Textos más populares esta semana publicados el 19 de mayo de 2016 | pág. 3

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fecha: 19-05-2016


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La Mano Disecada

Guy de Maupassant


Cuento


Un amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de mis buenos amigos de la infancia:

—¿A que no adivinan de dónde vengo? —exclamó en seguida.

—Apuesto a que vienes de Mabille —contesta uno.

—¡Caray! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj —dice otro.

—Estabas ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has subido a su casa para emborracharte de nuevo —contesta un tercero.

—No dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy a presentar, con su permiso.

Y diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos, interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

¿Él?

Guy de Maupassant


Cuento


Amigo mío, ¿no lo comprendes? Lo creo. ¿Piensas que me volví loco? Tal vez sí estoy algo loco, pero no por la causa que imaginaste.

Sí. Me caso. Ahí tienes.

Y, sin embargo, mis ideas y mis convicciones, ahora como siempre, son las mismas. Considero estúpida la unión legal de un hombre y de una mujer. Estoy seguro de que un ochenta por ciento de los maridos han de ser engañados. Y no merecen otra cosa, por haber cometido la idiotez de ligar a otra vida la suya, renunciando al amor libre, lo único hermoso y alegre que hay en el mundo, y de cortar las alas a la fantasía que nos impulsa constantemente hacia todas las hembras agradables, etc. Me siento incapaz de consagrarme a una sola mujer, porque me gustarán siempre todas las mujeres bonitas. Quisiera tener mil brazos, mil bocas, mil... temperamentos, para poder gozar a un tiempo a una muchedumbre de criaturas femeninas.

Y, sin embargo, me caso.

Añade que apenas conozco a mi futura esposa. La he visto nada más tres o cuatro veces. No me disgusta, y esto basta para mis propósitos. Es bajita, rubia y regordeta. En cuanto sea ya su marido, comenzaré a desear una morena delgada y alta. No es rica. Pertenece a una familia modesta en todos los conceptos. Mi futura es una muchacha, como las hay a millares, útiles para el matrimonio, sin virtudes ni defectos aparentes.

Ahora la juzgan bonita; cuando esté casada la juzgarán encantadora. Pertenece al ejército de muchachas que pueden hacer la dicha de un hombre... mientras el marido no repara que prefiere a su elegida cualquiera de las otras.

Ya oigo tu pregunta: ¿Por qué te casas?

Apenas me atrevo a confesar el motivo que me ha impulsado a una resolución tan estúpida.

¡Me caso por no estar solo!

No sé cómo decírtelo, cómo hacértelo comprender. Me compadecerás, despreciándome al mismo tiempo; llegué a una miseria moral inconcebible.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Mano

Guy de Maupassant


Cuento


Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint—Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.

El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.

Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.

Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio: —Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.

El magistrado se dio la vuelta hacia ella: —Sí, señora es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarle de las circunstancias impenetrables que lo rodean.

Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.

Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una: —¡Oh! Cuéntenoslo.


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Los Restos del Naufragio

Guy de Maupassant


Cuento


Era ayer, 31 de Diciembre.

Acababa de almorzar con mi viejo amigo Georges Garin. El sirviente le entregó una carta cubierta de sellos y estampillas extranjeras.

Georges me dijo:

— ¿Me permites?

— Por supuesto.

Y se puso a leer ocho páginas de un manuscrito inglés grande, cruzado en todas las direcciones. Las leía lentamente, con una atención grave, con aquel interés que ponemos a las cosas que nos tocan el corazón.

Luego puso la carta en la repisa de la chimenea y dijo:

— ¡Ahí tienes una historia curiosa que nunca te conté, sin embargo, una aventura sentimental que me sucedió!. ¡Ah! ¡Ése fue un Día de Año Nuevo extraordinario. ¡Han pasado veinte años, porque tenía entonces treinta años y ahora tengo cincuenta!.

