Al ocaso, la horda, rendida por la interminable peregrinación al
través de la árida llanura, prorrumpió en alaridos de gozo, divisando,
al pie de la colina, un manchón de arbolado espeso. Hacia muchos días
que caminaban, aguijoneados por la sequía y el calor, en tropel, como
bestias sedientas y sudorosas; y algunos cadáveres, cuyos huesos
blanquearían ya, señalaban el paso de aquella humanidad mísera y
desnuda. Esperaban siempre encontrar un país donde abundase la caza,
donde pudieran tumbar pájaros á cantazos y acogotar alimañas salvajinas
con sus hachas de pedernal para abrirles el vientre y hartarse de carne
cruda y sangrienta. Y en las estepas grisáceas de lo que había de ser
Iberia andando el tiempo, sólo ruines gazapillos les salían al paso, tan
ágiles, que ni daban lugar a zorregarles la pedrada de muerte.
El interés que les unían era la necesidad, el sentirse inermes ante
la naturaleza enemiga. A la puesta del sol, las mujeres solían llorar,
hiriéndose el seno, porque la noche les entregaba á los peligros y daba á
las fieras su desquite, á pesar del valor desesperado de los varones,
que defendían por igual á todas las hembras y á toda la cría, pues
viviendo en promiscuidad, sin celos ni pasiones, no distinguían de
afectos. La horda errante sentía que sobre su cabeza un poder oculto
mandaba en su vida y en su destino, y no sabiendo qué forma atribuir á
tal poder, adoraban un fragmento muy brillante de pirita de hierro,
recogido por un niño que, al pronto, lo convirtió en juguete. Ahora era
el fetiche, y se encargaban de custodiarlo, por turno, las vírgenes de
la horda, muchachas apenas núbiles.
La depositaria aquel día del fetiche, la rubia Indán, apenas podía
sostenerse de cansancio y sed. El bochorno era horrible; densas nubes de
plomo candente se hacinaban en el celaje. La muchacha desfallecía
cuando Bero el cazador, robusto y resistente, la llamó, silbando, y
murmuró á su oído:
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