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fecha: 15-11-2020 contiene: 'u'


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Miguel y Jorge

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Encontráronse a orillas de un río del Paraíso, muy azul y muy manso, y complacidos de encontrarse, a un mismo tiempo se pararon y se saludaron cortésmente, mirándose con singular gozo. Y a fe que los dos tenían que ver, y aun en qué regocijar la vista.

Miguel llevaba descubierta su cara imberbe, de facciones enérgicas y finas, de tez blanca y sonrosada como la de una linda doncella. La alzada visera del yelmo resplandecía sobre su frente como una diadema, y los rubios cabellos en bucles serpentinos y elásticos, flotaban acariciando el cuello de marfil, que no tapaba la escotada gola de acero nielado de oro. Su ceñida loriga de escamas de plata señalaba con hermosas líneas las formas vigorosas y exquisitas de un gallardo torso. Las puntas de su banda de crespón carmesí, recamada de perlas se anudaban al costado y caían hasta la pierna desnuda bajo el rico faldellín. Dos gruesos topacios abrochaban la tobillera de sus sandalias y su puño derecho luciendo la valiente musculatura, afianzaba una lanza de bruñido fresno, con flecos de seda en torno de la moharra aguda y terrible. Las fuertes alas del arcángel eran de la pluma más suave y blanca, pero hacia la extremidad se teñían de viva púrpura, como si se hubiesen humedecido en sangre de los enemigos de Dios.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Desde Afuera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la pregunta de Lucio Sagris si habíamos sentido alguna vez el estremecimiento de lo sobrenatural, aquel soplo que en la alta noche hacía erizarse los cabellos de Job, casi todos nosotros respondimos (a fuer de burgueses prosaicos que somos) un «no» risueño. Dos o tres, sin embargo, exclamaron sin titubear que «sí»; y a los restantes, los puso la afirmación meditabundos.

—La impresión de lo sobrenatural —dijo Sagris, enderezándose en la mecedora—, a lo menos para mí, reviste formas variadísimas. No es sólo a la cabecera del moribundo, ni al reflejo de los cirios que alumbrarán al muerto, ni en la gruta de Lourdes, ni en alta mar, cuando lo inefable nos roza con sus alas. A veces basta el choque de una mirada, la luz de unos ojos, el movimiento de unos labios al articular palabras solemnes...

Interrumpieron a Sagris las chungas del auditorio, que creyó ver en aquellas frases una alusión al amor y a su peculiar afecto magnético. Al cesar el fuego graneado, Sagris hizo un mohín desdeñoso y un ademán que significaba «atiendan».

—Manía muy común —pronunció así que callamos— la de explicarlo todo por la recíproca atracción sexual. Hay en el mundo otras fuerzas y otras corrientes. Lo más notable de las revelaciones hipnóticas es que han demostrado hasta la evidencia que una persona enteramente desconocida y extraña puede, sin preliminar alguno, modificar profundamente nuestra sensibilidad nerviosa...

—Si es una mujer bonita, vaya si puede —advirtió Tresmes el incorregible.


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Omnia Vincit

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Esteban llevaba, no con buen ánimo, sino con regocijo, el peso de sus votos. Era de los que ingresan en el seminario por pura vocación y de éstos no hay muchos, pues si hogaño el clero en general tiene quizá mejores costumbres que antaño, no cabe duda que el gran impulso religioso va extinguiéndose y escaseando las vocaciones decididas y entusiastas.

La de Esteban debe contarse entre las más resueltas. Así que se vio investido del privilegio de sostener entre sus manos el cuerpo de Cristo, que por la fuerza de las palabras de la Consagración descendía desde las alturas del cielo, Esteban quiso ser digno de tal honor, y entregándose a la mortificación y a la piedad, gozó la fruición del sacrificio, el deleite de renunciar a todo con abnegación suprema y pisotear bienes, mundanas alegrías, efímeras felicidades, mentiras de la carne y de la imaginación, por una verdad, pero tan grande, que sólo puede llenar nuestro vacío.

