Capítulo I. El adiós de la Reina
Quien ha vivido en el mundo y advertido que el acto
más insignificante puede engendrar innumerables consecuencias, no es
capaz de asegurar que la muerte del duque de Strelsau, la liberación y
la restauración del rey Rodolfo, habían terminado de un modo definitivo
con los disturbios causados por la audaz conspiración de Miguel el
Negro.
La lucha fue encarnizada, la puesta considerable, desaforadas las pasiones, y la simiente del odio esparcida por doquier.
Pero ya que Miguel pagó con la existencia el atentado contra la corona, todo parecía terminado.
Miguel había muerto, la princesa casó con su primo, el secreto no
respiró, el señor de Rassendyll desapareció de Ruritania. ¿No era esto
un desenlace?
En tal sentido hablaba a mi amigo, el condestable de Zenda, conversando tranquilamente en su casa. Me contestó así:
—Es usted muy optimista, amigo Fritz. ¿Acaso ha muerto Ruperto de Hentzau? Creo que no.
El principal agente de que echaba mano Ruperto para reconciliarse
con el Rey era su primo el conde de Rischenheim, mozo de preclaro
linaje, muy rico y que le quería.
El conde desempeñaba perfectamente su cometido. Reconocía las
graves faltas de Ruperto; pero invocaba en su favor la ligereza de la
juventud, la influencia predominante del duque Miguel, y prometía para
lo porvenir una fidelidad tan discreta como sincera.
Pero, como puede comprenderse, lo mismo el Rey que sus compañeros,
conocían demasiado a Ruperto de Hentzau para atender las súplicas de sus
embajadores. Ruperto parecía decir por boca de éstos: «Pagadme bien y
callaré».
Nosotros nos limitábamos a tener en secuestro los bienes del Conde y
procurábamos vigilarle cuidadosamente a él, pues estábamos decididos a
que no penetrara en Ruritania.
Información texto 'Ruperto de Hentzau'