Textos más populares este mes publicados el 10 de mayo de 2021 | pág. 3

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fecha: 10-05-2021


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El Vencedor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se dormía con tranquilidad una noche en la plaza fuerte desde que era cosa segura que iban a ser atacados. Y no por un golpe de aventureros que buscaban en la piratería un provecho vergonzoso y arriesgaban la horca ante la perspectiva de mezquino botín, sino por una escuadra de bucaneros, aguerrida, bien tripulada, en cuya proa la bandera de las lises significaba el poderío creciente y sólido de Luis XIV.

La plaza, mal guarnecida y mal artillada, no se encontraba dispuesta a resistir largos e impetuosos asedios. De sorpresa no la cogerían, porque el gobernador, aquel Naharro, a quien los indios habían truncado en un combate la mano derecha, tenía tomadas sus precauciones para no dejarse saltear. La vigilancia era escrupulosa, y ni de día ni de noche se interrumpía. Para dar descanso a los varones que habían de defender la fortaleza habíanse puesto de acuerdo las mujeres y organizado, entre sí, la guardia nocturna. La esposa del gobernador, doña Teresa de Saavedra, las mandaba. Y algunas veces, al encontrarse rodeada de su singular milicia, se le escapó a la señora decir:

—Para algo más que rondar de noche servimos nosotras. Ya se verá cuando llegue el caso.

Estos conatos de acometividad los reprimía el Manco con un gruñido violento y brusco.

—No buscar tres pies al gato, doña Teresa de mis entrañas… Cosas son éstas de hombres, y vuesa merced me ha salido hombruna… Son hombrunas todas cada una se cree una Monja Alférez. Vigilen bien y harto harán con ello.

Más no fue de noche, sino de día, y muy claro, cuando la enemiga escuadra se dejó ver, formada en orden de batalla, y a poco, una canoa, conduciendo a un parlamentario, vino a atracar al pie del castillo. El Manco dio al mensaje por respuesta cerrada negativa. La fortaleza no se rendía, y podía el señor almirante enemigo intentar tomarla cuando gustase.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Profecía para el Año de 1897

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El Creador de los cielos y la tierra mandó comparecer al Tiempo ante su solio augusto (?), y el Tiempo obedeció sin tardanza.

Hallándose frente a frente los (…) dos ancianos el uno con su senectud augusta y divina (?), su barba extendida como las ondas de un argentado río, su inmenso manto de (…) púrpura, su aureola de rayos y el (…) triángulo, que encierra la paloma sirviéndole de diadema; el otro, descarnado, amojamado, sin más ropaje que un paño amarillento, con las alas fatigadas y peladas de tanto uso, los ojos de brasas, erizadas las greñas, y asiendo la guadaña reluciente y el reloj de arena fatídico. El Creador, sentado apaciblemente en la gloria de su eternidad, y el Tiempo, de pie, impaciente por deslizarse, por huir, por seguir su carrera, que jamás interrumpió.

—Te he llamado —dijo el Creador— para hacerte un bien. No ceso de recibir quejas de ti: los mortales afirman que eres peor a cada paso, y que cada año les das más disgustos.

—Los mortales son un ganado sarnoso, hablando pronto y mal respondió gruñendo el Tiempo. No conocen mi inmenso valor; me desperdician, me derrochan, me echan por la ventana… y después dicen que no me tienen, que les falto; unas veces me acusan de volar, otras de que no me voy nunca: ya discurren medios de matarme, ya lloran porque me han perdido… A bien que no les hago caso y sigo mi camino, siempre igual, siempre indiferente. Ellos pasan, yo prosigo, ¡allá se las compongan!

—Ellos, advirtió el Creador —llevan en sí algo que no pasa, mientras tú, ante la eternidad, representas infinitamente menos que una hoja en una selva. No olvides que también eres mortal, y que no tienes alma. Trata de ser dulce y agradable… Dales, por una vez, un año venturoso. Lo vas a elegir tú mismo. Busca un 1897 que les demuestre mi bondad.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Perlista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El gran escritor no estaba aquella tarde de humor de literaturas. Hay días así, en que la vocación se sube a la garganta, produciendo un cosquilleo de náusea y de antipatía. Los místicos llaman acidia a estos accesos de desaliento. Y los temen, porque devastan el alma.