Al ordenarse no había pensado Esteban ni un momento en pingües curatos, en prebendas descansadas, en capellanías aparatosas. La mitra no brillaba en sus sueños, ni vio refulgir sobre su dedo, cual mística violeta, la amatista pastoral.

Lo que ansiaba era, por el contrario, una función útil y oscura. Sus propósitos consistían en fundar, con sus bienes y con lo que juntase implorando aquí y allí (en la humillación estaría el mérito precisamente) alguna institución de beneficencia: un hospital, un asilo, un sanatorio, un refugio para el dolor. Esteban que era valiente y, sin querer, cifraba su orgullo en cultivar esta virtud varonil, tenía determinado que los infelices recogidos en su instituto fuesen enfermos de mal horrible, repugnante y contagioso, como lepra y cáncer. Y al consultarse y medir sus fuerzas, sólo recelaba que le hiciesen traición cuando más las necesitase; que al llamar por el heroísmo, el heroísmo desapareciese como manantial sorbido por la arena.


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Reconciliación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Yo la aborrecía como el que más —dijo el semifilósofo—, ¡y cuidado que la aborrecen los mortales! Pero se me figura que mi odio revestía un carácter especial de violencia y desprecio. No sólo me parecía horrible, sino antipáticamente ridícula, y me burlaba de sus gestos, del aparato que la rodea, de los versos y artículos que inspira, de las industrias que sostiene, de las carrozas figurando templetes, de los cocheros y lacayos «a la Federica»; de las coronas de siemprevivas y violetas de trapo que parecen roscones; de los pensamientos tamaños como berzas sobre cuyas negras hojas reluce, adherido con goma arábiga, un descomunal lagrimón de vidrio... Groseras representaciones simbólicas, que me inspiraban en vez de respeto, mofadora risa, y que me hacían exclamar al encontrarme por las calles un entierro: «Ahí va la última mascarada. Como «me lleven» así..., soy capaz de resucitar y de dar el disgusto magno a mis herederos.»

Quizá «ella» se enteró de que yo la detestaba tan seria y encarnizadamente. Lo cierto es que una noche, de verano y muy apacible, encontrándome en perfecta salud y sin acordarme para nada de la desagradable acreedora de la Humanidad, como me entretuviese en el jardín respirando el suave aroma de los dondiegos y las madreselvas, y recreándome en la fantástica forma que presta la luna a los árboles y a las lejanías, de pronto vi a la Muerte, a la Muerte en persona, sentada a mi verita, en el mismo banco, y clavando en mí sus profundos ojos de esfinge.


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En el Santo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¡Menudo embeleco! —había exclamado, colérica, la Manuela cuando Lucas ordenó a Sidoro que se pusiese la chaqueta para bajar a la pradera de San Isidro.

En cambio, Sidoro sintió palpitar de alegría su corazoncito de seis años, encogido por la constante aspereza del trato feroz que le daba su madrastra... o lo que fuese: la Manuela, mujerona con que ahora vivía Lucas. En la infancia, decir novedad y cambio es decir esperanza ilimitada y hermosa. ¡Bajar al Santo! ¿Quién sabe lo que el Santo guardaba en sus manos benditas para los niños sin madre, para los niños apaleados y hambrientos?

Loco de contento se incorporó Sidoro al grupo, si bien le agrió ya el primer gozo tener que cargar con un cestillo atestado de provisiones. Pesaba mucho, y Sidoro hubiese implorado que le aliviasen la carga, a no temer uno de los pellizcos de bruja, retorcidos y rabiosos, con que la Manuela le señalaba cardenal para medio mes. Suspirando, alzó el cestillo como pudo, y salieron calle de Toledo abajo, por entre olas de gentes, con un sol capaz de freír magras, un sol más canicular que primaveral.

Tragando el polvo que soliviantaban ómnibus, carricoches y simones, pasaron el puente de Toledo y llegaron al cerro, donde hervía más compacta la alegre multitud. Lucas habló de entrar a rezarle al Santo; pero la Manuela, levantando de un puntillón a Sidoro, que había caído empujado por el remolino y agobiado por el peso, renegó de la idea y prefirió comprar torrados, avellanas y rosquillas, y buscar donde merendar. La sed les resecaba el gaznate, y Lucas, portador de la colmada bota, notando su grata turgencia entre el brazo y las costillas, aprobó la determinación.


