Las llaves tintinean y un grupo de
presidiarios entra en fila en el patio de la cárcel. Son las doce y
deben caminar en círculo para tomar el aire.
El patio está empedrado. Tan sólo en la mitad hay un par de manchas
de césped oscuro, como túmulos. Cuatro árboles delgados y un seto de
triste alheña.
Los presidiarios, con sus grises uniformes, apenas hablan y siempre
caminan en círculo, uno detrás de otro. Casi todos están enfermos:
escorbuto, articulaciones inflamadas. Los rostros son grises, como
masilla, los ojos están apagados. Mantienen el paso con corazón
desconsolado.
El vigilante, con sable y gorra, está en la puerta del patio y mira fijamente ante sí.
A lo largo del muro corre una franja de tierra. Allí no crece nada: el sufrimiento se filtra a través de la amarilla tapia.
—Lukawsky acaba de estar con el director —grita a media voz un preso a los demás desde la ventana de su celda.
El grupo sigue marchando.
—¿Qué pasa con él? —preguntó un preso recién ingresado a su compañero.
—A Lukawsky, el asesino, le han condenado a morir en la horca, y hoy, según creo, se decidirá si se confirma la sentencia o no.
—El director le ha leído la confirmación de la sentencia en su
despacho. Lukawsky no ha dicho una palabra, tan sólo se ha tambaleado.
Pero fuera ha hecho rechinar los dientes y le ha acometido un ataque de
furia. El vigilante le ha puesto la camisa de fuerza y lo ha encadenado
al banco, de modo que no puede mover ningún miembro hasta mañana
temprano. Y también le han puesto un crucifijo.
Esto se lo comunicó el preso a los que pasaban de manera fragmentaria.
—Lukawsky está en la celda número 25 —dice uno de los presos más viejos.
Todos miran hacia las rejas de la celda número 25.
El vigilante se inclina en la puerta con semblante ausente y da una patada a un trozo de pan seco que está en el camino.
Información texto 'El Horror'