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El Collar

Guy de Maupassant


Cuento


Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Cabellera

Guy de Maupassant


Cuento


La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas, siempre en movimiento?

El médico me dijo: —Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.

Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.

—Léalo —dijo—, y deme su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:


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El Loco

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando murió presidía uno de los más altos tribunales de Justicia de Francia y era conocido en el resto por su trayectoria ejemplar. Se había ganado el profundo respeto de abogados, fiscales y jueces, que se inclinaban ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto y mirada penetrante.

Su única preocupación había consistido en perseguir a los criminales y defender a los más débiles. Los asesinos y los estafadores le tenían por su peor enemigo, ya que parecía ser capaz de leer sus pensamientos y adivinar las intenciones que ocultaban en los rincones más oscuros de sus almas.

Su muerte, a la edad de 82 años, había provocado una sucesión de homenajes y el pesar de todo un pueblo. Había sido escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, e ilustres magistrados habían derramado sobre su ataúd lágrimas que parecían sinceras.

Sin embargo, poco después de su entierro, el notario descubrió un estremecedor documento en el escritorio donde solía guardar los sumarios de sus grandes casos. Su primera hoja estaba encabezada por el título: «¿POR QUÉ?».

20 de junio de 1851.

Acabo de dictar sentencia. ¡He condenado a muerte a Blondel! Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?

25 de junio.


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Sobre las Nubes

Guy de Maupassant


Crónica


En el verano de 1888, Guy de Maupassant realizó una ascensión en el globo aerostático El Horla. La crónica de ese viaje fue publicada en la revista La Lecture, y permaneció inédita hasta hace poco. En ella, Maupassant da muestra de su capacidad de apreciación y nos ofrece un curioso documento de aeronáutica. Aquí aparece, por primera vez en español, admirablemente traducido por nuestro colaborador José Abdón Flores. El maestro del relato corto narra por el solo placer de narrar y, desde un globo, ve el mundo como nunca antes lo había visto, percibe su grandeza y se sobrecoge ante la fuerza ciega de la naturaleza. Un París rodeado de nubes grises que a ratos huyen, se ofrece a los ojos del gran escudriñador de almas en esta crónica dedicada a constatar la belleza del mundo visto de lejos.

Cuando entré en el taller de La Villette, vi, yaciente sobre la hierba del patio, enfrente de la armada de negras y monstruosas chimeneas, el enorme globo amarillo, casi inflado por completo, igual a una calabaza colosal posada en medio de gasómetros en el huerto de un cíclope.

Un largo conducto de tela barnizada, igual a ese pequeño rabo torcido por donde las calabazas doradas beben la vida en la tierra, insuflaba al Horla el alma de los aeróstatos. Palpitaba y se levantaba poco a poco, y una docena de hombres lo rodeaban, desplazando de cuando en cuando los sacos de lastre enganchados a las amarras para permitirle moverse.

Un cielo bajo y gris, una pesada bóveda de nubes se extendía sobre nuestras cabezas. Eran las cuatro y media de la tarde, y la noche, ya, parecía próxima.

Curiosos y amigos entraban al taller. Observaban, con sorpresa, la pequeñez de la barquilla, los parches sobre barquilla, los parches sobre las delgadas fisuras del globo, todos los preparativos para este viaje por el espacio.


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Las Joyas

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Lantín la conoció en una reunión que hubo en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.

Era hija de un recaudador de contribuciones de provincia muerto años atrás, y había ido a París con su madre, la cual frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio, con la esperanza de casarla.

Dos mujeres pobres y honradas, amables y tranquilas. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta, como la soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su hermosura plácida ofrecía un encanto angelical de pudor, y la imperceptible sonrisa, que no se borraba de sus labios, parecía un reflejo de su alma.

Todo el mundo cantaba sus alabanzas; cuantos la conocieron repetían sin cesar: "Dichoso el que se la lleve; no podría encontrar cosa mejor".

Lantín, entonces oficial primero de negociado en el Ministerio del Interior, con tres mil quinientos francos anuales de sueldo, la pidió por esposa y se casó con ella.

