Textos más vistos publicados el 17 de junio de 2016 | pág. 3

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fecha: 17-06-2016


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Un Hijo

Guy de Maupassant


Cuento


La alegre primavera derramaba vida en el jardín lleno de flores por el que se paseaban los dos antiguos amigos, senador el uno, miembro de la Academia Francesa el otro.

Ambos eran personas serias, muy lógicos en el discurrir, pero solemnes, como gente de nota y de fama.

Empezaron charlando de política, y dijo cada cual lo que pensaba; no era aquélla una cuestión de ideas, sino de hombres, porque en política tiene más importancia la personalidad que la razón. Removieron luego ciertos recuerdos personales, y después se callaron, siguiendo emparejados su paseo. La tibieza del aire empezaba a enervarlos.

Un gran encañado de alhelíes exhalaba sus aromas dulzones y suaves; flores de toda especie y matiz perfumaban la brisa, y un cítiso cargado de amarillos racimos de flores desparramaba a todos los vientos su tenue polvillo, vapor de oro que trascendía a miel y que llevaba por el espacio sus gérmenes embalsamados, como los polvos que preparan los perfumistas llevan la caricia de sus aromas.

El senador se detuvo para aspirar la nube fecundante y se quedó contemplando aquel árbol, que parecía un sol en todo su esplendor amoroso, desde el que alzaban el vuelo los gérmenes. Y dijo:

—¡Y pensar que estos átomos imperceptibles, de olor tan agradable, harán estremecerse a cien leguas de aquí la fibra y la savia de árboles hembras y producirán plantas con raíces, que se desarrollarán de un germen igual que nosotros; que tendrán una existencia limitada, como nosotros, y que dejarán un día su puesto a otros de su misma esencia, del mismo modo que lo hacemos nosotros

Y agregó el señor senador, sin moverse de junto al cítiso radiante, cuyos vivificadores perfumes se desprendían a cada estremecimiento del aire que lo rodeaba:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Familia

Guy de Maupassant


Cuento


Iba a volver a ver a mi amigo Simón Radevin, que no había visto desde hacía quince años. En otros tiempos fue mi mejor amigo, el amigo de mis pensamientos, aquél con el que se pasan las largas veladas tranquilas y alegres, aquél a quien se le cuentan las cosas íntimas del corazón, por el que se encuentran, charlando dulcemente, las ideas raras, finas, ingeniosas, delicadas, nacidas de la simpatía misma que excita el ingenio y le hace desarrollarse a gusto. Durante muchos años no nos habíamos separado nunca. Habíamos vivido, viajado, soñado, imaginado juntos, habíamos amado las mismas cosas y con un mismo amor, admirado los mismos libros, comprendido las mismas obras, vibrado con las mismas sensaciones, y tan frecuentemente nos habíamos reído de los mismos seres, que nos comprendíamos sólo con intercambiar una mirada.

Luego él se había casado. Se había casado de repente con una chiquilla de provincia que había llegado a París para encontrar novio. ¿Cómo pudo aquella pequeña rubita, delgada, de manos fofas, de ojos claros y vacíos, de voz fresca y necia parecida a cien mil muñecas casaderas, atrapar a aquel chico inteligente y fino? ¿Quién puede comprender esas cosas? Él había esperado sin duda la felicidad, una felicidad sencilla, dulce y continuada entre los brazos de una mujer buena, tierna y fiel; y había entrevisto todo eso en la mirada transparente de aquella chiquilla de cabellos pálidos. No pensó que el hombre activo, vivo y vibrante, se cansa de todo tan pronto como constata la estúpida realidad, a menos que se embrutezca hasta el punto de no comprender nada más. ¿Cómo iba a encontrarlo? ¿Aún vivo, espiritual, risueño y entusiasta, o bien adormecido por la vida provinciana? ¡Un hombre puede cambiar tanto en quince años!


