fronterizo a un viajero. Era un mozo de unos diecinueve a veinte años, de cara fina e imberbe. Su oscura gorrilla de camino, parecida a la prolongada toca con que representan a Luis XI, acentuaba la expresión indiferente y cansada de su fisonomía y la languidez febril de sus ojos, rodeados de ojeras profundas. Sus manos enflaquecidas se cruzaban sobre el velludo plaik, que le abrigaba las rodillas y le tapaba los pies; caído sobre el plaid había un volumen de amarilla cubierta.

Mi imaginación, activa, tejedora, sobreexcitada además por el movimiento del tren, se dedicó al punto a girar en torno del viajerito enfermo. Discurrí manera de entrar en conversación con él, y la encontré en el socorrido tema del cigarro.

—Sin duda le incomoda a usted el humo, cuando se ha venido a este departamento —pregunté, haciendo ademán de embolsar la petaca después de haberla sacado como por inadvertencia.


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Por Dentro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Vistiendo el negro hábito de los Dolores, en el humilde ataúd —de los más baratos, según expresa voluntad de la difunta—, yacían los restos de la que tan hermosa fue en sus juventudes. La luz de los cuatro cirios caía amarillenta sobre el rostro de mármol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte. Aquella calma de la envoltura corporal era signo cierto de la bienaventuranza del espíritu: así lo supuso María del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa.

Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido, sino activa, fuerte, luchadora. No se pasaba las mañanas acurrucada en la iglesia, sino que, oída su misa, emprendía las ascensiones a bohardillas malolientes, las correrías por barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen…, entonces establecía cordial intimidad con el miserable, buscándole trabajo adecuado a su gusto y a su aptitud, distrayéndole, mimándole, hasta salvar y redimir su pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la de la familia, repetía esta afirmación: «¡Doña Rafaela Quirós, la Dolorosa, era una santa!».


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Poema Humilde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que voy a contaros es tan vulgar, que ya no pertenece a la poesía, sino a la bufonada en verso: ni al arte serio, sino a la caricatura grotesca, de la cual diariamente hace el gasto. Sed indulgentes y no me censuréis, porque donde suele verse risa he visto una lágrima.

Lo que voy a contaros son los amoríos del soldado y la criada de servir. Se querían desde la aldea, donde ambos nacieron; y cuando, después de haber destripado terrones toda la semana, las noches de los sábados salían los mozos de parranda y broma, cantando y exhalando gritos retadores, Adrián siempre echaba raíces en la cancilla de Marina, y Marina no se despegaba de la cancilla para dar palique a Adrián. Las tardes de los domingos, al armarse el bailoteo sobre el polvo de la carretera, la pareja de Adrián era Marina, y que nadie se la viniese a disputar; y al celebrarse la fiesta patronal, sentados juntos en la umbría de la tupida «fraga» —mientras la gaita y el bombo resonaban a lo lejos, doliente y quejumbrosa la primera, rimbombante y triunfador el segundo—, Marina y Adrián callaban como absortos en el gusto de allegarse, aletargados de puro bienestar. Sólo al anochecer, hora de regreso a sus casitas por los caminos hondos, Adrián, despidiendo un suspirote, soltaba el brazo con que tenía ceñida solapadamente la cintura maciza y redonda de su rapaza.


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Navidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La familia es de las que más abundan: clase media que no se resigna a pertenecer al pueblo. Con esta sencilla definición puede que bastase para formar exacta idea de las interioridades; sin embargo, bosquejaré la situación de sus individuos.

El jefe nominal es un hombre de bien, por necesidad trabajador. Todos los días concurre a su oficina, y allí fuma quince o veinte cigarrillos, charlando largamente de la próxima crisis, de la actitud de Lerroux, del crimen más reciente y de la piececilla en el teatro barato, al cual acompañó a sus hijas la semana anterior. Es un medio como otro cualquiera de sacar a relucir a las niñas, pues sospecha que entre los compañeros de oficina alguno les hace cocos, y sueña con el yerno —para que sus vástagos continúen la dinastía burguesa—, no vayan a tener las chiquillas la endiablada ocurrencia de casarse con un carpintero o un maestro de obras.

El jefe verdadero —es decir, la mamá— es una de esas cuyas siluetas trazaron con sal y donaire Luis Taboada en artículos y Vital Aza en sainetes. El estado psíquico de semejantes «jefas», al igual de los demás estados psíquicos, tiene sus causas, y es preciso que las encontremos en la irritación permanente que determina el verse obligado a sacar rizos donde no hay pelo, o sea, a gobernar casi sin guita. La conocida pareja que tantas veces ha desfilado por el escenario, haciéndonos reír; el marido tembloroso y calzonazos, la mujer que muerde y pega, no admite otra explicación que un hecho sencillo del orden económico: el varón que funda un hogar con recursos insuficientes; que abdica en la hembra para que ella haga milagros sin ser Dios..., y el desquite, el desahogo de la esposa, en diarios insultos, en todo género de malignidades, en una tiranía doméstica con refinamientos de tortura china.


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Maleficio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados: unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.

La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta, y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.

Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés» fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.


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Mal de Ojo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aun sin pecar de timorato había motivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regatas, donde corría el equipo de la sociedad, y las señoras invitadas —lo mejor de la población— regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes sobre el agua oleosa y verde apenas picada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros —al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera— se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de emparedados frescos, y aprovechaban la ocasión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.

Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastantes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mimados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.

La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapalateo esparcía soplos salobres.


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