—¿Quiere usted que salgamos, que vayamos por ahí, a casa de algún librero de viejo, a los almacenes de objetos del Japón?

Conociendo su afición a la bibliografía, su pasión por el arte del remoto Oriente, creí que le proponía una distracción grata. Pero era indudable que tenía los nervios lo mismo que cuerdas finas de guitarra, pues bufó y se alarmó como si le indujese a un crimen.

—¿Libreros de viejo? ¿Tragar polvo cuatro horas para descubrir finalmente un libro nuestro, con expresiva dedicatoria a alguien, que lo ha vendido o lo ha prestado por toda la eternidad? ¿Japonerías? ¡Buscadlas! Son muñecos de cartón y juguetes de cinc, fabricados en París mismo, recuerdo grosero de las preciosidades que antaño le metían a uno por los ojos, casi de balde. Eso subleva el estómago. ¡Puf!

—Pues demos un paseíto sin objeto, sólo por escapar de estas cuatro paredes. Nos convidan el tiempo hermoso y la ciudad animada y hasta embalsamada por la primavera. Los árboles de los squares están en flor y huelen a gloria. Y a falta de árboles, trascienden los buñuelos de las freidurías, la ropa de las mujeres, el cuero flamante de los arneses de los caballos, los respiraderos de las cocinas… Sí; la manteca de los guisos tiene en París un tufo delicioso. ¡A mí me da alegría el olor de París!

El maestro, pasando del enojo infantil a una especie de tristeza envidiosa, me fijó, me escrutó con lenta mirada penetrante.


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La Paloma Azul

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Un día, mirando hacia el tejado del cual habíanse apoderado las palomas, vi una cosa que me dejó aturdida de emoción: Una paloma nueva, desconocida, pero del mismo color, exactamente del mismo color del trozo de cielo. Una paloma de plumaje turquesas, un ave que parecía una flor, un ser divino. He dicho antes que la niñez no razona muchas cosas, pero su instinto es cualidad maravillosa mal estudiada aún. ¿Quién me había enseñado a mí que una paloma azul no existía en la realidad, que sólo podía venir del infinito?

Los colores de las palomas eran variadísimos. Las había verde metálico, gris perla, nacaradas, con tonos y cambiantes, cobrizos… ¡Pero aquel azul! Aquél era exactamente el matiz de mi alma, era la nota de mis ensueños, mi mismo ser, impregnado, bañado en el fluido de las lejanías misteriosas y la onda clara de los dilatados mares…

Y la paloma de plumaje de turquesa aleteaba dentro de mí, y yo suponía que, después de aparecérseme un instante iba a levantar el vuelo, perdiéndose otra vez en su elemento propio, la bóveda de turquesa también, que se extendía sobre los prosaicos tejados, justificando la copla popular:


«El cielo de Marianeda
está cubierto de azul…».


Con gran sorpresa mía la sobrenatural paloma se confundió entre las demás vulgares; púsose a seguir a una hembra feúcha, gris pizarra y porque se atravesó un palomo canelo, le atizó un feroz picotazo, que le arrancó plumas tintas en sangre.

A todo esto la familia había acudido, y asombrada del color de la paloma, resolvió su captura. Cuando vi que iban a recluir en una jaula a la paloma azul, ¡qué ardiente deseo me entró de que huyese, de que levantase el vuelo y se perdiese, ligera flor cerúlea, en el abismo del firmamento! Porque me parecía un sacrilegio ponerle la mano encima y resolví liberarla, abrir su cárcel, restituirla a su esfera propia.


