Textos más populares esta semana publicados el 14 de septiembre de 2016

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fecha: 14-09-2016


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El Matadero

Esteban Echeverría


Cuento


A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América que deben ser nuestros prototipos. Temo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo de 183… Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia adoptando el precepto de Epitecto, sustine abstine (sufre, abstente) ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, solo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula…, y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Linterna Mágica

Manuel A. Alonso


Cuento


Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.

Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida, cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Perico Paciencia

Manuel A. Alonso


Cuento


Tratábase de celebrar la fiesta del santo patrón de un pueblo de esta Isla, y siguiendo la costumbre establecida en casos semejantes, comenzó el Alcalde por abrir una suscripción en la que pronto figuraron los nombres de las principales personas de dicho pueblo. Vivía en el mismo un vecino joven que el señor Cura recogió cuando niño porque tuvo la desgracia de perder a sus padres, y lo había criado, dándole la educación que pudo, pues el buen señor hasta de lo necesario solía privarse para socorrer a los desgraciados y esto quiere decir que su bolsa estaba tan limpia de dinero como su alma de pecados.

Pedro González, que así se llamaba el niño, creció teniendo siempre a la vista el buen ejemplo del sacerdote y como de suyo era bien inclinado, llegó a ser el mozo más honrado, servicial y bonachón; tanto que lo conocían todos por el nombre de Perico Paciencia, y así le llamaban sin que por ello se le diera un comino.

Pensando sin duda en hacer una buena obra iba nuestro hombre por la calle, cuando se encontró con el Alcalde, que, con la lista en una mano y el lápiz en la otra, le interpeló de este modo:

—Vamos, Perico, a ver con cuánto te apuntas para los gastos de la fiesta.

—Señor Alcalde, con mucho gusto; lo que siento es que no tengo más que un peso, que si más tuviera vería usted qué pronto se lo entregaba, como hago con éste.

Y, en efecto, entregó cuatro pesetas, único caudal que poseía en aquel momento y que llevaba consigo.

—Pero algo más puedo hacer: usted tendrá que mandar por los músicos al pueblo vecino porque aquí no los hay; yo tengo mi caballito, iremos los dos y se ahorra el alquiler de un hombre y un caballo. Además iré también a llevarlos después de la fiesta.

—Gracias, Perico, gracias y acepto tus ofrecimientos. Mañana temprano es preciso marchar.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Aya

José María Eça de Queirós


Cuento


Érase una vez un rey, joven y valiente, señor de un reino abundante en ciudades y cosechas, que partía a batallar por tierras distantes, dejando solitaria y triste a su reina y a un hijo chiquitín, que todavía vivía en su cuna, envuelto en sus fajas. La luna llena que lo viera marchar, llevado en su sueño de conquista y de fama, empezaba a menguar, cuando uno de sus caballeros apareció, con las armas rotas, negro de la sangre seca y del polvo de los caminos, trayendo la amarga nueva de una batalla perdida y de la muerte del rey, traspasado por siete lanzas entre la flor de su nobleza, a la orilla de un gran río. La reina lloró magníficamente al rey. Lloró, además, desoladamente al esposo, que era hermoso y alegre. Pero, sobre todo, lloró ansiosamente al padre que así deja al hijito desamparado, en medio de tantos enemigos de su frágil vida y del reino que sería suyo, sin un brazo que lo defendiese, fuerte por la fuerza y fuerte por el amor.

De esos enemigos, el más temeroso era su tío, hermano bastardo del rey, hombre depravado y bravío, consumido por groseras codicias, deseando la realeza tan solo por sus tesoros, y que hacía años que vivía en un castillo en los montes, con una horda de rebeldes, como lobo que, desde su atalaya, en su foso, espera la presa. ¡Ay, la presa ahora era aquella criaturita, rey que aún mamaba, señor de tantas provincias, y que dormía en su cuna con un sonajero de oro en la mano cerrada!


