I
Don Trinidad de Aguirre ha muerto.
Esta noticia acaso no sorprenda a mis lectores, porque los lectores ya no se sorprenden de nada; pero debía sorprenderles.
Debía sorprenderles por varias razones. En primer lugar, porque
ninguno de ellos habrá conocido al difunto, cuando todavía no era
difunto. En segundo lugar, porque el suceso ha venido sobre todos
nosotros con la rapidez del rayo, sin preparación de ningún género, sin
un mal aviso de los periódicos, sin una papeleta de defunción siquiera:
se nos dice que don Trinidad ha muerto, y no sabíamos que este don
Trinidad existiese. Y en tercer lugar, porque la muerte de este señor ha
sido de todo punto injustificada.
Con las entradas en y salidas de este mundo de
lágrimas, sucede como con las entradas y salidas de los dramas: las hay
que están más o menos justificadas, y las hay que no están justificadas
de ninguna manera.
El mutis, digámoslo así, de don Trinidad, ha sido, pues, inesperado e injustificado.
Don Trinidad era joven, era rico, tenía figura simpática, talento
natural, mucha ilustración, estaba para casarse con una chica preciosa
y, sobre todo, gozó de una salud perfecta, hasta el momento de morirse,
que esto no le sucede a todo el mundo.
¿Hay alguien que en estas condiciones se muera? Yo creo que no.
Pues, sin embargo, don Trinidad de Aguirre ha muerto.
Hace dos años viajó por Alemania; allá se estuvo unos meses y volvió
del viaje como se fué: tan joven, tan rico, tan simpático, tan alegre y
tan sano.
Pero en el mes de Noviembre del 96 tuvo un pequeño ataque a la vista.
Poca cosa, casi nada, enfermedad que no lo era, y que no tenía de serio más que el nombre, que no sé cuál fuese.
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