Fue verdaderamente feliz. Su mujer administraba la casa con tan prudente economía, que aparentaba vivir hasta con lujo. Le prodigó a su marido todo género de atenciones, delicadezas y mimos: era tan grande su encanto, que a los seis años de haberla conocido, él la quería más aún que al principio.

Solamente le desagradaba que se aficionase con exceso al teatro y a las joyas falsas.

Sus amigas, algunas mujeres de modestos empleados, le regalaban con frecuencia localidades para ver obras aplaudidas y hasta para algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, al cual fatigaban horriblemente, después de un día de trabajo. Por fin, para librarse de trasnochar, le rogó que fuera con alguna señora conocida, que pudiese acompañarla cuando acabase la función. Ella tardó mucho en ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido; pero, al fin, se decidió a complacerlo, y él se alegró muchísimo.


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Mi Tío Sóstenes

Guy de Maupassant


Cuento


El tío Gregorio era un librepensador como hay muchos, librepensador de puro ignorante. Por el mismo camino llegan otros a ser creyentes. Ver a un sacerdote y sentir un furor desenfrenado, para él, era todo uno; lo amenazaba, le hacía burla, y se curaba en salud por si le había dado mal de ojo; es decir, que ya no era un librepensador verdadero, pues creía en el mal de ojo; y tratándose de creencias irreflexivas, hay que rendirse a todas o no tener ninguna.

Yo, que soy también un librepensador, es decir, un refractario a todos los dogmas que fraguó el miedo a la muerte, no me irrito contra los templos, ya sean católicos, apostólicos, romanos, protestantes, rusos, griegos, budistas, judíos o musulmanes. Además, tengo una manera de razonar su condición. Un templo es un homenaje a lo desconocido. Cuanto más se remonte el pensamiento humano, menor es el dominio de lo desconocido, y se derrumban los templos. Me agradaría —eso sí— que tuvieran, en vez de incensarios, telescopios, microscopios y máquinas eléctricas.

Mi tío se diferenciaba por completo de mí; éramos casi lo contrario el uno del otro.

Él blasonaba de patriota; yo no, porque, a mi entender, el patriotismo es una religión como cualquiera, y es además el huevo de donde salen todos los crímenes colectivos.

Mi tío era francmasón; y los francmasones me parecen más fanáticos aún que las viejas devotas. Yo sostengo mis opiniones. De admitir una religión, me quedo con la de mis padres.

Y estos mentecatos no hacen más que imitar a los curas. Tienen por símbolo un triángulo en vez de una cruz; fundan iglesias, que llaman logias, con varios cultos: el rito escocés, el rito francés, el Grande Oriente y otra porción de majaderías que hacen reír.


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El Miedo

Guy de Maupassant


Cuento


Después de comer subimos á cubierta. Ante nosotros el Mediterráneo, bañado por la luz de la luna, se extendía sin que una sola arruga se dibujase en su superficie. El enorme buque resbalaba lanzando al cielo, lleno de estrellas, una gran serpiente de humo negro, y detrás, el agua blanca, agitada por el paso rápido del pesado navío, batida por la hélice, espumeaba, parecía retorcerse, y agitaba tantas claridades que cualquiera hubiera creído que la luz de la luna estaba en ebullición.

Y allí estábamos seis ú ocho, admirando en silencio la costa de África hacia la cual nos dirigíamos. El comandante, que sentado entre nosotros fumaba un cigarro, reanudó la conversación iniciada durante la comida.

—Sí,—dijo—aquel día tuve miedo. Mi barco permaneció seis horas con esa roca en la barriga y batido por la mar. Afortunadamente, al llegar la noche nos recogió un barco carbonero inglés.

Entonces, un hombre muy alto, de tostado rostro y grave aspecto, uno de esos hombres que se adivina han cruzado grandes países desconocidos en medio de incesantes peligros y cuya tranquila mirada parece conservar en sus profundidades algo de los extraños paisajes vistos, uno de esos hombres que parecen templados en el valor, habló por vez primera.

—Usted dice, comandante, que tuvo miedo, y yo no lo creo. Usted se engaña con respecto á la palabra y con respecto á la sensación que experimentó. Un hombre enérgico no siente nunca miedo ante un peligro inmediato. Se siente emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es cosa muy distinta.

