Para contrastes, el de la comunidad de Recoletas de Marineda con su
hermanuco, donado o sacristán, que no sé a punto cierto cuál de estos
nombres le cae mejor.
Son las Recoletas de Marineda ejemplo de austeridad monástica; gastan
camisa de estameña; comen de vigilia todo el año; se acuestan en el
suelo, sobre las losas húmedas, con una piedra por almohada; se
disciplinan cruelmente; se levantan a las tres de la mañana para orar en
el coro; hablan al través de doble reja y un velo tupido; para
consultar con el médico no descubren la cara, y son tan pobres, que los
republicanos carniceros o polleros del mercado y las lengüilargas
verduleras, al ver pasar al hermanuco con la cesta, deslizan en ella el
pedazo de vaca, el par de huevos, la patata, el cuarto de gallina, el
torrezno, diciendo expresivamente: «Que sea para las madres, ¿eh?; para
las enfermas.» Porque saben que siempre hay en la enfermería dos o tres
recoletas, lo menos, y que si no lo reciben de limosna, no tendrían
caldo, pues ni la regla ni la necesidad les permiten salir de bacalao y
sardina.
No quedaban tranquilas, sin embargo, las caritativas verduleras, y lo
probaba lo recalcado de la frase: «Que sea para las madres, ¿eh?»
Porque así como se figuraban a las recoletas escuálidas, magras,
amarillas y puntiagudas, así veían de rechoncho, barrigón, coloradote y
enjundioso al donado.
Constábales, además —y a alguna por experiencia—, que el ejemplo de
las madres surtía en el donado efectos contraproducentes, y que tanto
cuanto eran las madres de castísimas, humildes, ayunadoras y sufridoras,
era el donado... de todos los vicios opuestos a estas virtudes. No
obstante, su humor jovial y bufonesco, sus cuentos verdes, sus
equívocos, sus dicharachos, sus sátiras, le habían granjeado cierta
popularidad en puestos y tenduchos.
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