Textos más populares esta semana publicados el 17 de diciembre de 2020 que contienen 'u'

Mostrando 1 a 10 de 31 textos encontrados.


Buscador de títulos

fecha: 17-12-2020 contiene: 'u'


1234

Los Cuatro Alfileres

José Zahonero


Cuento


I

Colorín murió: no hacía dos días cantaba alegre en su jaula, comía y se bañaba. ¿Quién había de decirle que le quedaban ya pocos momentos de contemplar el sol y mirar el cielo?

Mas esta es la vida, y aun á riesgo de ponerse triste se ha de decir que nadie tiene asegurado el día de mañana, y que, si hay en la ciudad vías que conducen en carruajes y trenes á un barrio y á otro, las hay que llevan á un lugar de donde ¡jamás, jamás se vuelve!

¡Pobre Colorín! Yacía en su jaula, rígido, con el piquito abierto, las patitas reciamente estiradas, y esa telita gris que sirve de párpados á los ojos, medio los estaba encubriendo.

Aún había comida en el comedero, aún agua en el vasito; la comida, que él tanto apetecía y á la que muchas veces se arrojaba con la precipitada codicia de un avaro; el agua, en la que se bañaba con la satisfacción y la alegría que produce en hombres y pájaros la limpieza. ¡Ah! Pero todo había pasado: ¡la jaula quedó vacía!

En los ojos de Colorín no brillaba esa luz que denuncia la vida, y en los artistas como él la inspiración; aquellos ojos aparecían de un negro mate apagado, secándose por momentos.

Había en el cielo, por el lado que se pone el sol, unos nubarrones azul bronceado y negros como carbón, y que por sus bordes caprichosos y desiguales aparecían rojos y lucientes como brasas encendidas; más allá de este cordón de nubes brillaba intensa la luz de sol, que desparecía dejando la gran luminaria del crepúsculo vespertino, para que de un modo insensible, al extinguirse su fuego, fueran los ojos acostumbrándose á la oscuridad de la noche.

Esta hora es siempre triste: el sol se va; ¿quién está seguro de verle al día siguiente?


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 47 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Ventolera

José Zahonero


Cuento


Al Sr. D. Juan José Paz.

I

Volvía de su huerta, por el camino de Segovia, ya á la caída de la tarde, el canónigo de Avila Sr. Plozuela, caballero en una mula hermosa y rolliza, negra y de pelo luciente como el sombrero de teja nuevo guardado por su reverencia para usarlo en días que repicaran gordo; era de paso vivo, temerosa á la espuela y, para comodidad del jinete, ancha de lomos y recia de piernas.

Blandamente movido al andar de la mula, aquel gordo, sanóte y bienaventurado canónigo traía distraída la mente con agradables pensamientos; contaba ya lo que de sus rentas habían de entregarle sus colonos, recordaba los cuadros de verdura y los árboles frutales de su huerta, abundante y de buen cultivo, é iba pensando en la cena, libre del temor de que pudiese acaecer que los arrendatarios no le pagasen, la huerta perdiera sus frutos y verduras y la cena se pegase en el fogón ó fuera regalo del gato.

Al llegar á una era que había á la derecha del camino, el mofletudo canónigo vió al flaco, macilento, codicioso y mísero Nerberto, ricachón de la ciudad, que vivía siempre en temor de que le robaran. Puestos su alma y sus sentidos en los campos, los haces, las trojes, los montones, las paneras, los sacos y los molinos, llorando por lo que royesen las ratas, lo que no se pudiera espigar, lo que picasen los gorriones, lo que cosecharan las hormigas, lo que el viento desparramara y por la que se diera en desperdicios en el trasegar, medir ó ensacar. Las rasgaduras de los sacos eran heridas abiertas en su piel, y lo que por ellas se vertía, más precioso que si fuera sangre de sus venas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 38 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestrín

José Zahonero


Cuento


I

El sol, el hermoso y espléndido sol, iluminaba con brillo y magnificencia; era aquella la más bella mañana de Mayo. La luz prestaba visos de raso á los espesos campos de trigo, altos ya y verdes aún, vigorizaba los indecisos colores de la tierra, teñía de bronce oscuro y férreo morado los montes, hacía saltar vivo centelleo de las fuentecillas y riachuelos y en ondas y cintas de fuego, chispas y deslumbradores reflejos, caían sus rayos sobre las tersas aguas de la bahía.

Margarita miraba con alborozo infantil aquella bailadora superficie, aquel mar claro y terso sobre el cual resaltaban inmóviles los buques, de modo que hubiera podido decirse que, en vez de anclas, habían echado cimientos, convirtiéndose en casas ó que aprovechaban aquella dulce paz para reposar de sus viajes y de sus combates con las tempestades; veíanse los cascos oscuros, las arboladuras rectas, sin que por unos ó por otras se indicasen la menor ondulación ni el menor vaivén. Cuando por acaso viraban, hacíanlo tan imperceptiblemente como cambia de postura quien duerme sueño tranquilo y profundo. El viento, muy suave, volvía sus proas.

