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Perlista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El gran escritor no estaba aquella tarde de humor de literaturas. Hay días así, en que la vocación se sube a la garganta, produciendo un cosquilleo de náusea y de antipatía. Los místicos llaman acidia a estos accesos de desaliento. Y los temen, porque devastan el alma.

—¿Quiere usted que salgamos, que vayamos por ahí, a casa de algún librero de viejo, a los almacenes de objetos del Japón?

Conociendo su afición a la bibliografía, su pasión por el arte del remoto Oriente, creí que le proponía una distracción grata. Pero era indudable que tenía los nervios lo mismo que cuerdas finas de guitarra, pues bufó y se alarmó como si le indujese a un crimen.

—¿Libreros de viejo? ¿Tragar polvo cuatro horas para descubrir finalmente un libro nuestro, con expresiva dedicatoria a alguien, que lo ha vendido o lo ha prestado por toda la eternidad? ¿Japonerías? ¡Buscadlas! Son muñecos de cartón y juguetes de cinc, fabricados en París mismo, recuerdo grosero de las preciosidades que antaño le metían a uno por los ojos, casi de balde. Eso subleva el estómago. ¡Puf!

—Pues demos un paseíto sin objeto, sólo por escapar de estas cuatro paredes. Nos convidan el tiempo hermoso y la ciudad animada y hasta embalsamada por la primavera. Los árboles de los squares están en flor y huelen a gloria. Y a falta de árboles, trascienden los buñuelos de las freidurías, la ropa de las mujeres, el cuero flamante de los arneses de los caballos, los respiraderos de las cocinas… Sí; la manteca de los guisos tiene en París un tufo delicioso. ¡A mí me da alegría el olor de París!

El maestro, pasando del enojo infantil a una especie de tristeza envidiosa, me fijó, me escrutó con lenta mirada penetrante.


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Dominio público
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Paria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Y o nunca me entenderé bien con la gente, y acabaré por meterme monja, si no fuese que también hay gente en los conventos —declaró Piedad, guardándose una carta y contestando a una interrogación que le dirigía su amiga Margarita—. ¿Conque me caso con un tapeur? —añadió—. Puede que no fuese ningún disparate… Lo malo es que a mí me gusta comer todos los días; es un vicio que he contraído… Te aseguro que cuando me decida a casarme, ser bajo esa expresa condición: que se comerá los siete días de la semana…

—Tú eres muy excéntrica —advirtió Margarita, que tiene por costumbre escandalizarse a cada momento, con un remilgo de gata pulcra, enemiga de estrépitos y trastornos—. Ni una miss solterona te gana en excentricidad.

—¡Valiente excentricidad la mía! —protestó la muchacha, frotándose activamente con el pulidor las uñas de la mano izquierda; estaban en el tocador las dos amigas, y Piedad se vestía para el teatro—. Mi excentricidad se reduce a hacer cosas naturalísimas, que han llegado a no parecerlo, a fuerza de estar falseando el criterio en todo y por todo.

—¡Mujer! No me digas que es natural lo que se te pasa por la cabeza. Si no estás en paz ni con los guardacantones. Debes de tener azogue dentro. Parece que buscas quimera, por el gusto de buscarla. ¡Mira que lo que hiciste en el duelo de Artías del Valle! ¡Aquellas carcajadas altas y sonoras!


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Otro Añito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tal vez, durante el año, no nos reuniésemos ni un par de noches los cuatro antiguos amigos; pero guardábamos religiosamente la costumbre de cenar juntos al toque del reloj, que anuncia la expiración de un año y el nacimiento de otro —al cual, materializando una idea, creíamos ver tiritando y quejándose, con trémulos vagidos de criatura arrecida y desamparada—. Porque, en efecto, se habla del año recién nacido, pero no de su ama de cría, y el chiquitín no encuentra, al venir al mundo, regazo que le cobije, ni seno repleto donde calentar la nariz y hartar la boca.

La cena, opípara y alegre, se pagaba por riguroso turno, y aquel año de 189… me tocaba a mí ser el anfitrión. Lugar señalado para el ágape, el restaurant Británico, en que era famoso el cocinero. Acudí puntualmente, pues debíamos sentarnos a la mesa cuando la última argentina campanada nos diese la mala noticia de que éramos doce meses más viejos… Un sentimiento de melancolía, la impresión de lo deleznable, del curso del tiempo que al llevárselo todo se nos lleva a nosotros también, era el oculto amargor de tal momento, y lo disimulábamos con forzadas risas, aparentando expansión y alborozo. Momentos después, el champaña y los sabores fuertes de los manjares nos animaban, con animación puramente animal, mientras allá dentro de sí rumiaba cada uno, secretamente, como si le avergonzasen, los cuidados y los dolores…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Nuestro Señor de las Barbas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La riqueza de don Gelasio Garroso era un enigma sin clave para los moradores de Cebre. No podían explicarse cómo el pobrete hijo del sacristán de Bentroya había ido a la callada fincando, apandando todas las buenas tierras que salían y redondeando una propiedad tan pingüe, que ya era difícil tender la vista por los alrededores del pueblo sin tropezar con la «leira» trigal, el prado de regadío, el pinar o el «brabádigo» de don Gelasio Garroso. Molinos y tejares; casas de labor y hórreos; heredades donde la avena asomaba sus tiernos tallos verdes o el maíz engreía su panocha rubia, todo iba perteneciendo al exmonago…, y en la plaza de Cebre, en el sitio más aparente y principal, podían los vecinos admirar y envidiar los blancos sillares que una legión de picapedreros labraba con destino a la fachada suntuosa de la futura vivienda del ricacho.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