El comandante replicó riendo:

—¡Diablo! Yo le aseguro que tuve miedo y mucho miedo.

Entonces el hombre de bronceada tez, repuso con voz lenta:


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Dominio público
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Sobre el Agua

Guy de Maupassant


Cuento


El verano pasado había alquilado una casita de campo a orillas del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Al cabo de unos días conocí a uno de mis vecinos, un hombre de unos treinta a cuarenta años, que desde luego era el tipo más raro que había visto nunca. Era un viejo barquero, pero un barquero fanático, siempre cerca del agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Debía de haber nacido en un bote, y seguramente muera en la botadura final.

Una noche, mientras paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. Entonces el buen hombre se animó, se transfiguró, se volvió locuaz, casi poeta. Tenía en el corazón una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río.

—¡Ay! —me dijo—, ¡cuántos recuerdos tengo en este río que ve fluir ahí cerca de nosotros! Vosotros, los habitantes de las calles, no sabéis lo que es un río. Pero escuche cómo un pescador pronuncia esa palabra. Para él es la cosa misteriosa, profunda, desconocida, el país de los espejismos y de las fantasmagorías, donde de noche se ven cosas que no son, donde se oyen ruidos que no se conocen, donde se tiembla sin saber por qué, como al cruzar un cementerio: y en efecto es el cementerio más siniestro, aquél donde no se tiene tumba.

«Para el pescador la tierra tiene límites, pero en la oscuridad, cuando no hay luna, el río es ilimitado. Un marinero no experimenta lo mismo por el mar. Éste es a menudo duro y malo, es verdad, pero grita, aúlla: el mar abierto es leal; mientras que el río es silencioso y pérfido. No ruge, corre siempre sin ruido, y el eterno movimiento del agua que fluye es más espantoso para mí que las altas olas del Océano.


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¿Él?

Guy de Maupassant


Cuento


Amigo mío, ¿no lo comprendes? Lo creo. ¿Piensas que me volví loco? Tal vez sí estoy algo loco, pero no por la causa que imaginaste.

Sí. Me caso. Ahí tienes.

Y, sin embargo, mis ideas y mis convicciones, ahora como siempre, son las mismas. Considero estúpida la unión legal de un hombre y de una mujer. Estoy seguro de que un ochenta por ciento de los maridos han de ser engañados. Y no merecen otra cosa, por haber cometido la idiotez de ligar a otra vida la suya, renunciando al amor libre, lo único hermoso y alegre que hay en el mundo, y de cortar las alas a la fantasía que nos impulsa constantemente hacia todas las hembras agradables, etc. Me siento incapaz de consagrarme a una sola mujer, porque me gustarán siempre todas las mujeres bonitas. Quisiera tener mil brazos, mil bocas, mil... temperamentos, para poder gozar a un tiempo a una muchedumbre de criaturas femeninas.

Y, sin embargo, me caso.

Añade que apenas conozco a mi futura esposa. La he visto nada más tres o cuatro veces. No me disgusta, y esto basta para mis propósitos. Es bajita, rubia y regordeta. En cuanto sea ya su marido, comenzaré a desear una morena delgada y alta. No es rica. Pertenece a una familia modesta en todos los conceptos. Mi futura es una muchacha, como las hay a millares, útiles para el matrimonio, sin virtudes ni defectos aparentes.

Ahora la juzgan bonita; cuando esté casada la juzgarán encantadora. Pertenece al ejército de muchachas que pueden hacer la dicha de un hombre... mientras el marido no repara que prefiere a su elegida cualquiera de las otras.

Ya oigo tu pregunta: ¿Por qué te casas?

Apenas me atrevo a confesar el motivo que me ha impulsado a una resolución tan estúpida.

¡Me caso por no estar solo!

No sé cómo decírtelo, cómo hacértelo comprender. Me compadecerás, despreciándome al mismo tiempo; llegué a una miseria moral inconcebible.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Mano

Guy de Maupassant


Cuento


Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint—Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.

El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.

Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.

Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio: —Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.

El magistrado se dio la vuelta hacia ella: —Sí, señora es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarle de las circunstancias impenetrables que lo rodean.

Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.

Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una: —¡Oh! Cuéntenoslo.


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