Era entonces inspector de seguros marítimos de la compañía que dirijo actualmente. Me había propuesto pasar en París la fiesta del primero de Enero, de acuerdo a la costumbre de hacer de ese día un día festivo, cuando recibí una carta del gerente, ordenándome partir inmediatamente para la Isla de Ré dónde se había varado un velero de tres palos de Saint—Nazaire, asegurado por nosotros. Eran las ocho de la mañana. Llegué a la oficina a las diez para recibir las instrucciones y esa misma tarde tomé el expreso que me dejó en La Rochelle al día siguiente el 31 de Diciembre.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

¿Quién sabe?

Guy de Maupassant


Cuento


1

¡Señor! ¡Señor! Al fin tengo ocasión de escribir lo que me ha ocurrido. Pero ¿me será posible hacerlo? ¿Me atreveré? ¡Es una cosa tan extravagante, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loca!

Si no estuviese seguro de lo que he visto, seguro también de que en mis razonamientos no ha habido un fallo, ni en mis comprobaciones un error, ni una laguna en la inflexible cadena de mis observaciones, me creería simplemente víctima de una alucinación, juguete de una extraña locura. Después de todo, ¿quién sabe?

Me encuentro actualmente en una casa de salud; pero si entré en ella ha sido por prudencia, por miedo. Sólo una persona conoce mi historia: el médico de aquí; pero voy a ponerla por escrito. Realmente no sé para que. Para librarme de ella, tal vez, porque la siento dentro de mí como una intolerable pesadilla.

Hela aquí:

He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con poco, sin acritudes contra los hombres y sin rencores contra el cielo. He vivido solo, en todo tiempo, porque la presencia de otras personas me produce una especie de molestia. No es que me niegue a tratar con la gente, a conversar o a cenar con amigos, pero cuando llevan mucho rato cerca de mí, aunque sean mis más cercanos familiares, me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento un anhelo cada vez mayor, más agobiante, de que se marchen, o de marcharme yo, de estar solo.

Este anhelo es más que un impulso, es una necesidad irresistible. Y si las personas en cuya compañía me encuentro siguiesen a mi lado, si me viese obligado, no a prestar atención, pero ni siquiera a escuchar sus conversaciones, me daría, con toda seguridad, un ataque. ¿De qué clase? No lo sé. ¿Un síncope, tal vez? Sí, probablemente.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Mademoiselle Fifí

Guy de Maupassant


Cuento


El teniente coronel, comandante prusiano, conde de Farlsberg, acababa de leer su correo, arrellanado en un amplio sillón de tapiz y sus botas sobre el refinado mármol de la chimenea, donde sus espuelas, después de tres meses que tomaron el castillo de Uville, habían trazado dos surcos profundos, horadando un poco más cada día.

Una taza de café humeante sobre una mesita de marquetería manchado por los licores, quemado por los cigarros, rayado por el cortaplumas del oficial conquistador que, algunas veces, después de afilar un lápiz, trazaba sobre el mueble delicado unos signos o unos dibujos, según la fantasía de sus sueños irreflexivos.

Cuando terminó sus cartas y hojeó los periódicos alemanes que su cartero le había traído, se levantó, y, luego de tirar al fuego tres o cuatro enormes leños verdes, ya que estos señores arrasaban poco a poco el parque para calefaccionarse, se acercó a la ventana.

La lluvia caía en oleadas, una lluvia normanda que se diría que era lanzada por una mano furiosa, una lluvia al sesgo, espesa como una cortina, formando una suerte de muro de rayas oblicuas, una lluvia punzante, mojadora, ahogándolo todo, una verdadera lluvia de los alrededores de Rouen, esa bacinica de Francia.

El oficial miró largo tiempo el césped inundado, y, al fondo, el Andelle crecido que desbordaba; y tamborileaba contra el vidrio un vals del Rhin, cuando un ruido le hizo volverse; era su segundo, el barón de Kelweingstein, que tenía el grado equivalente de capitán.