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Una Viuda

Guy de Maupassant


Cuento


Ocurrió el suceso, durante la época de caza, en el Castillo de Banneville. El otoño era lluvioso y triste; las hojas secas, en vez de crujir bajo los pies, se pudrían en las rodadas de los caminos empapadas por los aguaceros.

Casi desnudo ya de hojas, el bosque desprendía humedad como una sala de baños. Al penetrar en él, se sentía bajo los árboles, azotados por los chubascos, un tufo mohoso, un vaho de agua pantanosa, de hierbas humedecidas, de tierra mojada, y los cazadores, abrumados por aquella inundación continua; los perros, macilentos, con el rabo entre las patas y el pelo pegado sobre los lomos, y las jóvenes cazadoras, con los vestidos calados por la lluvia, regresaban todas las tardes, fatigadas de cuerpo y alma.

Después de comer, en el gran salón jugaban a la lotería, displicentes y sin animación, mientras el viento empujaba con violencia los postigos y hacia girar las veletas como un trompo. Quisieron entretenerse narrando cuentos, como dicen las novelas que se hace; pero a ninguno se le ocurrió nada que distrajera. Los cazadores explicaban aventuras a escopetazos, matanzas de conejos, y las mujeres se quebraban la cabeza sin hallar algo semejante a la imaginación de Scheherazada.

Se disponían a buscar otra diversión, cuando una muchacha, jugando distraídamente con la mano de una tía suya, vieja solterona, tropezó en una sortija hecha con cabellos rubios, que había visto ya otras veces sin que fijara su atención, y haciéndola girar en el dedo, preguntó:

—Dime, tía: ¿qué significa esto? Parece pelo de niño.

La señorita se ruborizó, luego palideció y dijo al fin con voz temblorosa:

—Es una historia tan triste, tan triste, que jamás quiero referirla, porque originó la desgracia de toda una vida. Entonces era yo muy joven, pero me ha quedado un recuerdo tan doloroso, que aún me hace llorar.


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Vanos Consejos

Guy de Maupassant


Cuento


Mi querido amigo, el consejo que me pides es difícil de dar.

Tienes, pues, un lío amoroso que no eres capaz de deshacer y que me parece que se encuentra en una situación lamentable para ti. Soy viejo; te han dicho que yo había vivido, y haces una llamada a mi experiencia para ayudarte. Temo no poder hacer nada por ti, me parece que no estás en una buena situación.

Si he comprendido bien tu carta, he aquí tu caso: Has conquistado a una mujer casada demasiado tenaz. Y voy a hacer unas precisiones para estar seguro de no equivocarme.

Tú eres joven, muy joven, veinticinco años. Después de haber correteado un poco, a derecha y a izquierda, por las calles y las mujeres de la calle, te has sentido llamado, como lo somos todos, al deseo de amores más refinados.

Entonces te fijaste en una amiga de tu madre que se fijaba en ti desde hacía ya algún tiempo.

Ella se encontraba entonces en ese momento en el que la mujer se encuentra aun bien, pero a punto de empeorar. Cuarenta años cumplidos, la gordura, el frescor, ese frescor de las uvas conservadas y el cariño suficiente como para vender, el cual su marido no consumía desde hace bastante tiempo.

Empezaron intercambiando miradas. Luego sus apretones de manos fueron un poco más largos, más estrechos, con una fuerza tímida al principio, luego más significativa. Después la besaste, una noche, detrás de una puerta y ella te devolvió tu beso con usura.

Saliste para pasearte, encantado, ligero, delirante. Estabas preso. Unos días más tarde la cadena estaba bien cerrada. Una dura cadena, mi pobre amigo.


