Textos más populares esta semana publicados el 10 de mayo de 2021 | pág. 7

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fecha: 10-05-2021


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Sud-Exprés

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por las campiñas llanas, cultivadas como jardines, salpicadas de quintas blancas con tejados rojos, bajo un sol tibio y claro, el tren de lujo corría, corría hacia París. Los labriegos, las hortelanas que guiaban el carricoche atestado de hortalizas, al ver cruzar el raudo convoy, experimentaban esa impresión peculiar, de envidia respetuosa, que infunde el espectáculo de lo inaccesible social.

Al través de los altos y claros vidrios se divisaban un momento las mesas del «restaurant» ocupadas por gente que comía y bebía a placer. Era una visión de cinematógrafo, desvanecida al punto mismo entre el penacho de humo y perdido en la distancia; y el hecho vulgar, sencillo, de almorzar así, servidos por camareros correctos, adquiría ante los espectadores, gracias a la velocidad del tren, a lo instantáneo de la imagen, una grandiosidad de alta vida, un realce novelesco y aristocrático.

Desde que cruzamos la frontera, yo me había acurrucado en un ángulo del coche–salón, dejando sobre la mesa fija el libro de amarilla cubierta y el saquito, y observando tras el velo de gasa gris, con la picante curiosidad de quien se encuentra en terreno desconocido y fértil, a mis compañeros de algunas horas de viaje. Eran familias sudamericanas, con racimos de niños atezados, elegantemente ataviados a la última moda británica; eran señoras solas, perfumadísimas, provocativas en su vestir; eran señores mayores, atildados, de adinerado aspecto; eran inglesas formales y reservadas, que se tenían derechas y rechazaban no sé cómo la invasión de la carbonilla, mostrando limpia la tez, de esmalte rosa, y el pelo, de oro cardado, alisadito. Y eran, por último, parejas todas miel, que sin importárseles un bledo de la galería, se aislaban en dúos confidenciales y babosos.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Teorías

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las muchachas curiosas y siempre en acecho de novios, que se asomaban a las ventanas angostas del caserío pueblerino de la Cañosa, para ver pasar cada dos horas un gato cazador, y cada tres o cuatro una vieja toda rebozada en un manto ala de mosca, dirigiéndose a alguna iglesia donde se rezase el rosario o se celebrase un triduo, no sabían del nuevo médico, Julián Carmena, sino que se llamaba así, que era bajo de estatura y enjuto de rostro, que andaba como distraído, y que del bolsillo del gabán, cortado y llevado sin pizca de gracia, le asomaba siempre algún librote.

«Es un tipo raro» fue la impresión que se comunicaron las consabidas muchachas, al ver con escandalizado asombro que el médico ni alzaba los ojos, atraído por los claveles y geranios que daban en los balcones su nota de rosa y fuego, como símbolo del amor, emboscado tras de hierros y vidrios…

Estaba visto: no le importaban las señoritas a Julián. Y tampoco parecían sacarle de quicio las mozallonas que cogían agua en la fuente y bailaban el domingo en un salón infecto, ni las domésticas de casa humilde, que salían a la compra con un cesto a la vuelta casi tan vacío como a la ida… ¿En qué pensaba el médico, me lo quieren ustedes decir? Pensaba —y, por cierto, a todas horas— en honduras de filosofía y de política ideal. Aparte de los momentos en que necesitaba ocuparse de sus enfermos —lo cual sucedía raras veces, pues en la Cañosa parecía haber peste de salud, según decía amargamente el boticario—, Julián se pasaba el día, y buena parte de la noche, en lecturas, con fiebre de saber lo que se devanaba en el mundo del pensamiento, allá en los países donde fermentaba la gran transformación social. Su ensueño de ojos abiertos le absorbía. No salía mucho de casa, y apenas tenía amigos en aquel rincón donde las mentalidades eran tan diferentes de la suya.