Como los pajarillos, van de un vuelo de esta á la otra rama, pero sin salir á cortar largo espacio bajo aquel sol ardiente, iban los botes y lanchas de uno á otro navio.

Margarita tenía echada la cortina blanca de listones azules sobre su balcón, y en él cosía mirando y remirando por debajo de la cortina al puerto y al muelle.

En este, un bullicioso desconcierto de voces de niños alegraba el alma. Eran los que producían aquel bullicio, pilluelos de la playa, diablos del mar de los que se revuelcan y saltan por la arena, rebuscan sus conchas y caracolillos; pescan mariscos en las ásperas rocas, se zambullen al fondo como buzos y nadan como peces.


Leer / Descargar texto

Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 48 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Feíta

José Zahonero


Cuento


I

Desde el día de su llegada á Madrid, Andrés Lasso iba todas las mañanas al hotel de María Nieves, la amiga de su madre.

Allí almorzaba algunos días y permanecía dos ó tres horas siempre, junto á las niñas, que bordaban en el jardín ó en el gabinetito ochavado junto á la galería de cristales.

Aurora, Cristina y Andrés habían pasado juntos su infancia en Granada; se conocían, ó creían conocerse, y seguramente se amaban.

Las niñas le esperaban con impaciencia, y se apenaban cuando por acaso el joven dejaba de ir algún día; Cristina entonces temía que le hubiese ocurrido alguna desgracia, y Aurora se enojaba, achacándole el defecto de la volubilidad ó el de la inconstancia.

Aurora tenía ese dominio exigente, esa soberbia de reina, que es como el producto fatal de toda hermosura femenil.

Cuando la manecilla del reloj apuntaba minutos más de las nueve y Andrés no había llegado, Aurora exclamaba:

—Pues señor, Andrés se da importancia durmiendo más de lo que puede tolerársele á un poeta.

Cristina, en cambio, era siempre la que á través de la verja del jardín y de los troncos de los árboles descubría al joven cuando este llegaba por el paseo.

—Ya le tienes ató, mujer, solía decir Cristina á su hermana con voz de cierto dejo de melancólica reconvención.

Ya le tienes ahí, exigente, codiciosa, afortunada insaciable; le reclamas enojada por su tardanza, cuando te pertenece por completo, como te pertenezco yo y te pertenecemos todos. Esto quería con tales palabras decir Cristina, si bien se hallaba al decirlas, tan lejos de la envidia como interesada á pesar suyo, en defender al joven.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 45 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Chispa de la Fragua

José Zahonero


Cuento


Dedicado a Armando Palacio Valdés.

I

¡Qué guapa se ha puesto Carmencilla, la hija del maestro carpintero! —exclamó un viejo que se hallaba sentado junta á una tapia tomando el sol, envuelto en un sucio capote gris, los piés abrigados por unas zapatillas negras de forro amarillo y la cabeza cubierta por un gorro de terciopelo verdoso.

En tanto Carmencilla, con menudo paso, se dirigía al obrador, y el viejo íbala siguiendo con la vista embobado y sonriente, como si hubiese de robar con la mirada algo de aquella juventud para su débil corazón.

—La verdad es que Carmencilla es de lo mejorcito del barrio —replicó una castañera que cerca del viejo había puesto sus bártulos, y movía de continuo el pucherete en que chisporroteaba al hornillo la golosina de los chicos, caliente y sabrosa.

En esto, una mocita llamada Maricuela atajó á los que hablaban, diciendo con pique y encoraginada:

—No sé qué vale la Carmuncha; ¿qué tiene de particular? Nada. Si parece una muñeca de real y medio.

La tal Maricuela tenía un rostro enjuto y pequeño, pero en él ya la envidia había puesto sus tintas lívidas, el despecho sus rasgos ásperos y la malicia sus perfiles agudos.

—Calla, que te come el gusano —dijo la castañera; le tienes en el cuerpo y no te deja vivir.

—No —replicó el viejo— ya se la ha comido. ¡No he visto criatura más envidiosa!

Lo cierto era que, en bien ó en mal, todos se ocupaban de Carmencilla; como que se hallaba en esa edad en que las muchachas son aún un poco niñas y ya son algo mujeres. En las muchachas, como en las flores, la hermosura primera, al parecer, copia á la aurora; vése un fulgor instantáneo, que precede á la explosión de mil deslumbrantes destellos.

Carmencilla tenía la risa de la infancia en los labios, y en los ojos la pudorosa gravedad de la mujer.