No lo Invento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La muchacha más hermosa del pueblecillo de Arfe tenía el nombre tan lindo como el rostro; llamábase Pura, y sus convecinos habían reforzado el simbolismo de su nombre, diciendo siempre Puri la Casta. Esta denominación, que huele a azucena, convenía maravillosamente con el tipo de la chica, blanca, fresca, rubia, cándida de fisonomía hasta rayar en algo sosa, defecto frecuente de las bellezas de lugar, en quienes la coquetería se califica de liviandad al punto, y el ingenio y la malicia pasarían, si existiesen, por depravación profunda. En la región de España donde se encuentra situado Arfe, se le exige a la mujer que sea rezadora, leal, casera, fuerte, sencilla, y, para seguridad mayor, un tanto glacial. Así era la Casta, cerrado huerto, sellada fuente, llena tan sólo de agua clarísima. Por lo cual, y por su gallarda escultura, mozos y señoritos se bebían tras ella los vientos, y los ancianos la miraban con cariñosa admiración, mayor y más justificada que la de los viejos de Troya para Helena de Menelao.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Mal de Ojo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aun sin pecar de timorato había motivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regatas, donde corría el equipo de la sociedad, y las señoras invitadas —lo mejor de la población— regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes sobre el agua oleosa y verde apenas picada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros —al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera— se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de emparedados frescos, y aprovechaban la ocasión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.

Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastantes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mimados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.

La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapalateo esparcía soplos salobres.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Madre Gallega

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era el tiempo en que las víboras de la discordia, agasajadas en el cruento seno de la guerra civil, bullían en cada pueblo, en cada hogar tal vez. El negro encono, el odio lívido, la encendida saña encarnando en el cuerpo de aquellas horribles sierpes, relajaban los vínculos de la familia, separaban a los hermanos y les sembraban en el alma instintos fratricidas. Hoy nos cuesta trabajo comprender aquel estado de exasperación violenta, y quizá cuando la Historia, con voz serena y grave, narra escenas de tan luctuosos días, la acusamos de recargar el cuadro, sin ver que las mayores tragedias son precisamente las que suelen quedar ocultas…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Los Rizos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando pasa la reducida cajita blanca con filetes azules o color de rosa, que en hombros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando capullos con el mismo brío certero con que siega los árboles añosos.

Aquella caja, sin embargo —rosados eran los filetes—, me obligó a recordar un incidente ya olvidado… La señora que me acompañaba me refrescó la memoria…

—¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a usted la atención…, ¡y mucho!, en la visita a las escuelas municipales, cuando fuimos a designar las niñas para la colonia escolar del año…

—Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso… Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros, grandes, que le comían la cara, y unos rizos negros también, flotantes por los hombros; una melena maravillosa… ¿Y es ésa?

—Ésa misma…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Lo que los Reyes Traían

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El gran establecimiento de juguetería ostentaba por muestra una placa donde, de noche, en caracteres luminosos, leíase: Los Reyes Magos.

Desde que se acercaba la Navidad, los niños que transitaban por la populosa calle siempre querían detenerse ante el escaparate de Los Reyes Magos. En tal época lo presidían los propios Reyes, campeando en el sitio más visible, y arrancando al público, y no sólo al infantil, exclamaciones de admiración. No era para menos.

Bien modeladas las caras y cabezas, tenían esa expresión de realidad que hace a los muñecos parecer personas. Sus cabelleras y sus barbas eran de pelo natural; sus ojos de vidrio, en lo cual seguían una tradición de la vieja imaginería española. Y tan acabadamente estaban hechos esos ojos, que se les notaba el brillo húmedo y la mirada fascinadora de las pupilas humanas. Positivamente, los Reyes miraban a los niños pegados al escaparate, y, al juego de las luces eléctricas, hasta dijérase que les sonreían.

Estaban los Reyes fastuosa y orientalmente vestidos, de brocados de oro y plata, bordados de imitación de perlas y piedras preciosas, y detrás de los tres figurones, tres dromedarios erguían sus jorobas, sostén de una canasta llena de juguetes llamativos: arlequines, mamarrachillos guiñolescos, pierrots pálidos, muñecas pelirrubias, bebés llorantes y con su biberón al lado, perrillos, cuyas lanas eran auténticas, y enfermeritas con sus tocas, donde sangraba la roja cruz.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Las Caras

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al divisar, desde el tren, de bruces en la ventanilla, las torres barrocas de Santa María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido, el corazón del viajero trepidó con violencia, sus manos se enfriaron. El tiempo transcurrido desapareció, y la sensibilidad juvenil resurgió impetuosa.

Eran las torres «únicas» de aquella «única» iglesia en que el sacristán la había permitido repicar las campanas, admirar los nidos de las cigüeñas emigradoras y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto pasamano, y mirando sin vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo y luminoso de la plaza embaldosada, a cuarenta metros bajo sus pies.

Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar plantas y robar flores, y las calles y callejas tortuosas, los esconces sombríos de las plazoletas, hasta las innobles estercoleras, secularmente deshonradoras de la tapia del Mercado, le poblaban el alma de gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades y regocijos se funden en armonías de saudades…

Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose con la vista los lugares, anticipando la impresión infinitamente más fuerte y honda de la primera cara conocida… Una de esas caras inconfundibles, distintas de las demás que andan por el mundo, ya que en ella hemos puesto lo íntimo de nuestro yo… Caras de compañeros de juegos y diabluras, caras de parientes formales y babodos que regalan juguetes y chupandinas, caras de maestros cuyas reprimendas y castigos son sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en quienes encarnaron los primeros ensueños, nada inmateriales, de la pubertad… Caras, caras… En algunas caras se resume toda vida de hombre.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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