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Minué

Guy de Maupassant


Cuento


—Las grandes desgracias no me impresionan. He visto muy de cerca la guerra y he pasado sin emocionarme por encima de montones de cadáveres —decía Juan Bridelle, un solterón con cara de escéptico—. Las tremendas atrocidades de la naturaleza y de la humanidad pueden arrancarnos gritos de indignación o de espanto, pero no alcanzan a darnos esa punzada en el corazón, ese escalofrío que nos corre por la espina dorsal cuando vemos ciertas escenas pequeñas y tristes.

Para una madre, perder un hijo es la cosa más penosa que le puede ocurrir, como es, para cualquier hombre, la pérdida de su madre. Son desgracias crueles, terribles, que trastornan y desgarran; pero de la misma manera que se cicatrizan las heridas profundas y sangrientas, se cura también el alma que ha sufrido tales catástrofes. Sin embargo, ciertos hechos pequeños, ciertas realidades apenas advertidas, apenas adivinadas, ciertos pesares secretos, ciertas perfidias del destino que remueven en nuestro interior todo un mundo de dolorosos pensamientos, que nos entreabren la puerta misteriosa de los sufrimientos morales, complicados e incurables, tanto más profundos cuanto menos benignos, tanto más vivos cuanto más fugaces, tanto más persistentes cuanto menos espontáneos, nos dejan en el alma un reguero de tristeza, un regusto de amargura, un sensación de desencanto de la cual nos cuesta mucho desprendernos.

En este momento recuerdo dos o tres hechos en los que quizás otros no habrían reparado, pero que se metieron en mí como punzadas hondas e incurables.

Les parecerá a ustedes incomprensibles la emoción que me han dejado esas fugaces impresiones. Voy a relatarles solamente una, que data de antiguo, pero que sigue tan palpitante como si fuese de ayer. Es posible que el enternecimiento que me produce sea obra por completo de mi imaginación.

Hoy tengo cincuenta años. Entonces era un muchacho estudiante de derecho.


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Miss Harriet

Guy de Maupassant


Cuento


Éramos siete en el coche: cuatro mujeres y tres hombres; uno iba en el pescante, junto al cochero; los caballos ganaban al paso la empinada pendiente sobre la cual serpenteaba el camino.

Habiendo salido de Etretat muy temprano para ir a ver las minas de Tancarville, nos desperezábamos aún, estremecidos, respirando el aire fresco de la mañana. Sobre todo las mujeres, poco acostumbradas a los madrugones de los cazadores, cerraban a cada punto sus párpados, cabeceando y bostezando, insensibles a la emoción del amanecer.

Era otoño. A uno y otro lado del camino se extendían los rastrojos, mostrando los tallos del trigo y de la avena segados, como una barba mal afeitada. La bruma, baja, parecía humo desprendido de la tierra. Las alondras piaban revoloteando y otros pajarillos cantaban ocultos entre los matorrales.

Al fin el sol apareció en el horizonte, rojo al principio, y a medida que ascendía, más claro de minuto en minuto; la campiña parecía despertarse y sonreía, sacudiéndose y quitándose la camisa de vapores blancos.

El conde de Etraille, sentado en el pescante, gritó:

—¡Ahí va una liebre!

Y extendió el brazo hacia la izquierda, señalando a un campo de trébol. El animal se deslizaba, casi oculto por el verde, mostrando sólo sus grandes orejas; luego atravesó una tierra labrada, se detuvo, emprendió nuevamente su rápida marcha, cambió de rumbo, se paró otra vez, inquieto; observaba los peligros, indeciso acerca del camino que debía tomar; al fin se lanzó a correr, desesperado, y desapareció en un ancho campo do remolachas. Todos los hombres se animaron viendo la carrera loca del animalito.

René Lemanoir exclamó:

—No pecamos de galante por la mañana.

Y contemplando a su vecina la baronesita de Serennes, que luchaba contra el sueño, le dijo a media voz:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mohamed el Golfo

Guy de Maupassant


Cuento


—Tomamos café en el techo? —preguntó el capitán.

Yo respondí:

—Sí, claro.

