Era muy grande la Estancia Azul.
Eran suertes y suertes de campo, cuyos límites nadie conocía con
precisión, y nadie, ni los dueños ni los linderos se preocuparon nunca
de precisarlos.
Numerosos arroyos y cañadas de mayor o menor importancia, y de
boscaje más o menos espeso, lo estriaban, como red vascular, en todo
sentido.
Entre suaves collados y ásperas serranías dormitaban los valles
arropados con sus verdes mantos de trébol y gramilla; y para dar mayor
realce a la belleza de las tierras altas, sanas y fecundas, por aquí,
por allá, divisábanse, en manchas obscuras, las pústulas de los esteros,
albergue de la plebe vegetal y animal.
La Estancia Azul, conocida desde tiempo inmemorial, a la distancia de
muchísimas leguas, jamás había salido, ni en la más mínima parcela, del
dominio de sus dueños primitivos.
Cinco generaciones de Villarreales se habían sucedido sin
interrupción y sin fraccionamientos del campo. Los procuradores, los
agrimensores y los jueces nunca intervinieron en el arreglo de las
hijuelas.
Cuando fallecía el jefe de la familia, los hermanos solteros
convivían en la azotea Azul. El mayor ejercía, de pleno derecho, la
administración del establecimiento. En los casos de suma importancia
había cónclave familiar presidido por la viuda del jefe fallecido; y
ella era el árbitro, cuyos laudos se acataban siempre sin protestas.
El hermano o hermana que contraían matrimonio, abandonaban, por lo
general, el nido paterno. Elegía el sitio donde deseaba poblar, y en
acuerdo común se designaban los límites de la fracción de campo que le
correspondía, más o menos, sin intervención judicial, sin papel sellado,
sin documentos escritos, porque la palabra del gaucho era firma
indeleble y su conciencia un testigo irrecusable.
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