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En el Hipódromo

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Es imposible separar los ojos de esa larga pista, en donde los caballos de carrera compiten, maravillándonos con sus proezas. Yo sé de muchas damas que han reñido con sus novios, porque éstos, en vez de verlas preferentemente y admirarlas, fijaban su atención en los ardides de los jockeys y en la traza de los caballos. Y sé, en cambio, cíe otro amigo mío, que absorto en la contemplación de unas medias azules, perfectamente estiradas, perdió su apuesta por no haber observado, como debía haberlo hecho desde antes, las condiciones en que iba a verificarse la carrera. Pero esta manía hípica no cunde nada más entre los dueños de caballos y los apostadores, ávidos de lucro; se extiende hasta las damas, que también siguen, a favor del anteojo, los episodios y las peripecias de la justa; y que apuestan como nosotros apostamos y emplean en su conversación los agrios vocablos del idioma hípico, erizado de puntas y consonantes agudísimas. Los galanes y los cortejos van a apostar con las señoras, y ofrecen una caja de guantes o un estuche de perfumes, en cambio de la pálida camelia que se marchita en los cabellos de la dama o del coqueto alfiler de oro que detiene los rizos en la nuca. El breve guante de cabritilla paja que aprisiona una mano marfilina bien vale todos los jarrones de Sévres de tiene Hildebrand en sus lujosos almacenes y todas las delicadas miniaturas que traza el pincel Daudet de Casarín. Yo tengo en el cofre azul de mis recuerdos uno de esos guantes. ¿De quién era? Recuerdo que durante muchos días fue conmigo, guardado en la cartera, y durmió bajo mi almohada por las noches. ¿De quién era? ¡Pobre guante! Ya le faltan dos botones y tiene un pequeñito desgarrón en el dedo meñique. Huele a rubia.


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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Historia de una Corista

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


(CARTA ATRASADA)


Para edificación de los gomosos entusiastas que reciben con laureles y con palmas a las coristas importadas por Mauricio Grau, copio una carta que pertenece a mi archivo secreto y que –si la memoria no me es infiel– recibí, pronto hará un año, en el día mismo en que la troupe francesa desertó de nuestro teatro.

La carta dice así:

Mon petit Cocbon bleu.

Con el pie en el estribo del vagón y lo mejor de mi belleza en mi maleta, escribo algunas líneas a la luz amarillenta de una vela, hecha a propósito por algún desastrado comerciante para desacreditar la fábrica de la Estrella. Mi compañera ronca en su catre de villano hierro, y yo, sentada en un cajón, a donde va a sumergirse muy en breve el único resto de mi guardarropa, me entretengo en trazar garabatos y renglones como ustedes los periodistas, hombres que, a falta de champaña y Borgoña, beben a grandes sorbos ese líquido espeso y tenebroso que se llama tinta. Acaba de terminar el espectáculo, y tengo una gran parte de la noche a mi disposición. Yo, acostumbrada a derrochar el capital ajeno, despilfarro las noches y los días, que tampoco me pertenecen: son del tiempo.

Si hubiera tenido la fortuna de M. Perret, mi compañero; si la suerte, esa loca, más loca que nosotras me hubiera remitido en forma de billete de la lotería dos mil pesos, ¡diez mil francos!, no hubiera tomado la pluma para escribir mis confesiones. Los hombres escriben cuando no tienen dinero; y las mujeres cuando quieren pedir algo.

A falta, pues, de otro entretenimiento, hablemos de mi vida. Voy a satisfacer la curiosidad de usted, por no mirarle más tiempo de puntillas, asomándose a la ventana de mi vida íntima. La mujer que, como yo, tiene el cinismo de presentarse en el tablado con el traje económico del Paraíso, puede perfectamente escribir sin escrúpulos su biografía.


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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Tres Cosas del Tío Juan

José Nogales


Cuento


Todo el pueblo sabía que Apolinar se estaba derritiendo vivo por Lucía, y que, aunque ésta no se derretía por nadie, no ponía mala cara a las solicitudes del mozo. Matrimonio igual: ella, joven, guapa, robusta y, de añadidura, rica; él, en los linderos de los veinticinco, no pobre, medio señoritín por lo que iba para alcalde, y entrambos hijos únicos. No faltaba al naciente afecto más que el sacramento de la confirmación, y para eso no había otro obispo sino tío Juan, el Plantao, padre y señor natural de la dama requerida.

