Sucedía lo que voy a referir en los tiempos modernísimos de la China,
séptimo siglo de nuestra Era, reinando la emperatriz Vu. No incluyen
los historiógrafos sinenses a esta dama en la lista de los soberanos,
alegando que Vu era una usurpadora, ni más ni menos que la actual
emperatriz, que tanto preocupa a la Europa culta.
Hija de un príncipe de Mingrelia, Vu fue llevada al gineceo de
Tai-Sung con otras veinte doncellas nobles, encargadas de hacer el té y
plegar, guardándolos en cajas de sándalo oriental, los ropajes de seda
del emperador. La reconocieron los eunucos; se cercioraron de que tenía
el aliento sano, la dentadura pareja y completa, el cuerpo puro y
gentil, y sabía trazar con el pincel los caracteres complicados del
alfabeto, rasguear la guitarra y recitar de memoria las enseñanzas de la
literatura Panhoei-pan, que ordenan a la mujer ser en su casa nada más
que un eco y una sombra. Seguros ya de que Vu merecía el honor de
divertir al glorioso soberano, la vistieron de bordadas telas, la
perfumaron con algalia, salpicaron de flores de cerezo su negra
cabellera, peinada en complicadas y relucientes cocas, y la presentaron a
Tai-Sung. Éste apenas la miró; altos designios, planes heroicos, sabias
máximas ocupaban su mente. Estaba disponiendo las instrucciones que
había de dar al príncipe heredero Kao-Sung, entre las cuales figuraba
este consejo: «Reina sobre ti mismo y sujeta tus pasiones.»
Y el príncipe heredero —asomado al balconcillo de un pabellón de
bambú que adornaban placas de esmalte y cuyo techo escamoso guarnecían
campanillitas de plata— vio pasar a la nueva esclava de su padre y la
codició en su corazón de un modo insensato.
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