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Porqués

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al bajar la escalera del hotel —después de las despedidas penetradas, los apretones de manos largos y expresivos, las frases musitantes, acompañadas de convencional mímica, de todo pésame— los amigos ya comentaban indignados la escandalosa actitud del huérfano y la viuda, tranquilos «como si tal cosa», y hasta sonrientes… Sí, sonrientes; lo afirmó Ramírez Hondal, que lo había visto con sus ojos, y lo confirmó Piñales, que forzando la nota exclamó que no era sonrisa, sino risa…

—¡Carcajadas!, falló Muntises, entre las protestas del grupo, que avanzaba por la acera compacto y alegre, con la alegría egoísta de desahogo, peculiar de las salidas de duelo y los regresos de camposanto.

—Carcajadas, no; ni risa, tampoco —rectificó Benibar—, pero, positivamente, triste no estaban. Y ¿quieren ustedes que les diga la verdad, sin ambages ni repulgos? Yo, en su caso, tampoco me desharía en lágrimas, no.

—¿Por qué? —preguntaron casi a un tiempo cuatro voces. El pobre Manolo no se portaba tan mal.

—Era fiel, buen marido…

—Acrecentó su fortuna…

—Al chico le adoraba… No se consolaba de verle así…

—¡Ah! ¡Eso clama al cielo! Es que ese chico… —murmuró Piñales— ese chico… ¡no hay sino verle! Le ha señalado Dios: le ha escrito en el rostro y en el cuerpo la maldad… Por algo es jorobado, torcido, bizco, temblón de las manos y de los pies; por algo hace con la cara esos continuos gestos que parecen de terror, esos visajes ridículos… No les quepa a ustedes duda, los seres deformes son desnaturalizados. Monstruos por fuera, monstruos por dentro… Compasión me daba ver a Manolo pendiente de los antojos de ese escuerzo, y a veces se me ocurría aconsejarle que buscase otro hijo de mejor facha, aunque fuese en la Inclusa.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Vendeana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(De vieja raza).


A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora…!


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Siguiéndole

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No acostumbraba don Magín Dávalos practicar ninguna buena obra; y, hablando en plata, hacía lo menos treinta años que ni se le ocurría que las pudiese practicar. Solterón empedernido, pendiente del cultivo intensivo de su bienestar propio, encogíase de hombros cuando alguien se molestaba o sacrificaba por algo; y, en tono desdeñosamente benévolo, no dejaba de murmurar:

—¡Qué tonta es la humanidad!

En su interior, rodeábase de todas las comodidades que la civilización facilita a los pudientes, aunque no sean archimillonarios. Dávalos no lo era; pero su caudal le bastaba y sobraba para darse vida de rey, rey solitario sin familia y sin corte; rey holgazán y epicúreo, dedicado a discurrir todas las mañanas un nuevo goce egoísta y selecto, un copo más de algodón en rama, que aislase su cuerpo de los roces de la lucha y de la vida.


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Lo Imposible

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Dile a ese tarambana que pase…

Tal fue la orden de don Máximo de la Olmeda cuando le anunciaron a su sobrino, que regresaba del viaje por el extranjero, y venía a presentarle sus respetos, según carta recibida la víspera.

Don Máximo estaba sentado en el eterno sillón de ruedas, en el cual le paseaba un criado por todas las habitaciones de la vasta casona. Porque ha de saberse que don Máximo tenía rotas ambas piernas, y no se había encontrado modo de soldarlas, pues los huesos del viejo señor eran ya como cañas secas, tanto, que la fractura ocurrió sin que la precediese caída; sencillamente al dar un paso. No se pudo hacer otra cosa que sostenerlas con un vendaje, y así, clavado en su poltrona, pasábase los días rabiando, a veces exhalando gritos de dolor, o vomitando atroces blasfemias, alternadas con devotas invocaciones a varios santos, a la Virgen del Carmen y al Cristo de la Olmeda, que es muy milagrero.

Autorizado en tan incorrecta forma, entró el sobrino, y se acercó al paciente, mejor dicho, al impaciente, con solícita expansión cariñosa.

—¡Hola! ¿Qué tal, tío Máximo? ¿Cómo van esas piernas? ¿Y cómo ha sido? ¡Lo he sentido mucho! ¿No puede usted aún andar, moverse?