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 43 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Marinita Peregrina

José Zahonero


Cuento


I

Fue rubia y blanca; pero el oro de sus cabellos se volvió de un tinte trigueño, y la blancura de su rostro se cambió en pálido con manchas amoratadas. Iba de aquí para allá pidiendo limosna; pero un día se atrevió á salir de un país donde no hallaba socorros. Figuraos una hojita que, desprendida del árbol, es arrastrada con el polvo por el viento y marcha á merced de los caprichos de su soplo, violento unas veces, leve otras; así marchaba Marinita por un camino abierto en el valle, como si el viento la impulsara, caminando de prisa, parándose bruscamente y volviendo á emprender su paso.

Aunque ya se hacía sentir el frío del invierno, aún había algunos hormigueros abiertos, y cerca de una piedra descubrió uno, chiquito como un dedal, y paróse á contemplarle, cuando de pronto empezaron á caer del cielo gruesas gotas de agua, que mojaron el roto y ligero vestido de la niña y humedecieron sus carnes.

Entonces la niña, acobardada, miró alrededor por ver si descubría donde guarecerse, y no halló una casa, ni una choza, ni una roca, ni un árbol, y bajó sus ojos para mirar al hormiguerito, y pensó:

—¿Por qué harán las casas sobre la tierra y no como las hormigas, en la tierra? Sería más fácil esto. Bastaría un agujerito en el suelo.

Pensando así, y disponiéndose á continuar su camino, dirigió una mirada de despedida al hormiguero, y no le halló, se había cerrado.

—¡Quién fuera tan pequeñita, tan pequeñita como una hormiga! —dijo compungida Marinita Peregrina.

II

La lluvia había cesado, pero el viento no; y la niña que tenía sus vestidos y su cuerpo empapados, tiritaba de frío.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 39 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Saragüete de los Ratones

José Zahonero


Cuento


I

¡Vaya una despensa que habitaba no hace mucho, una familia de ratones!

De Jauja puede uno reirse pensando en tan provisto lugar; allí había perniles, chorizos y uvas pendientes del techo; grandes cajas de jalea, un número prodigioso de quesos manchegos, y galletas, y pastas que no había más que pedir.

Formadas en hilera, lustrosas y relucientes, veíase un batallón de botellas, con morriones plateados las del Champagne, etiquetas doradas y elegantes por bandas y petos, con monteras de oro las que contenían vinos generosos, y bonetes encarnados las del vino de mesa; y tan soberbia legión parecía por su esbelta presencia dispuesta á llevar á cabo los más gloriosos finales de un banquete.

Con decir que en aquella despensa no faltaba ni mazapán, ni turrón, que había sacas de azúcar, y que de vez en cuando se guardaba en ella algún que otro pastelón, hemos dicho lo bastante para comprender la sabiduría que el viejo patriarca de una familia de ratones tuvo al elegir por morada lugar de tal abundancia y riqueza.

Sí, señor; allí se habían bonitamente colocado, abriendo un agujero por detrás de una panzuda olla de manteca, toda una familia de ratones, padre, madre, hijos y parientes políticos.

El lugar era á propósito; pintábase en el suelo de la semi-oscura despensa un disco de luz que parecía una luna llena; pero sí que los ratones eran tontos; desde luego comprendieron que aquel redondel luminoso no era, ni mucho menos, la luna, sino la luz que penetraba por una gatera; ergo había gato en la casa; de aquí la necesidad de andarse con precaución.

¡Qué fortuna haber hallado lugar tan espléndido! No carecía de peligros; pero, ¿qué riqueza se encuentra sin graves riesgos? ¿qué tesoro sin miedo y sobresaltos?

El viejo ratón lo inspeccionó todo antes de permitir que saliera á recorrer sus posesiones su codiciosa familia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 36 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Naita

José Zahonero


Cuento


I

En la playa llamada del Orzán, en la Coruña, hacía sus correrías el pilluelo Naita. No era coruñés, no era gallego, y casi se hubiera podido decir que no era español: era vascongado. Entre los diablillos audaces y desarrapados que pululaban por el puerto y vagaban por las playas, tenía como segundo apodo el pez, logrado por su valentía en nadar; pero generalmente le llamaban Naita.

Naita era un diminutivo, corrupción de la palabra nada. El verdadero nombre era desconocido. Le llamaban Naita, porque no se dedicaba á ninguna de las aficiones ó pequeñas industrias de los niños del mar: ni acolchaba, ni calafateaba, ni remaba, ni servía en la incesante carga y descarga del puerto, ni era capaz de echarse un maletín ó una sombrerera al brazo ó al hombro, ¿qué menos? ni hablaba, ó si hablaba, ninguno le entendía.

Vivía aislado, y si por acaso alguna vez se reunía á los chicuelos de diez ó doce años, es decir, á los de su edad, permanecía callado ó lanzaba gritos ásperos y palabras que nadie comprendía.