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Gotas de Sangre: Crímenes y Criminales

Luis Bonafoux Quintero


Cuento


Esperando a la viuda

Hace tiempo que la ausencia de «la Viuda», como se llama aquí a la guillotina, preocupa a los parisienses. Como su hermana «La Marsellesa» —calificada de «chant vieux jeu», aunque todavía entusiasma en Lisboa,— la guillotina ha venido muy a menos. Ya tiene poco del carácter que tuvo en 1792, cuando la instalaron en la plaza de la Greve, y la manipuló el verdadero Samson, tal vez ascendiente del almirante famoso. Y ya no tiene ni pizca del carácter que ostentó en la plaza de la Revolución…

Pero, a pesar de todo, la guillotina sigue siendo una atracción parisiense, como «la Morgue» y otros establecimientos siniestros, que son lo que las verrugas en un rostro bonito y acicalado, y constituyen un contraste sugestivo para ojos turbios y espíritus marchitos.

Hace tiempo que echamos de menos la canibalesca orgía que precede al acto de descabezar a un reo: el transporte de la guillotina al lugar de los suplicios, la instalación y prueba de la misma, el ir y venir del verdugo, con su séquito de ayudantes en la faena de matar; el desbordamiento de figuras atroces que corren hacia el triángulo siniestro, la exhibición, en balcones y ventanas, de mujeres, desencajadas y pálidas, que se vuelven todas ojos ansiosos de mirar, mientras, detrás de ellas, los amantes las hacen cosquillas en las nucas rubias, y luego, la lúgubre aparición del reo, sus muecas de espanto, sus sobresaltos y desfallecimientos, el acto de echarle en la báscula, amarrado como un salchichón; el ruido seco del tajo al bajar vertiginosamente y el chorro de sangre, saludado por horribles bocas que exhalan, como de una alcantarilla, toda la podredumbre social…


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Aduaneros

Alphonse Daudet


Cuento


Una vieja embarcación de la Aduana, semicubierta, era la Emilia, de Porto—Vecchio, a bordo de la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas Lavezzi. Para resguardarse en ella del viento, de las olas y de la lluvia, sólo había un pequeño pabellón embreado, lo suficientemente amplio para contener escasamente una mesa y dos literas. Con tan pobres recursos, merecían verse nuestros marineros con el mal cariz del tiempo. Chorreaban los rostros, las blusas caladas de agua humeaban como ropa blanca puesta a secar en estufa, y en pleno invierno los infelices pasaban así días enteros, hasta las noches inclusive, acurrucados en sus mojados asientos, tiritando entre aquella humedad malsana, porque no se podía encender fuego a bordo, y muchas veces era difícil ganar la costa… Pues bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba. En los más recios temporales, siempre los vi con idéntica placidez, del mismo buen humor. Y, no obstante, ¡qué triste vida la de esos carabineros de mar!

Casados casi todos ellos, con esposa e hijos en tierra, permanecen meses enteros separados de sus familias dando bordadas por aquellas tan peligrosas costas, alimentándose solamente de pan enmohecido y cebollas silvestres. ¡Jamás beben vino, nunca comen carne, porque la carne y el vino cuestan caros, y su sueldo es sólo quinientos francos al año! ¡Figúrense ustedes si habrá oscuridad en la choza de allá abajo, en la marina, y si los niños irán bien calzados!… ¡No le hace! Todas esas gentes parecen contentas con su suerte. A popa, delante del camarote, había un gran balde lleno de agua llovida, donde la tripulación calmaba la sed, y recuerdo que, apurado el último buche, cada uno de esos pobres diablos sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una expresión de bienestar tan cómica como enternecedora.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Fantasma Provechoso

Daniel Defoe


Cuento


Un caballero rural tenía una vieja casa que era todo lo que quedaba de un antiguo monasterio o convento derruido, y resolvió demolerla aunque pensaba que era demasiado el gusto que esa tarea implicaría. Entonces pensó en una estratagema, que consistía en difundir el rumor de que la casa estaba encantada, e hizo esto con tal habilidad que empezó a ser creído por todos. Con ese objeto se confeccionó un largo traje blanco y con él puesto se propuso pasar velozmente por el patio interior de la casa justo en el momento en que hubiera citado a otras personas, para que estuvieran en la ventana y pudiesen verlo. Ellos difundirían después la noticia de que en la casa había un fantasma. Con este propósito, el amo y la esposa y toda la familia fueron llamados a la ventana donde, aunque estaba tan oscuro que no podía decirse con certeza qué era, sin embargo se podía distinguir claramente la blanca vestidura que cruzaba el patio y entraba por una puerta del viejo edificio. Tan pronto como estuvieron adentro, percibieron en la casa una llamarada que el caballero había planeado hacer con azufre y otros materiales, con el propósito de que dejara un tufo de sulfuro y no sólo el olor de la pólvora.