El ilustre linaje de los Plantaos distinguióse desde muy antiguo tiempo por una terquedad nativa, de que estaba justamente orgulloso, y, de haber querido proveerse de heráldica, su escudo no fuera otro que un clavo clavado por el revés en una pared de gules. Apolinar sentíase cohibido por esta testarudez hereditaria, y recelaba que el tío Juan saliese con una gaita de las suyas, porque era hombre que no se apartaba de sus síes o sus noes así lo hicieran pedazos.

No hubo más remedio que pasar el Rubicón… y tirarse de cabeza en aquellas honduras insondables de la voluntad paterna. El tío Juan había dicho una vez: «¿Qué trae ese por aquí?» Y para los que le conocían el genio, era bastante.

—Ahora que está tu padre en la bodega, voy y se lo espeto, y Dios quiera que pueda salir con cara alegre… Pero antes dime, para que lleve fuerza, que me quieres como yo te quiero, con los redaños del alma.

—Apolinar, que me aburres con tus quereres y tonteos. Si quieres decírselo, anda; y lo que saques a mi padre del buche eso será, porque yo también soy plantá.


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Los Amores del Cometa

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


De oro, así es la cauda del cometa. Viene de las inmensas profundidades del espacio y ha dejado en las púas de cristal que tienen las estrellas muchas de sus guedejas luminosas. Las coquetas quieren atraparle; pero el cometa pasó impasible, sin volver los ojos, como Ulises por entre las sirenas. Venus le provocaba con su voluptuoso parpadeo de medianoche, como si ya tuviera sueño y quisiera volver a casa acompañada. Pero el cometa vio el talón alado de Mercurio, que sonreía mefistofélicamente, y pasó muy formal a la distancia respetable de veintisiete millones de leguas. Y allí le veis. Yo creo que en uno de sus viajes halló la estrella de nieve, a donde nunca llega la mirada de Dios, y que llaman los místicos infierno. Por eso trae erizos los cabellos. Ha visto muchas tierras, muchos cielos; sus aventuras amorosas hacen que las Siete Cabrillas se desternillen de risa y cuando imprima sus memorias veréis cómo las comprarán los planetas para leerlas a escondidas, cuidando de que no caigan en poder de las estrellas doncellitas. Tiene mucha fortuna con las mujeres: ¡Es de oro!


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Los Tres Reyes de Oriente

Ricardo León


Cuento


Es la Nochebuena de 1916; una noche glacial, obscura y lúgubre, sin villancicos ni serenatas, sin risas ni crótalos, sin panderetas ni albogues. En el silencio de la tierra triste sólo se escucha, de tarde en tarde, un zumbido lejano, un ronco tremor que se extiende con aciaga pesadumbre en el aire gélido y sonoro.

Por un camino, en la desierta llanura, viene de Oriente una caravana. Bajo el cielo adusto, huérfano de sus claros luminares, sólo se ven o se adivinan las siluetas: unos caballos vigorosos, unos dromedarios de robusta joroba, tres jinetes, unos bultos informes arrebozados en las tinieblas.

Llegando a cierto lugar donde se juntan otros caminos, la caravana vacila y se detiene. El cielo parece de ébano; la tierra, de bronce; el aire, un afilado puñal; y es el silencio tan hondo, que se oye el latir del corazón en las entrañas.

Una luz, verde y cruda, rasga de súbito el horizonte lejano, cunde como una centella, se abre al modo de una rosa, y cae deshecha en lágrimas sobre el manto sombrío de la noche. A esta luz, siguen muchas semejantes, y a las luces, unos retumbos pavorosos que hacen temblar la tierra, y a los retumbos, el silencio otra vez.

Y, entonces, la caravana sigue su ruta en las tinieblas…

* * *

Un fuerte resplandor alumbra todo el cielo en Occidente; la llanura se tiñe de roja claridad; los ámbitos se pueblan de voces y tronidos. Es la guerra que cabalga en su negro corcel por los campos europeos; es la Muerte, que, en plena Navidad cristiana, viene a arrullar las cunas con el bárbaro son del hierro y de la pólvora, a encender sus infames hogueras en la noche, en la bendita Noche en que se dijo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad…»


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La Venganza de Milord

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


(A Memé)


Mi buena amiga:

Te escribo oyendo el ruido de los últimos carruajes que vuelven del teatro. He tomado café –un café servido por la pequeña de una señorita que, a pesar de ser bella, tiene esprit–. Por consiguiente, voy a pasar la noche en vela.