—¡Andar! Cuatro meses hace que estoy así, ¡me parto en…! ¡Anda, siéntate ahí, cuéntame qué has hecho! Me figuro que traerás novedades…


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Por Gloria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La doncella entró de puntillas en la alcoba. Extrañaba que su ama no hubiese llamado ya, y sabiendo lo puntual de sus horas, aquélla su exactitud de cronómetro, estaba inquieta desde las ocho de la mañana. Era tan raro caso que la baronesa de Stick durmiese a las diez, que la sirviente sufría esa aprensión vaga que a veces anuncia las catástrofes. ¿Estaría la amazona gravemente enferma? ¡Bah, ella tan saludable, tan fuerte, tan viril! ¿La habrían quizás…? Y tragedias leídas en los periódicos, historias de asesinatos cometidos por criminales que se desvanecen como el humo, sin dejar huella alguna, ocurrían a la imaginación de la doncella leal, que compartía con la atrevida amazona, desde hacía cinco años, las emociones del riesgo, el engreimiento de los aplausos.

A pasos tácitos avanzaba, entre la semiobscuridad de la habitación, cuando la voz de la baronesa se alzó, apacible.

—Fanchonette, hija mía… ¿Cómo vienes antes que haya amanecido?

La muchacha, tranquilizada y atónita, se detuvo.

—¡Dios mío, madame! Son las diez, si es que no son las diez y cuarto.

—¿Qué dices? ¡Si no se ve claridad!


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Un Sistema

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.

En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcionarios modestísimamente retribuidos, que para sostener el decoro de sus funciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puchero. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o, mejor dicho, por la de un pariente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamentarias, puede comer opimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.

El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería… Entendámonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero, en lucha con la intemperie, el paraguas de algodón presta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote, en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.

Confieso que, al pronto, no lo creía. Fue necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpio su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en España toda.


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Vocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones, cuando gritos salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado —hipnotizados, inmóviles a fuerza de horror—, dejándola morir en aquel suplicio. Instantáneamente Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a su vez con voluntaria brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos —para quienes eran sagradas aquellas vírgenes formas— las palpaban ahora sin consideraciones de falso pudor, apagando el incendio como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica de Neso. Al fin, consiguieron recogerla desvanecida —pero respirando aún— y transportarla a su alcoba, depositándola sobre la cama, mientras el sirviente corría a la Casa de Socorro a buscar un médico.


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Perlista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El gran escritor no estaba aquella tarde de humor de literaturas. Hay días así, en que la vocación se sube a la garganta, produciendo un cosquilleo de náusea y de antipatía. Los místicos llaman acidia a estos accesos de desaliento. Y los temen, porque devastan el alma.

—¿Quiere usted que salgamos, que vayamos por ahí, a casa de algún librero de viejo, a los almacenes de objetos del Japón?

Conociendo su afición a la bibliografía, su pasión por el arte del remoto Oriente, creí que le proponía una distracción grata. Pero era indudable que tenía los nervios lo mismo que cuerdas finas de guitarra, pues bufó y se alarmó como si le indujese a un crimen.

—¿Libreros de viejo? ¿Tragar polvo cuatro horas para descubrir finalmente un libro nuestro, con expresiva dedicatoria a alguien, que lo ha vendido o lo ha prestado por toda la eternidad? ¿Japonerías? ¡Buscadlas! Son muñecos de cartón y juguetes de cinc, fabricados en París mismo, recuerdo grosero de las preciosidades que antaño le metían a uno por los ojos, casi de balde. Eso subleva el estómago. ¡Puf!

—Pues demos un paseíto sin objeto, sólo por escapar de estas cuatro paredes. Nos convidan el tiempo hermoso y la ciudad animada y hasta embalsamada por la primavera. Los árboles de los squares están en flor y huelen a gloria. Y a falta de árboles, trascienden los buñuelos de las freidurías, la ropa de las mujeres, el cuero flamante de los arneses de los caballos, los respiraderos de las cocinas… Sí; la manteca de los guisos tiene en París un tufo delicioso. ¡A mí me da alegría el olor de París!

El maestro, pasando del enojo infantil a una especie de tristeza envidiosa, me fijó, me escrutó con lenta mirada penetrante.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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