Se levantó. La sala, iluminada solamente por el patio interior, a la moda de las casas moras, estaba ya oscura. Ante las altas ventanas ojivales caían unos bejucos desde la gran terraza donde se pasaban las veladas calurosas del estío. Sobre la mesa sólo quedaban ya frutas, enormes frutas africanas, uvas grandes como ciruelas, blandos higos de pulpa violeta, peras amarillas, plátanos alargados y gruesos, y dátiles de Tugurt en una cesta de esparto.

El morazo que nos servía abrió la puerta y yo subí por la escalera de paredes de azur que recibía de arriba la suave luz del sol poniente.

Pronto lancé un profundo suspiro de felicidad al llegar a la terraza. Dominaba Argel, el puerto, la rada y las costas lejanas.

La casa comprada por el capitán era una antigua mansión árabe, situada en el centro de la ciudad vieja, en medio de esas callejas laberínticas donde hormiguea la extraña población de las costas de África.

Por encima de nosotros, los techos planos y cuadrados descendían como escaleras gigantes hasta los tejados oblicuos de la ciudad europea. Detrás de éstos se divisaban los mástiles de los barcos anclados, y luego el mar, el ancho mar, azul y plácido bajo el cielo plácido y azul.

Nos tumbamos en unas esterillas, con la cabeza apoyada en cojines, y mientras bebía lentamente el sabroso café de allá, yo miraba aparecer las primeras estrellas en el oscuro azur. No se veían muy bien, tan lejos, tan pálidas, apenas encendidas aún.

Un calor ligero, un calor alado nos acariciaba la piel. Y a veces soplos más cálidos, pesados, que traían un vago aroma, el aroma de África, parecían el aliento próximo del desierto, llegado por encima de las cumbres del Atlas. El capitán, recostado, pronunció:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Moiron

Guy de Maupassant


Cuento


Como seguían hablando de Pranzini, el señor Maloureau, que había sido fiscal del Supremo con el Imperio, nos dijo:

—¡Oh! Yo intervine, en tiempos, en un asunto muy curioso, curioso por varios extremos, como van a ver ustedes.

"Yo era en ese momento fiscal en provincia, y muy bienquisto, gracias a mi padre, presidente de la Audiencia en París. Ahora bien, tuve que tomar la palabra en una causa que se hizo célebre con el nombre de caso del maestro Moiron.

"El señor Moiron, maestro en el norte de Francia, gozaba en toda la comarca de excelente reputación. Hombre inteligente, reflexivo, muy religioso, un poco taciturno, se había casado en el municipio de Boislinot, donde ejercía su profesión. Había tenido tres hijos, muertos sucesivamente del pecho.

"A partir de ese momento, pareció consagrar a la chiquillería confiada a sus cuidados toda la ternura escondida en su corazón. Compraba, de su bolsillo, juguetes para sus mejores alumnos, para los más buenos y amables; les daba de merendar, atiborrándolos de golosinas, dulces y pasteles. Todo el mundo quería y alababa a aquel hombre tan bueno, de tan gran corazón, cuando, de repente, cinco de sus alumnos murieron de una forma rara. Se pensó en una epidemia procedente del agua corrompida por la sequía; se buscaron las causas sin descubrirlas, tanto más cuanto que los síntomas parecían de lo más extraños. Los niños aparentaban una enfermedad de postración, dejaban de comer, se quejaban de dolores de barriga, iban tirando así cierto tiempo, y después expiraban en medio de abominables sufrimientos.

"Se hizo la autopsia del último muerto sin encontrar nada. Las vísceras enviadas a París fueron analizadas y no revelaron la presencia de ninguna sustancia tóxica.


