Textos más populares este mes publicados el 15 de noviembre de 2020 | pág. 2

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fecha: 15-11-2020


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Fuego a Bordo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Cuando salimos del puerto de Marineda —serían, a todo ser, las diez de la mañana— no corría temporal; sólo estaba la mar rizada y de un verde..., vamos, un verde sospechoso. A las once servimos el almuerzo, y fueron muchos pasajeros retirándose a sus camarotes, porque el oleaje, no bien salimos a alta mar, dio en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la hora de preparar la comida nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer bailar al pinche, un negrito muy feo; y nos reíamos como locos, porque el negro, con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos camareros, que les dicen estuarts, se llega a mí:

—Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.

—Pues vaya usted al ropero y cójalas, hombre.

—Allá voy.

Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.

¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado..., ¡Dios me perdone!, el infeliz del camarero, lo dejó encendido, arrimado a los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y servilletas, había en el San Gregorio rimeros de paños de cocina, altos así, que llegaban a la cintura de un hombre. Por fuerza, el cabo se quedó pegadito a uno de ellos, o cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En fin: era nuestra suerte, que estaba así preparada.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Décimo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿La historia de mi boda?

Oiganla ustedes; no deja de ser rara.

Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, de raído mantón, fue la que me vendió el décimo de billete de lotería, a la puerta de un café a las altas horas de la noche. Le di de prima una enorme cantidad, un duro. ¡Con qué humilde y graciosa sonrisa recompensó mi largueza!

—Se lleva usted la suerte, señorito —afirmó con la insinuante y clara pronunciación de las muchachas del pueblo de Madrid.

—¿Estás segura? —le pregunté, en broma, mientras deslizaba el décimo en el bolsillo del gabán entretelado y subía la chalina de seda que me servía de tapabocas, a fin de preservarme de las pulmonías que auguraba el remusguillo barbero de diciembre.

—¡Vaya si estoy segura! Como que el décimo ese se lo lleva usted por no tener yo cuartos, señorito. El número... ya lo mirará usted cuando salga... es el mil cuatrocientos veinte; los años que tengo, catorce, y los días del mes que tengo sobre los años, veinte justos. Ya ve si compraría yo todo el billete.

—Pues, hija —respondí echándomelas de generoso, con la tranquilidad del jugador empedernido que sabe que no le ha caído jamás ni una aproximación, ni un mal reintegro—, no te apures: si el billete saca premio..., la mitad del décimo, para ti. Jugamos a medias.

Una alegría loca se pintó en las demacradas facciones de la billetera, y con la fe más absoluta, agarrándome una manga, exclamó:

—¡Señorito! Por su padre y por su madre, déme su nombre y las señas de su casa. Yo sé que de aquí a cuatro días cobramos.

Un tanto arrepentido ya, le dije como me llamo y donde vivía; y diez minutos después, al subir a buen paso por la Puerta del Sol a la calle de la Montera, ni recordaba el incidente.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Nieto del Cid

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El anciano cura del santuario de San Clemente de Boán cenaba sosegadamente sentado á la mesa, en un rincón de su ancha cocina. La luz del triple mechero del velón señalaba las acentuadas líneas del rostro del párroco, las espesas cejas canas, el cráneo tonsurado, pero revestido aún de blancos mechones, la piel rojiza, sanguinea, que en robustas dobleces rebosaba del alzacuello.

Ocupaba el cura la cabecera de la mesa; en el centro su sobrino, guapo mozo de veintidós años, despachaba con buen apetito la ración; y al extremo, el criado de labranza, remangada hasta el codo la burda camisa de estopa, hundía la cuchara de palo en un enorme tazón de caldo humeante y lo trasegaba silenciosamente al estómago.

Servía á todos una moza aldeana, que aprovechaba la ocasión de meter también cucharada, ya que no en los platos, en las conversaciones.