Imaginóme, pues, que he ido a un baile, te he encontrado y conversamos ambos bajo las anchas hojas de una planta exótica, mientras toca la orquesta un vals de Métra y van los caballeros al buffet.

Si tú quieres, murmuremos. Voy a hablarte de las mujeres que acabo de admirar en el teatro. Imagínate que estás ahora en tu platea y observas a través de mis anteojos.

Mira a Clara. Ésa es la mujer que no ha amado jamás. Tiene ojos tan profundos y tan negros como el abra de una montaña en noche oscura. Allí se han perdido muchas almas De esa oscuridad salen gemidos y sollozos, como de la barranca en que se precipitaron fatalmente los caballeros del Apocalipsis. Muchos se han detenido ante la oscuridad de aquellos ojos, esperando la repentina irradiación de un astro: quisieron sondear la noche y se perdieron.

Las aves al pasar le dicen: ¿No amas? Amar es tener alas. Las flores que pisa le preguntan: ¿No amas? Amor es el perfume de las almas. Y ella pasa indiferente viendo con sus pupilas de acero negro, frías e impenetrables, las alas del pájaro, el cáliz de la flor y el corazón de los poetas.

Viene de las heladas profundidades de la noche. Su alma es como un cielo sin tempestades, pero también sin estrellas. Los que se le acercan sienten el frío que difunde en tomo suyo una estatua de nieve. Su corazón es frío como una moneda de oro en día de invierno.


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La Enamorada Indiscreta

Pedro de Répide


Cuento


DEL LICENCIADO ALONSO DE LAS TORRES
Al Autor.

SONETO

Saludo a ti, señor, en el Parnaso,
como a un divino hermano de las Nueve.
La brisa suave que tu plectro mueve
agita con sus alas el Pegaso.

El más sabio varón de Halicarnaso
no fuera nunca en tus elogios breve.
Hay una diosa que en tu frente llueve

celeste luz a su celeste paso.

De la Helicona la preclara linfa,
te dió a beber con plácido secreto
en áureo vaso extraordinaria ninfa.

Bienhayan tus decires y cantares,
por ti miran laureles del Himeto
las riberas del grato Manzanares.


DEL AUTOR
Al licenciado Alonso de las Torres.

SONETO

Dolor de los amores que se mueren
y son en nuestras almas enterrados.
Dolor de los puñales bienamados
que ya más no nos buscan ni nos hieren.

No en estos melancólicos narrares,
el fausto busques de la pompa loca.
Yo cambio ese laurel de los cantares
por la rosa del beso de una boca.

Es el dolor mayor de los dolores
el deshojar la flor de unos amores
en el jardín do fuimos sus cautivos.

Añoranza de fuente en el desierto.
Dolor de los amores que no han muerto,
y Dios nos manda que se entierren vivos.

Primera parte

CUÉNTASE EL PEREGRINO SUCESO DE LA ENAMORADA INDISCRETA, QUE TAMBIÉN FUÉ LLAMADO DEL PELIGRO EN LA VERDAD.


En una de las más famosas y nobles ciudades de la prócer Italia, asiento de las artes y patria de los más ínclitos varones, aconteció esta rara historia que aquí se relata, y donde se muestra la ejemplaridad de los designios del Altísimo, que trae aparejada la más alta edificación así saludable para que huyan la tentación del Enemigo los que aun no pecaron, y vuelvan a la senda de la Gracia los apartados de ella.


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Yo Soy un Corazón

José Nogales


Cuento


En la revuelta de un sendero que no sé adonde va, hallé un pobre hombre. Uno más, porque pobres hombres lo somos todos.

Vestía severamente, y su amplio y negro levitón se cerraba desde el cuello a las rodillas con cierta cautela decorosa. Tenía esa equívoca edad que puede señalarse con varias cifras: cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y tres…. La barba entrecana, el pelo largo y descuidado, la mirada clara, la frente serena.

–¿Va usted al Sanatorio?

–No, señor –le contesté.

–¡Es lástima, porque usted también padece!

–¿De qué?

–De lo que padecemos todos los de ese Sanatorio.

Con una disimulada inquietud eché una rápida ojeada por mis achaques. ¡Qué nueva cosa tendré yo, Dios mío!

Hablamos; al principio, la charla fue algo incoherente y trivial.

–¿Muchos enfermos?

–Bastantes.

–¿Buenos médicos?

–Ninguno.

–¡Hombre!

–Aquí cumplimos enteramente el precepto evangélico.

–No veo la relación……

–Lo que usted no sabe es el sistema. ¿Qué ha dicho Jesús? “Dejad a los muertos que entierrren a sus muertos”

–Justo.