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El Niño de San Antonio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre varias personas de entendimiento que no tenían ni el mal gusto y la mala ventura de ser impíos, ni la fanfarronería de ser intolerantes, suscitóse la atractiva e inagotable cuestión de lo sobrenatural, viniendo a discutirse el milagro, por qué era tan frecuente antaño y hoy escasea de tal modo. Hubo quien se limitó a decir «escasez»; pero no faltó quien resueltamente pronunciase la palabra «desaparición».

Los que defendían la persistencia del milagro protestaron en nombre de las maravillas que se realizan en Lourdes los días de procesión solemne: los paralíticos curados instantáneamente al sumergirse en aquellas aguas, estremecidas, como las de la piscina probática, por el aleteo del ángel que desciende a infundirles virtud; en nombre de las llagas de Luisa Lateau —adornada por la virtud del Cielo con cinco sangrientas señales—. A esto respondieron los escépticos que las llagas de Luisa Lateau eran un fenómeno patológico ya explicado por la ciencia, y que las curaciones de Lourdes se originaban de una impresión puramente subjetiva, un sacudimiento moral que repercute en el organismo, caso comparable a los felices resultados que obtienen algunos médicos empleando el hipnotismo para combatir males que no hallan remedio en la botica. Entonces, uno de los presentes, Tristán de Cárdenas, que había guardado silencio durante la discusión, tomó la palabra, y todo el mundo calló para oírle, pues su voz era armoniosa y vibrante, y su palabra, nunca vulgar, chispeaba a veces elocuencia fogosa.


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Oscuramente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La casuca, al borde del camino, separada de la cuneta por un jardín no mayor que un pañuelo, era simpática, enyesada, con ventanas pintadas de azul ultramar rabioso, y un saledizo de madera que decoraban pabellones de rubias espigas de maíz. En el jardín no dejaban cosa a vida gallinas y el gallo, escarbando ellas con humilde solicitud y él con arrogante desprecio; pero así y todo, los rosales «lunarios» se cubrían de finas rosas lánguidas, las hortensias erguían sus copos celestes, y un cerezo enorme, amaneradamente puesto por casualidad a la izquierda de la casa, daba fresca sombra. Aquella vista podía ser asunto de país de abanico, y mejor si la animaba la presencia de la chiquilla alegre y reidora, en quien la vida amanecía con lozanos brotes y florescencias primaverales.

Huérfana era Minga, pero no había notado la soledad ni el abandono, gracias a su hermano Martín, que le prodigó mimos de madraza y protección de padre. La niñez no siente nostalgias de lo pasado cuando es dulce lo presente. Minga no recordaba el regazo maternal. Era Martín —solían repetirlo los demás mozos de la aldea, y no siempre con piadosa intención —como una mujer, El sabía amañar el caldo y arrimar el pote a la lumbre; él lavaba, torcía y tendía la ropa; él vendía en la feria la manteca, la legumbre, los huevos; él vestía y desnudaba a Minga mientras fue muy pequeña, y la tomaba en brazos y la sonaba y desenredaba la vedija de seda blonda, luminosa y vaporosa como un nimbo de santidad... También la llevaba de la mano a la iglesia, porque Martín era algo sacristancillo. Ayudaba al señor cura, y su vaga aspiración, si no hubiese tenido que dedicarse a cuidar de su hermana, sería cantar misa, adornar mucho los altares, ponerle a su Virgen flores, colgarle arracadas de perlas.


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El Pecado de Yemsid

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Refieren los viejos códices persas y cuentan las tradiciones conservadas en la India entre los emigrados «parsis», que guardan la religión reformada por Zoroastro, que no hubo en los ámbitos de la tierra rey más celebrado que Yemsid (ni el mismo Suleimán, a quien los hebreos llaman «Salomón»). Todo cuanto bueno y grato existe en el mundo, a Yemsid lo debieron sus súbditos, y gracias él, una comarca antes pobre y de groseras y selváticas costumbres, se transformó en emporio de civilización y en paraíso terrenal.