El servicio se lo permitía, pues no pecaba de complicado, reduciéndose á colocar ante los comensales un mollete de pan gigantesco, á sacar de la alacena vino y platos, á empujar descuidadamente sobre el mantel el tarterón de barro colmado de patatas con unto.

—Señorito Javier—preguntó en una de estas maniobras—¿qué oyó de la gavilla que anda por ahí?

—¿De la gavilla, chica? Aguárdate...—contestó el mancebo alzando su cara animada y morena...—¿Qué oí yo de la gavilla? No, pues algo me contaron en la feria... Sí, me contaron...

—Dice que al señor abad de Lubrego le robaron barbaridá de cuartos... cien onzas. Estuvieron esperando á que vendiese el centeno de la tulla y los bueyes en la feria del quince, y ala que te cojo.

—¿No se defendió?

—¿Y no sabe que es un señor viejecito? Aun para más aquellos días estaba encamado con dolor de huesos.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Máscara

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Mi «conversión» —dijo Jenaro al dejarse caer en el banco de piedra dorado por el liquen y sombreado por el corpulento nogal, cuyas hojas volaban desprendidas a impulsos del viento de otoño— mi conversión se originó de... una especie de visión que tuve en un baile. Apostemos a que usted con su amable escepticismo, va a salir diciendo que, en efecto, tengo trazas de hombre que ve visiones...

—Acierta usted —respondí sonriendo y fijándome involuntariamente en el rostro del solitario, cuyos ojos cercados de oscuro livor y cuyas demacradas mejillas delataban, no la paz de un espíritu que ha sabido encontrar su centro, sino la preocupación de una mente visitada por ideas perturbadoras y fatales—. Respetando todo lo que respetarse debe, propendo a creer que ciertas cosas son obra de nuestra imaginación, proyecciones de nuestro espíritu, fenómenos sin correlación con nada externo, y que un régimen fortificante, una higiene sabia y severa, de ésas que desarrollan el sistema muscular y aplacan el nervioso, le quitarían a usted hasta la sombra de sus concepciones visionarias.

—¿Niega usted los presentimientos, las revelaciones a distancia? ¿No ha leído usted casos de espíritus que acuden al llamamiento de los vivos?

—¡He leído tanta historia! —contesté procurando emplear tono conciliador—. No negaré en crudo todo eso, ni lo trataré de superchería y farsa; negar es tan comprometido como afirmar, y lo mejor es suspender el juicio. Sin embargo, la fe católica me prohíbe ser supersticiosa; la razón me manda desconfiar de apariencias; y ya que un Santo Tomás quiso ver para creer... bien podemos tener la misma exigencia los que no somos santos. Cuando vea algo maravilloso...


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Vidrio de Colores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Esto sucedía en los tiempos en que la Fe, extendiendo sus alas de azur oceladas de vívidos rubíes, cubría y abrigaba con ellas el corazón de los mortales; en que la Esperanza, desparramando generosamente las esmeraldas que bordean su regia túnica, al punto hacía renacer otras más limpias y transparentes; en que la Caridad, apartando con ambas manos los labios de su herida, descubría sus entrañas de pelícanos para ofrecer sustento a la Humanidad entera.

Esto sucedía cuando las ojivas, esbeltas y frágiles como varas de nardo, empezaban a brotar del suelo, y los rosetones a abrir sus pétalos de mística fragancia; cuando por las aldeas pasaban hombres vestidos de sayal y con una cuerda a la cintura, anunciando segunda vez la Buena Nueva, y por las calles de las ciudades, en larga y lenta procesión a la luz de las antorchas, cruzaban los flagelantes, de espaldas desnudas acardenaladas por los latigazos, y las piedras de los altares se estremecían al candente contacto de las lágrimas de amor que derramaban las reclusas.