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Nuestro Señor de las Barbas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La riqueza de don Gelasio Garroso era un enigma sin clave para los moradores de Cebre. No podían explicarse cómo el pobrete hijo del sacristán de Bentroya había ido a la callada fincando, apandando todas las buenas tierras que salían y redondeando una propiedad tan pingüe, que ya era difícil tender la vista por los alrededores del pueblo sin tropezar con la «leira» trigal, el prado de regadío, el pinar o el «brabádigo» de don Gelasio Garroso. Molinos y tejares; casas de labor y hórreos; heredades donde la avena asomaba sus tiernos tallos verdes o el maíz engreía su panocha rubia, todo iba perteneciendo al exmonago…, y en la plaza de Cebre, en el sitio más aparente y principal, podían los vecinos admirar y envidiar los blancos sillares que una legión de picapedreros labraba con destino a la fachada suntuosa de la futura vivienda del ricacho.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Pena de Muerte

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Casualmente la víspera —empezó a contar el sargento de guardias civiles, apurado el vaso de fresco vino y limpios los bigotes con la doblada servilleta— había ya caído en la tentación, ¡cosas de chiquillos!, de apropiarme unas manzanas muy gordas, muy olorosas, que no eran mías, sino del señorito; como que habían madurado en su huerto. Les metí el diente; estaban tan en sazón, que me supieron a gloria, y quedé animado a seguir cogiendo con disimulo toda fruta que me gustase, aunque procediese de cercado ajeno.

Cuando el señorito me llamó al otro día, sentí un escozor: «Van a salir a relucir las manzanas», pensé para mí; pero pronto me convencí de que no se trataba de eso. El señorito me entregó su escopeta de dos cañones, y me dijo bondadosamente:

—Llévala con cuidado. Mira que está cargada. Si te pesa mucho, alternaremos.

Le aseguré que podía muy bien con el arma, y echamos a andar camino de las heredades. En la más grande, que tenía recentitos los surcos del arado (porque eso sucedía en noviembre, tiempo de siembra del trigo), se paró el señorito y yo también. Él levantó la cabeza y se puso a registrar el cielo.

—¿No ves allí a esa bribona? —me preguntó

—¿A quién?

—A la «garduña»…

—Señorito, no. Son cuervos; hay un bando de ellos.

En efecto, a poca altura pasaban graznando cientos de negros pajarracos, muy alegres y provocativos, porque veían el trigo esparcido en los surcos y sabían que para ellos iba a ser más de la mitad. (¡Pobres labradores!). El señorito me pegó un pescozón en broma, y me dijo:

Más arriba, tonto; más arriba

Allá, en la misma cresta de las nubes, se cernía un puntito oscuro, y reconocí al ave de rapiña, quieta, con las alas estiradas, Poco a poco, sin torcer ni miaja el vuelo, a plomo, la garduña fue bajando, bajando, y empezó a girar no muy lejos de donde nos encontrábamos nosotros.


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La Zurcidora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hacía su labor sin tregua, sin descanso, a todas horas. Creyéndose que sólo zurcía cuando su aguja, reuniendo labios de desgarrones en los tejidos o juntando las orillas del corte dado por el filo de la espada, iba formando una tela ancha y doble; porque esto tiene el zurcido bien dado: refuerza la traba. En realidad seguía zurciendo en todos los instantes de su vida, y no eran sólo sus dedos los que trabajaban obstinadamente, sino su voluntad, foco de calor y de amor.

A medida que iba entretejiendo los fragmentos de rica tapicería, en cuyo fondo se divisaban ciudades, fortalezas, multitudes con blancos albornoces y desnudas cimitarras, la zurcidora sentía que dentro de su espíritu palpitaba algo nuevo, y su humilde trabajo de mujer, que alternaba con el de la rueca y el huso, el bordado y el telar, adquiría una grandiosidad no sospechada. Su aguja, día tras día, ensanchaba los términos de la historia, y se diferenciaba de la de Penélope en que la idea de deshacer ni una sola puntada jamás pudo caber en aquella cabeza firme, sana, clásica como la de una escultura de Berruguete.

Y al ir y al venir de su aguja, notaba algo singular. Según crecía el tapiz, iba envolviéndolo un reflejo luminoso, extendido por toda su superficie. La zurcidora, aunque tan modesta, sentía el engreimiento de la obra realizada lenta y animosamente; y, ante la realidad, palpitaba de gozo. Era el sol de Castilla y Andalucía, que dora las mieses, el que extendía su oro intenso por la tela, cada vez más larga, más amplia, más trabada, más resistente.