Como lo esperaba, la estratagema dio resultado. Alguna gente fantasiosa, teniendo noticia de lo que pasaba y deseando ver la aparición, tuvo la ocasión de hacerlo y la vio en la forma en que usualmente se mostraba. Sus frecuentes caminatas se hicieron cosa corriente en una parte de la morada donde el espíritu tenía oportunidad de deslizarse por la puerta hacia otro patio y después hacia la parte habitada.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Cristo del Océano

Anatole France


Cuento


Aquel año, muchos de los habitantes de Saint—Valery que habían salido a pescar, murieron ahogados en el mar. Se hallaron sus cuerpos arrojados por las olas a la playa junto a los despojos de sus barcas y, durante nueve días, por la ruta empinada que conduce a la iglesia, se vieron pasar los ataúdes transportados por los suyos y seguidos por las viudas llorosas, cubiertas con manto negro, como las mujeres de la Biblia. El patrón Jean Lenoël y su hijo Désiré fueron así colocados en la nave central, bajo la bóveda en la que ellos mismos habían colgado tiempo atrás, como ofrenda a Nuestra Señora, un barco con todos sus aparejos. Eran hombres justos y que temían a Dios. Y el señor Guillaume Truphème, párroco de Saint—Valery, después de haberles dado la absolución, dijo con una voz regada por las lágrimas:

—Jamás fueron sepultados en tierra sagrada, para esperar ahí el juicio de Dios, personas más honestas y mejores cristianos que Jean Lenoël y su hijo Désiré.

Y mientras las barcas con sus patrones perecían cerca de la costa, los grandes navíos naufragaban en alta mar, y no había día que el océano no devolviera algún despojo. Y sucedió que una mañana, unos chicos que trasladaban una barca vieron una figura flotando sobre el mar. Era la de Jesucristo, a tamaño natural, esculpida en madera resistente y si barnizar, que parecía una obra antigua. El buen Dios flotaba sobre el agua con los brazos extendidos. Los chicos lo sacaron a la orilla y lo llevaron a Saint—Valery. Tenía la frente ceñida por una corona de espinas; sus pies y sus manos estaban taladrados. Pero faltaban los clavos lo mismo que la cruz. Con los brazos aún abiertos para ofrecerse y bendecir, aparecía tal como lo habían visto José de Aritmatea y las santas mujeres en el momento de darle sepultura. Los chicos se lo entregaron al párroco Truphème que les dijo:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Memorias de una Horca

José María Eça de Queirós


Cuento


De un modo sobrenatural llegó a mí la noticia de la existencia de este papel, donde una pobre horca podrida y negra relataba algunas cosas de su historia. Esta horca procuraba escribir sus trágicas Memorias. Debían ser profundos testimonios sobre la vida. Como árbol, nadie conocía tan bien el misterio de la Naturaleza; como horca, nadie conocía mejor al hombre. Nadie puede ser tan espontáneo y genuino como el hombre que se retuerce al extremo de una cuerda, ¡a no ser ese otro que se le sube a los hombros! Por desgracia, la pobre horca se pudrió y murió.

Entre los apuntes que dejó, los menos completos son estos que transcribo, resumen de sus dolores, vaga apariencia de gritos instintivos. ¡Si ella hubiera podido escribir su vida compleja, llena de sangre y de tristezas! Es hora de que sepamos, por fin, cuál es la opinión que la vasta Naturaleza, montes, árboles y aguas, tiene del hombre imperceptible. Tal vez este sentimiento me lleve algún día a publicar papeles que guardo avaramente y que son las Memorias de un átomo y las Notas de viaje de una raíz de ciprés.

Así discurre el fragmento que copio y que es, tan solo, el prólogo de las Memorias:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Clase

Alphonse Daudet


Cuento


Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: “¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?”

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

—No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

—¡Silencio! ¡Un poco de silencio!


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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