Esto sucedía, sin embargo, en una metrópoli de la Francia meridional, en la floreciente Tolosa, donde, en vez de la devoción y el temor de Dios, reinaban la impiedad, la molicie y el desenfreno. Un alma pura sólo motivos de escándalos encontraría allí. La herejía, insinuándose y dominando las conciencias, había traído de la mano la licencia y el vicio, y lo mismo en Tolosa que en Beziers y Carcasona y en todo el país de Alby, no oyerais resonar los rezos, sino los afeminados acordes del laúd y la viola y las endechas de los trovadores.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Adriana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Dejé caer el periódico, exclamando con sorpresa dolorosa:

—Pero ¡esa pobre Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente... ¡Nadie estaba enterado que padeciese tal enfermedad!

—Yo sí lo sabía —declaró el vizconde de Tresmes—, y aún sabía más: sabía cuándo y cómo adquirió el padecimiento, y es cosa curiosa.

—Entérenos usted —suplicamos todos.

Y el vizconde, que rabiaba siempre por enterar, nos contó la historia siguiente:

—Adriana Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos reunían cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible en el mundo: juventud y amor, salud y dinero, que son la salsa o condimento de los Primeros platos, sin él desabridos, amargos a veces. Faltábales, sin embargo, un heredero, un niño en quien mirarse; pero la suerte no había de mostrarse avara en esto, y les envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo soñar la fantasía de una madre, apasionada y loca ya desde antes de la maternidad, como era Adriana. Al nacer el chico (a quien pusieron por nombre Ventura, en señal de la que les prometía su nacimiento), Adriana estuvo en grave peligro, y el doctor declaró que no volvería a tener sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban a su Venturita fue causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo hijo, y todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos! Tanto mejor..., y a vivir y a cuidar del retoño.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Desnudas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una tarde gris, en el campo, mientras las primeras hojas que arranca el vendaval de otoño caían blandamente a nuestros pies, recuerdo que, predispuestos a la melancolía y a la meditación por este espectáculo, hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el irresistible influjo de las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma humana, y nos comparó a nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad, con la piedra que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo. Pero Lucio Sagris, el constante abogado de la espiritualidad y del libre albedrío, protestó, y después de lucirse con una disertación brillante, anunció que, para demostrar lo absurdo de las teorías fatalistas, iba a referirnos una historia muy negra, por la cual veríamos que, bajo la influencia de un mismo terrible suceso, cada espíritu conserva su espontaneidad y escoge, mediante su iniciativa propia, el camino, bueno o malo, que en esto precisamente estriba la libertad. —Pertenece mi historia —añadió— a un cruento período de nuestras luchas civiles, después de la Revolución de 1868; y evoca la siniestra figura de uno de esos hombres en quienes la inevitable crueldad y fiereza del guerrillero se exaspera al sentir en derredor la hostilidad y la enemiga de un país donde todos le aborrecen: hablo del contraguerrillero, tipo digno de estudio, que mueve a piedad y a horror. Mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas, encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la tropa o sorprenderla, descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro, sólo por el terror conseguía imponerse: siempre le acechaban la traición y la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio. En guerras tales, el país está de parte de los guerrilleros; o, por mejor decir, las guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas contra el cual todo parece lícito, y hasta loable.


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Corpus

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el sombrío y sucio barrio de la Judería vivían dos hermanos hebreos, habilísimo platero el uno, y el otro sabio rabino y gran intérprete de las Escrituras y de las doctrinas de Judas-Ben-Simón, que son la médula del Talmud.

De noche, cuando cesaba la tarea del oficial y las lecturas y oraciones del teólogo, se reunían a conservar íntimamente, se confiaban su odio a los cristianos y su perpetuo afán de inferirles algún ultraje, de herirles en lo que más aman y veneran.

Nehemías, el platero, proponía atraer a la tienda al primer niño cristiano que pasase y sangrarle para tener con qué amasar los panes ázimos de la venidera Pascua. Pero Hillel, el rabino, decía que ésa era mezquina satisfacción y que a los cristianos no había que sustraerles un chicuelo, sino a su Dios, a su Dios vivo, al mismo Rabí Jesuá, presente en el Sacramento.