En una ocasión vió una gaviota lanzarse sobre el agua, y exclamó:

—¡Urollua! (Vascuence; ave acuática.)

Sus compañeros se echaron á reir.

—Chilla como la gaviota —dijeron.

Siempre se hallaba sólo y siempre triste.

El mutismo á que condena vivir entre gentes que no hablan nuestro idioma, el forzoso aislamiento que tal desgracia trae consigo y el dolor, que causa hallarse lejos del país en que se ha nacido, mantenían á Naita en constante gravedad, impropia de sus años tal vez, pero muy en armonía con el fondo de su alma, donde gravitaba un pesar hondo y oscuro; un dolor inmenso: la orfandad.

No se sabe cómo ni porque aquel niño se hallaba en la Coruña.

Había llegado con una pobre mujer, tía suya en realidad; pero para los que conocían á Naita era un misterio el parentesco.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 34 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Zapatos Nuevos

José Zahonero


Cuento


I

Metiditos en su estantería se hallaban multitud de botas y zapatos lujosos y modestos, chicos y grandes, de tela y becerro, de charol y de piel de vaca, quietos todos y formados en hileras, como se ven los piés de los soldados el día que estos cubren por cualquier motivo la carrera de alguna procesión ó comitiva cívica de gran pompa.

Entró un parroquiano en la tienda y pasó revista al abigarrado batallón. Se fijó en un par de zapatos que al lado de unas botas nuevas de charol se hallaban como meditando en cual sería su suerte, y eso que poco tenían que pensar en ella. Ellos eran unos zapatos de obrero, y desde luego sospechaban lo mucho que tendrían que padecer, las miserias que habían de presenciar y la triste vejez que les esperaba, pues se verían trabajando hasta romperse de viejos; no así las botitas vecinas, y así lo entendían ellas, pues era más el charol que se daban casi que el que tenían.

¡Oh, las botitas apretarían el pié de alguna dama rica, que siempre las llevaría en coche y, por último, las regalaría á su doncella, la que, por no esperar otras en mucho tiempo, habría de cuidarlas con esmero y solícito amor!

Pronto aquellas botas y zapatos allí reunidos se distribuirían á diversas personas y seguirían opuestos caminos, tal vez para jamás reunirse.

Al meditar en los confusos trazados que señalan los zapatos y botas que andan por el mundo, se medita en los enrevesados y complicados tejidos de hilos que tiende el destino.

Por fin, el parroquiano que había entrado en la tienda se decidió y tomó los zapatos; se los probó, dio dos golpes con ellos en el suelo y salió de la tienda despidiéndose del maestro; en tanto los zapatos lo hacían de sus hermanos, y especialmente, del par de botitas de charol, sus vecinas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 67 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Cartouche

José Zahonero


Cuento


Á D. Manuel Pardo Regidor.

I

Tomasillo y Antoñico andaban por sendas, caminos y veredas, unas veces pisando la nieve ó sobre el hielo, y otras recibiendo los ardientes rayos del sol de Julio, mendigando en invierno y espigando por los rastrojos en verano, y siempre picoteando los desperdicios de las aldeas ó de las eras, sin otro amigo ni otra ayuda que la compañía de un perrillo feo y flaco, de nombre Chusco.

Noche tras noche, y día tras día, pasaban los huerfanillos y el perro rebuscando leña que robar en el monte, mendrugos que recoger en las aldeas y uvas y espigas que cosechar en el campo.

Se les veían las carnes por los jirones de sus camisillas raídas y de sus calzones rotos, y sus piececillos se arrecían de frío sobre el hielo ó se abrasaban en la arena de la llanura, y las guijas y pedruscos les herían sus plantas como las zarzas punzaban sus carnes.

Pero casi nunca estaban tristes, porque Chusco, su compañero, era un perro que acreditaba tal nombre y correteando unas veces, ladrando sin causa ni motivo otras, y haciendo mil diabluras, les recordaba el jugueteo y les provocaba al retozo.

Llevóles su buena estrella, que hasta entonces sin duda no comenzó á lucir, á la puerta de un soberbio palacio de la ciudad, construido todo él de piedra, que en puertas y ventanas, aparecía, por los dibujos elegantes y sutiles calados, no de piedra, sino de finísimo papel recortado con tijeritas de bordar.

Dispúsose un criado á llenarles el zurrón de mendrugos y á darles dos grandes cazuelas de sobras de comida, cuyo olor había de tener gran fuerza en la nariz de Chusco, pues no bien le llegó al hociquillo, debióle recorrer por todo el cuerpo, puesto que le salía la satisfacción por el rabo; tanto lo agitaba con vivo movimiento de un lado á otro y de arriba abajo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 58 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

1234