Viendo que su pueblo combatía con hondas, garrotes y hachas de sílex, inventó Yemsid las corvas cimitarras, las tajantes espadas, las corazas y cotas de fino temple y los puntiagudos cascos que ostentan los guerreros en las miniaturas del Schah-Nameh del poeta Firdusi; y los persas, antes indefensos y vencidos, fueron temidos de sus enemigos y dilataron los confines de su nación hasta más allá de la Bactriana y del Eúfrates. Viendo que andaban medio desnudos o vestidos de tosca lana, enseñóles a recoger, hilar y teñir las delicadas fibras del lino y hacer flexibles telas de lindos colores. Notando que moraban en chozas cónicas o en cuevas abiertas en la caliza, les mostró cómo se edifican amplias casas sustentadas en postes de cedro o en pilastras de jaspe, y cómo se trae al patio, rodeado de flores y arbustos, el surtidor de agua que recae en los tazones sembrando el aire de aljófares. Y el esmerado cultivo de la tierra y el sistema de la jardinería, y el trazado de las vías que unieron a la joven Persépolis con la antigua Babilonia, y el establecimiento de los bazares y ferias que dieron salida a los productos del suelo persa y riqueza a sus habitantes. Todo fue venturosa iniciativa del gran Yemsid.


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La Operación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Los primeros años de mi juventud —dijo el opulento capitalista que nos había ofrecido una comida indudablemente superior a las famosas de Lúculo, las cuales tenían al margen el vomitorium y la indigestión a la vuelta— los pasé en la mayor miseria, en la estrechez más angustiosa. Aquí donde ustedes me ven —y con una ojeada circular parecía indicarnos toda la riqueza que le rodeaba—, yo he saltado de martes a jueves sin tropezar en un garbanzo siquiera; yo he bostezado de hambre frente a los surtidos escaparates de las pastelerías y los bodegones; yo me he enjabonado y lavado mi camisa (única que poseía), en el rigor del invierno, en una buhardilla desmantelada que no podía pagar, y de la cual me despidieron al fin, poniéndome de patitas en la calle, en mitad de una noche de diciembre. ¡Qué tiempos, señores! Aquélla fue la pobreza negra, la edad heroica de la pobreza.

—¿Y eso duró mucho?

—Dos o tres años..., los primeros que pasé en el mundo, huérfano y desamparado de todos. Después principié a aletear... Pero ¡qué triste y aburrido aleteo! Me contaba más dichoso antes, al soplarme los dedos y hacerme una cruz sobre el estómago. Mi aleteo consistía en un puesto inferior en una gran casa de comercio, ocupación que me sublevaba y repugnaba profundamente, pues mientras hacía números o despachaba la árida correspondencia de negocios mi fantasía volaba por los espacios y mi corazón latía henchido de savia juvenil...

—¡Qué bien se explica! —dijo, quedito, la señora de Huete a su amiga la baronesa de Torre del Trueno.

—No sé qué tiene el pícaro dinero, que es capaz de volver elocuente a un guardacantón —suspiró la baronesa clavando sus angelicales ojos azules en el ricacho. Éste, sin advertirlo, prosiguió:


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Inspiración

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El taller a aquella hora, las once de la mañana, tenía aspecto alegre y hasta cierta paz doméstica: limpio aún, barrido, no manchado por las colillas y los fósforos, los fragmentos de lápiz de color y el barro de las botas, con la alegre luz solar que entraba por el gran medio punto, acariciaba los muebles y arrancaba reflejos a los herrajes del bargueño, a los clavos de asterisco de los fraileros, y a los estofados del manto de la gótica Nuestra Señora. La horrible careta nipona reía de oreja a oreja, benévolamente, y Kruger, el enorme y lustroso dogo de Ulm, echado sobre un rebujo de telas de casulla, deliciosas por sus tonos nacarados que suavizaba el tiempo, dormitaba tranquilo, reservando sus arrebatos de cariño, expresados con dentelladas y rabotadas, para la tarde.


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