–¿Y qué deduce usted?

–Yo, nada.

–Los muertos antes de serlo son enfermos: así es que hay que dejar a los enfermos que los curen sus enfermos. La cosa es terminante.

–Estoy convencido… aunque no iniciado.

–Ya le iniciaremos. Por lo pronto, aquí nadie nos oye, le confiaré un secreto: ¡Yo soy un corazón!

José Nogales y Nogales, cuento


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Fuerte como la Muerte

Pedro Mata y Domínguez


Cuento


De pie, con las manos en los bolsillos, frente a la luna del escaparate, estuvo largo rato mirando, vacilante y perplejo, sin acabar de decidirse. Se decidió por fin.

—A ver, ese collar… ¿Me hace usted el favor?

Un dependiente le sacó del escaparate y le extendió en el mostrador sobre un retal de terciopelo azul. El le examinó detenida y minuciosamente.

—Sí, está bien… es bonito. Me gusta; ¿qué vale?

—Para usted 1.200 pesetas.

—¿Precio fijo?

El dueño de la tienda intervino.

—A un cliente como usted, don Joaquín, no se le pide en esta casa más que lo justo. Es usted bastante inteligente para que haya necesidad de hacer el artículo. De todos modos, usted se le lleva, le manda tasar, y con arreglo a la tasación me da usted lo que guste.

—Es que, además, no las llevo encima.

—Usted se pasa por aquí cuando quiera. No hay prisa ninguna.

Salió muy contento, satisfechísimo de la compra. Llegó a casa, y en la misma puerta preguntó a la doncella que le salió a abrir:

—¿Cómo está la señorita?

—Bien; muy tranquila toda la tarde. Hace poco se quedó dormida.

Entró de puntillas en la alcoba y dilatando las pupilas para orientarse bien en la penumbra llegó pausadamente hasta la cama y se inclinó sobre la enferma. Al roce imperceptible de la ropa, Paulina abrió los ojos.

—Creí que dormías.

—No.

—¿Cómo estás?

—Parece que mejor. No tengo fatiga. He podido descansar un ratito.

—Naturalmente, mujer, y te pondrás muy pronto buena. Roldán me dijo ayer que estás en franca mejoría. Lo que hace falta es que no seas aprensiva, que te animes. Es necesario que pongas de tu parte un poquito de buena voluntad.

—¡Voluntad! ¡Ay, si con la voluntad se pudiera vivir!


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Tragedias de Actualidad

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento, Teatro


(EL ALQUILER DE UNA CASA)


PERSONAJES

EL PROPIETARIO: hombre gordo, de buen color, bajo de cuerpo y algo retozón de carácter.

EL INQUILINO: joven flaco, muy capaz de hacer versos.

LA SEÑORA: matrona en buenas carnes, aunque un poquito triquinosa.

Siete u ocho niños, personajes mudos.


ACTO ÚNICO

EL PROPIETARIO: ¿Es usted, caballero, quien desea arrendar el piso alto de la casa?

EL ASPIRANTE A LOCATARIO: Un servidor de usted.

–¡Ah! ¡Ah! ¡Pancracia! ¡Niños! Aquí está ya el señor que va a tomar la casa. (La familia se agrupa en torno del extranjero y lo examina, dando señales de curiosidad, mezclada con una brizna de conmiseración.) Ahora, hijos míos, ya le habéis visto bien; dejadme, pues, interrogarlo a solas.

–¿Interrogarme?

–Decid al portero que cierre bien la puerta y que no deje entrar a nadie. Caballero, tome usted asiento.

–Yo no quisiera molestar…, si está usted ocupado…

–De ninguna manera, de ninguna manera; tome usted asiento.

–Puedo volver…

–De ningún modo. Es cuestión de brevísimos momentos. (Mirándole.) La cara no es tan mala…, buenos ojos, voz bien timbrada…

–Me había dicho el portero…

–¡Perdón! ¡Perdón! ¡Vamos por partes! ¿Cómo se llama usted?

–Carlos Saldaña.

–¿De Saldaña?

–No, no señor, Saldaña a secas.

–¡Malo, malo! El de habría dado alguna distinción al apellido. Si arrienda usted mi casa, es necesario que agregue esa partícula a su nombre.

–¡Pero, señor!

–Nada, nada: eso se hace todos los días y en todas partes; usted no querrá negarme ese servicio. Eso da crédito a una casa… Continuemos.

–Tengo treinta años, soy soltero.


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