El comandante era un gigante, de anchas espaldas, guarnecido de una larga barba en abanico formando un mantel sobre su pecho; y todo su continente solemne evocaba la idea de un pavo militar, un pavo que tuviera su cola desplegada en su mentón. Tenía ojos azules, fríos y gentiles, una mejilla cortada por un golpe de sable en la guerra de Austria; se decía que era un buen hombre y un valiente oficial.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Repartidor de Agua Bendita

Guy de Maupassant


Cuento


En otros tiempos vivía a la entrada del pueblo, en una casita al lado de una gran carretera. Se había establecido como carretero después de su matrimonio con la hija de un granjero de la comarca, como ambos trabajaban duro, llegaron a amasar una pequeña fortuna. Lo único que les apesadumbraba era no tener hijos. Por fin tuvieron uno al que llamaron Jean a quien acariciaban constantemente, arropándolo con su amor, amándolo con tal ternura que no podían pasar una hora sin verlo.

Cuando Jean tenía cinco años, pasaron por la región unos saltimbanquis que montaron sus barracas en la plaza del ayuntamiento.

Él, que los había visto, se escapó de casa, y su padre, después de haberlo buscado durante bastante tiempo, lo encontró lanzando grandes risotadas, sentado en las rodillas de un viejo payaso, entre las cabras sabias y los perros acróbatas.

Tres días más tarde, a la hora de la cena, justo en el momento de sentarse a la mesa, el carretero y su mujer se dieron cuenta de que su hijo no estaba en casa. Lo buscaron por el jardín y, como no lo encontraron, el padre, se puso al borde de la carretera y gritó con todas sus fuerzas: "¿Jean?" —La noche se echaba encima; el horizonte se llenaba de una bruma oscura que empujaba los objetos hacia una lejanía tenebrosa y amedrentadora. Muy cerca de allí, tres grandes pinos parecían llorar. Nadie respondía; pero parecía como si en el aire se percibieran unos gemidos confusos. El padre los escuchó durante largo tiempo siempre queriendo creer que se oía algo, unas veces a su derecha, otras a su izquierda, y como si hubiera perdido la cabeza, se sumergía en la noche llamando sin cesar: "¿Jean?" "¿Jean?"

Así dio vueltas toda la noche, llenando con sus gritos las tinieblas, espantando a los animales vagabundos, asolado por una terrible angustia y creyendo enloquecer por momentos. Su mujer se quedó llorando, sentada en el quicio de la puerta, hasta el amanecer.


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Sobre el Agua

Guy de Maupassant


Cuento


El verano pasado había alquilado una casita de campo a orillas del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Al cabo de unos días conocí a uno de mis vecinos, un hombre de unos treinta a cuarenta años, que desde luego era el tipo más raro que había visto nunca. Era un viejo barquero, pero un barquero fanático, siempre cerca del agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Debía de haber nacido en un bote, y seguramente muera en la botadura final.

Una noche, mientras paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. Entonces el buen hombre se animó, se transfiguró, se volvió locuaz, casi poeta. Tenía en el corazón una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río.

—¡Ay! —me dijo—, ¡cuántos recuerdos tengo en este río que ve fluir ahí cerca de nosotros! Vosotros, los habitantes de las calles, no sabéis lo que es un río. Pero escuche cómo un pescador pronuncia esa palabra. Para él es la cosa misteriosa, profunda, desconocida, el país de los espejismos y de las fantasmagorías, donde de noche se ven cosas que no son, donde se oyen ruidos que no se conocen, donde se tiembla sin saber por qué, como al cruzar un cementerio: y en efecto es el cementerio más siniestro, aquél donde no se tiene tumba.

«Para el pescador la tierra tiene límites, pero en la oscuridad, cuando no hay luna, el río es ilimitado. Un marinero no experimenta lo mismo por el mar. Éste es a menudo duro y malo, es verdad, pero grita, aúlla: el mar abierto es leal; mientras que el río es silencioso y pérfido. No ruge, corre siempre sin ruido, y el eterno movimiento del agua que fluye es más espantoso para mí que las altas olas del Océano.


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El Miedo

Guy de Maupassant


Cuento


A J.K. Huysmans

Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna burbujeando.

Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.

—Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.

Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez: —Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa.

El comandante prosiguió, riéndose: —¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.


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La Cabellera

Guy de Maupassant


Cuento


La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas, siempre en movimiento?

El médico me dijo: —Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.

Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.

—Léalo —dijo—, y deme su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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