Quiso la fatalidad que un día, cuando ya se acercaba el Corpus, se descompusiese la magnífica custodia de plata, el mejor ornato de las procesiones, y como en el pueblo sólo Nehemías era capaz de componerla, al tenducho del hebreo vino a parar la obra maravillosa de algún discípulo de Arfe.

La vista del soberbio templete, con sus tres cuerpos sostenidos en elegantes columnas y enriquecidos por estatuas primorosas, con su profusión de ricas molduras y de cincelados adornos, enfureció más y más a Nehemías y a Hillel. Rechinaron los dientes pensando que mientras el señor de Abraham y de Isaac ve arrasado su templo, el humilde crucificado del cerro del Gólgota posee en todo el mundo palacios de mármol y arcas de plata, oro y pedrería. Una idea infernal cruzó por la mente de Hillel el rabino; la sugirió a su hermano, y fue dócilmente realizada.


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Desde Afuera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la pregunta de Lucio Sagris si habíamos sentido alguna vez el estremecimiento de lo sobrenatural, aquel soplo que en la alta noche hacía erizarse los cabellos de Job, casi todos nosotros respondimos (a fuer de burgueses prosaicos que somos) un «no» risueño. Dos o tres, sin embargo, exclamaron sin titubear que «sí»; y a los restantes, los puso la afirmación meditabundos.

—La impresión de lo sobrenatural —dijo Sagris, enderezándose en la mecedora—, a lo menos para mí, reviste formas variadísimas. No es sólo a la cabecera del moribundo, ni al reflejo de los cirios que alumbrarán al muerto, ni en la gruta de Lourdes, ni en alta mar, cuando lo inefable nos roza con sus alas. A veces basta el choque de una mirada, la luz de unos ojos, el movimiento de unos labios al articular palabras solemnes...

Interrumpieron a Sagris las chungas del auditorio, que creyó ver en aquellas frases una alusión al amor y a su peculiar afecto magnético. Al cesar el fuego graneado, Sagris hizo un mohín desdeñoso y un ademán que significaba «atiendan».

—Manía muy común —pronunció así que callamos— la de explicarlo todo por la recíproca atracción sexual. Hay en el mundo otras fuerzas y otras corrientes. Lo más notable de las revelaciones hipnóticas es que han demostrado hasta la evidencia que una persona enteramente desconocida y extraña puede, sin preliminar alguno, modificar profundamente nuestra sensibilidad nerviosa...

—Si es una mujer bonita, vaya si puede —advirtió Tresmes el incorregible.


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El Camafeo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras corrió su primera juventud, Antón Carranza se creyó nacido y predestinado para el arte. El arte le atraía como el acero al imán, y le fascinaba como el espejuelo a la alondra. Donde sus ojos encontraban una línea elegante, una forma bella, un tono de color intenso y original, allí se quedaban cautivos en éxtasis de admiración, mientras luchaba en su alma noble pena de no haber sido el creador de aquella hermosura, y una ilusión arrogante de llegar a producirla mayor, más original y poderosa por medio del estudio y el trabajo.

Años y desengaños necesitó para adquirir el triste convencimiento de que carecía de inspiración, de genio artístico. Sus tentativas fueron reiteradas, insistentes, infructuosas. Crispáronse en vano sus dedos alrededor del pincel, de la gubia, del palillo, del buril, del barro húmedo. Si no podía ser pintor ni escultor, a lo menos quería descollar como adornista, como grabador, como tallista; por último, desesperanzado ya, intentó resucitar los primores de orfebrería de Benvenuto Cellini; y si bien por cuenta propia no hizo nada digno de eterno olor, con la joyería, su vocación artística desalentada se convirtió en provechosa especulación industrial; se asoció a un joyero de fama, montó el taller a gran altura y se dedicó a negociar, escondiendo la incurable herida de su ardiente aspiración y sus mil fracasos.


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