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Mongilet

Guy de Maupassant


Cuento


En la oficina, Mongilet pasaba por ser un tipo especial. Era un empleado antiguo, buena persona, que no había salido de París nada más que una vez en su vida. Estábamos entonces en los últimos días del mes de julio, y cada uno de nosotros, los domingos, iba a solazarse en la hierba o a mojarse en el agua, en la campiña de los alrededores. Asnières, Argenteuil, Chatou, Bougival, Maisons, Poissy, tenían todos sus habituales y sus fanáticos. Se discutían con pasión los méritos y ventajas de todos aquellos lugares célebres y deliciosos para los empleados de París. Mongilet declaraba: «¡Atajo de borregos de Panurge! ¡Sí que es bonito el campo de ustedes!». Y nosotros le preguntábamos: «Y usted, Mongilet, ¿usted no sale a pasear jamás?

—Perdón. Yo, yo me paseo en ómnibus. Cuando termino de desayunar a gusto, sin apresurarme, en la cafetería que hay por debajo de casa, preparo mi itinerario con un plano de París y la guía de líneas y combinaciones. Luego, me encaramo a mi imperial, abro mi sombrilla, y ¡adelante, cochero! ¡Oh! veo cosas, ¡y muchas más que ustedes! Cambio de barrio. Es como si hiciera un viaje a través del mundo, hasta tal punto es diferente la gente de una calle a otra. Y conozco París mejor que nadie. No hay nada más divertido que los entresuelos. Lo que se ve en ellos, sólo en una ojeada, es inimaginable. Se adivinan las escenas de pareja sólo con ver la cara de un hombre que grita; uno se divierte al pasar por delante de un barbero que abandona la nariz de un señor completamente embadurnado de jabón para ir a mirar a la calle. Se le echan miraditas a las modistas, de ojo a ojo, sólo de broma, pues no da tiempo a bajarse. ¡Ah! ¡cuántas cosas pueden verse! Es teatro, y del bueno, del verdadero, el teatro de la naturaleza, visto al trote de dos caballos. ¡Caramba!, no cambiaría mis paseos en ómnibus por sus insulsos paseos por los bosques.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Mozo, un Bock!

Guy de Maupassant


Cuento


¿Por qué se me ocurrió entrar aquella noche en la cervecería? Lo ignoro. Hacía frío. Una llovizna, remolinos de polvillo de agua envolvían los faroles de gas como una neblina transparente y brillaban en las aceras, cruzadas por las luces de los escaparates que iluminaban el barro líquido del suelo y los pies sucios de los transeúntes.

No llevaba ningún rumbo. Estiraba las piernas, después de cenar. Atravesé por delante del Crédit Lyonnais, crucé la calle Vivienne y otras más. Vi de pronto una gran cervecería que estaba medio llena de gente y, sin motivo especial, entré en ella. No tenía sed.

Eché una ojeada, buscando sitio en que no estuviese excesivamente apretado, y me fui a sentar al lado de un hombre que me pareció de edad y que fumaba en una pipa de barro de las de perra gorda, negra como el carbón. Seis u ocho platillos de cristal, apilados delante de él en la mesa, indicaban el número de bocks que llevaba consumidos. No me fijé en su persona. Comprendí, al primer golpe de vista, que se trataba de un bebedor de cerveza, de uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando se abre el establecimiento, y se marchan por la noche, cuando se cierra. Era desaseado, tenía calvo el centro del cráneo, pero una cabellera entrecana, grasienta, le caía por detrás sobre el cuello de la levita. La ropa le venía ancha, como si se la hubiese hecho cuando tenía el vientre abultado. Se adivinaba que el pantalón se le caería al andar y que no podría dar diez pasos sin levantárselo de la cintura, porque le venía muy holgado. ¿Llevaría chaleco? Me asusté sólo con pensar en sus botines y en lo que contendrían. Llevaba los puños deshilachados y tan negros en los bordes como las uñas.

—¿Cómo estás? —me dijo con toda naturalidad aquel individuo, no bien me senté a su lado.

Me volví bruscamente y lo miré con atención a la cara. Y él siguió preguntando:

—Pero ¿no me conoces?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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