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Una Voz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se sabía nada de aquel atrevido hidalgo aventurero que, con propósito de mejorar de fortuna, emprendió viaje a las Indias, dejándose en el dormido poblachón castellano a su mujer, doña Claudia, hermosa y moza, y a dos hijos, muy pequeños entonces, pero que irían creciendo y sería preciso establecer. Y la esposa, desamparada, se marchitaba en la soledad tétrica del caserón solariego, labrando e hilando, en compañía no más de una dueña caduca, que daba vueltas al huso entre sus dedos secos como sarmientos negruzcos, y gemía bajito, porque la acuciaba el reuma, metido en los huesos y mal cuidado.

Los niños pudieran ser la única alegría de la abandonada; pero como nunca un mal viene solo, los niños antes daban pena que gusto, por ser el mayor corcovado, y la segunda una especie de pájaro antojadizo, que no guardaba el recato indispensable desde la niñez a las damas, y escapándose de casa todo el día, por la noche volvía rota y cubierta de polvo y briznas de paja, pues se pasaba las horas jugando al toro y a la rayuela con la chiquillería en las eras del trigo. Era inútil que su madre la reprendiese y aun la castigase; era tiempo perdido el intentar encerrarla. El mismo afán de libertad vagabunda y de horizontes anchos que realmente había arrebatado al padre del hogar, sacaba a la hija de su morada grave y llena de nostalgias, empujándola al correteo, a la actividad, a la travesura. Tenía ya diez años y no acataba a su madre.


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La Risa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Conocí en París a la marquesa de Roa, con motivo de encontrarnos frecuentemente en la antesala del célebre especialista en enfermedades nerviosas doctor Dinard. Yo iba allí por encargo de una madre que no tenía valor para llevar en persona a su hija, atacada de uno de esos males complicados, mitad del alma, mitad del cuerpo que la ciencia olfatea, pero no discierne aún, y la marquesa iba por cuenta propia, porque era víctima de un padecimiento también muy singular.

La marquesa sufría accesos de risa sin fin, en que las carcajadas se empalmaban con las carcajadas, y de los cuales salía despedazada, exánime, oscilando entre la locura y la muerte.

Uno tuvo ocasión de presenciar en la misma salita de espera del doctor, de vulgar mobiliario elegante, adornada con cuadros y bustos que atestiguaban el reconocimiento de una clase muy expuesta a la neurosis: los artistas. Y aseguro que ponía grima y espanto el aspecto de aquella mujer retorciéndose convulsa, hecha una ménade, sin una lágrima en los ojos, sin una inflexión tierna en la voz, escupiendo la risa sardónica y cruel, como si se mofase, no sólo de la humanidad, sino de sí misma, de su destino, de lo más secreto y hondo de su propio ser…

Fue el especialista, que se hizo un poco amigo mío y a quien invitamos a almorzar en nuestro hotel varias veces, quien me enteró de la causa del achaque, que no acertó a curar, sino solamente a aliviar algo, consiguiendo que las crisis crónicas se presentasen con menos frecuencia. Él me refirió la historia, justificando así su aparente indiscreción:


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Vocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue a la salida de misa cuando la vi. Mal podría ser en otra parte; sólo ponía los pies en la calle para eso, y madrugando. El tupido velo de su manto de luto, casualmente no le tapaba el rostro; el traje de negro merino moldeaba estrechamente sus majestuosas formas, haciendo resaltar lo aventajado de la estatura; al detenerse a humedecer los dedos en la pila del agua bendita y trazar con lentitud sobre su frente el signo crucífero, pude cerciorarme de que no me habían contado una conseja vana. La tez presentaba el tono enverdecido y hasta la pátina lustrosa del bronce. Los ojos eran amarillentos. Los labios, una línea más oscura. Tenía en mi presencia una fundición viva, envuelta en ropajes de tristeza.

¡Qué efecto me causó! Sentí frío; una especie de terror cuajó mi sangre. La había conocido antaño, en el esplendor de su morena y pálida beldad, vestida de gasa junquillo, en un asalto de esos que se convierten en animadísimos bailes. Reconocerla después de aquel cambio tan extraño… imposible. A duras penas discernía los lineamientos de las facciones. Sólo el aire, el andar de diosa, recordaba a la belleza admirada bajo las luces y entre las bocanadas de música que venían del jardín, en el giro de un vals, que arremolinaba los volantes finos de su traje como nube dorada alrededor de un sol de alegría…


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