Textos más populares este mes publicados el 19 de diciembre de 2020 | pág. 4

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fecha: 19-12-2020


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El Zapatero Remendón

Teodoro Baró


Cuento infantil


En una callejuela estrecha, que no recibía de día más luz que la que lograba penetrar por el escaso trecho que separaba las altas y pobres casas de uno y otro lado; iluminándola de noche dos faroles que más bien parecían candilejas, pues encerrada en ellos despedía luz rojiza la torcida, anegada en aceite de mala calidad, sin lograr sus reflejos otra cosa que hacer más densas las sombras, vivía un zapatero remendón que tenía su tenducho en un portal bajo, húmedo y oscuro. Llamábase Francisco y se le veía durante todo el día, y a veces parte de la noche, encorvado sobre los zapatos, mejores para tirados que para remendados.

Teníanle los niños mucha afición, que él les agradecía poco, pues consistía en molestarle; y al salir de la escuela, en vez de ir directamente a sus casas, tomaban por la callejuela y pasaban corriendo delante del tenducho, gritando:


Zapatero, zapatero,
echa suela en el puchero;
zapatero remendón,
te has comido un gran ratón.
 

Francisco procuraba dominarse y no levantar la cabeza; pero se pintaba tal expresión de tristeza en su cara, que si los niños se hubiesen fijado en ella no le hubieran molestado más; porque, por lo regular, los niños son buenos y no creen causar el daño que a veces hacen con sus travesuras. El más travieso, el que más molestaba al remendón y el que capitaneaba a sus compañeros todos los días al salir de la escuela, se llamaba Rafaelito, tenía nueve años y era el que mayor ligereza mostraba en los pies y mayor fuerza en la garganta para huir y gritar a un tiempo:


Zapatero, zapatero,
echa suela en el puchero;
zapatero remendón,
te has comido un gran ratón.
 


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Mosquito

Teodoro Baró


Cuento infantil


En un país donde nunca hacía frío ni jamás era excesivo el calor, siendo constante la primavera, reinaba un príncipe muy bueno, que por serlo era amado de su pueblo. Tuvo este príncipe un hijo, y al saberse la noticia tocaron las campanas de todas las aldeas, la gente se puso los vestidos domingueros, se adornaron los balcones con tapices y damascos y los más pobres colgaron los cubre-camas menos deteriorados, ya que no tenían cosa mejor con que demostrar su alegría; y si por la noche no hubo iluminaciones, debiose a que entonces no se violentaban las leyes de la naturaleza y se dedicaba la noche al descanso y el día al trabajo, con lo cual era perfecta la salud de todos, tanto que era cosa rara morir de enfermedad, pues allí se moría de vejez. Como aquel príncipe protegía mucho la agricultura y tenía prohibido molestar a los pájaros, también las flores, las aves y los insectos quisieron demostrar su contento: las rosas y las azucenas dieron sus más tiernas y olorosas hojas para llenar el colchón que con destino a la cama tejieron los gusanos de seda y cubrieron de caprichosos dibujos las hormigas, tarea que se les encomendó por ser muy laboriosas y que desempeñaron sirviéndoles de pinceles sus antenas cubiertas de polen, que gustosas les habían proporcionado las flores; las mariposas se recortaron las alas y las abejas unieron con miel los pedazos, formando los pañales del recién nacido; los pájaros descolgaron una telaraña muy grande que estaba en lo más alto de un roble, pidieron a cada flor una gotita de néctar para lavarla y al sol sus más hermosos rayos para teñirla, y formaron el pabellón de la cuna; y, por último, los mosquitos acordaron tener siempre uno de guardia alrededor de ella para avisar a los demás que en aquella cuna estaba el hijo del príncipe y no le molestaran con sus zumbidos ni con sus picadas.


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Las Castañas

Teodoro Baró


Cuento infantil


La familia de Juan Honrado estaba reunida alrededor del hogar donde se levantaba una hermosa llama y chisporroteaban, gimiendo antes al soltar los restos de savia, gruesos tizones que en abundancia proporcionaba el bosque. Juan era hombre de cincuenta años, fornido y robusto, que se dedicaba al cultivo de la tierra y a la felicidad de su familia, compuesta de su esposa, de nombre Concepción; de Perico, hermoso niño de doce años, y de Pablito, no menos bello, que contaba diez. Después de cenar en paz y gracia de Dios, habían rezado el rosario y luego comido unas cuantas castañas que se asaban en el rescoldo, alegrando a los niños su ¡pim! ¡pum! con que anunciaban que pronto estarían a punto, al mismo tiempo que hacían saltar la ceniza que las cubría, no sin que a veces molestara a Chelín, perro de caza que dormitaba apoyado el hocico en ambas patas, quien, en este caso, se limitaba a levantar una para sacudirse la ceniza de las narices, al mismo tiempo que abría un ojo para enterarse de lo que pasaba, volviendo a quedar a los pocos momentos cerrados los dos y él dormido.


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Antonieta

Teodoro Baró


Cuento infantil


Cuando nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso después de haber cometido el primer pecado, el diablo, a quien el Arcángel había hecho huir a los infiernos, con sus uñas se abrió una salida por el corazón de las rocas, apareció en lo más alto de una elevadísima montaña, que a su contacto se convirtió en volcán; sentose en su boca que vomitaba lava ardiendo, que, a pesar de ser muy roja, no lo era tanto como las carnes del demonio, que estaban encendidas por la ira, que es el fuego que más quema; batió sus alas que despidieron chorros de chispas, y poniendo una pierna sobre otra, paseó sus miradas por el mundo y vio a Adán y Eva ocupados en el trabajo, al que pedían el pan que habían de ganar con el sudor de su frente.

El diablo sonrió, y del hálito que entonces se desprendió de su boca, se formaron nuevos nubarrones, tan espesos que parecían piedras suspendidas en el espacio; y sus labios pronunciaron estas palabras, mientras sus infernales ojos estaban clavados en nuestros primeros padres:

—Estáis condenados a comer el pan con el sudor de vuestra frente y a atender a todas vuestras necesidades. La satisfacción de ellas y el instinto de la propia conservación harán que el hombre olvide a sus hermanos por no pensar más que en sí mismo. Ha nacido un nuevo pecado: el egoísmo. Con él, mío es el mundo.

A medida que el diablo hablaba, los nubarrones eran más densos y rugía con más fuerza el volcán, despidiendo torrentes de lava que formaban un lago a su alrededor. Arrojose en él y se zambulló repetidas veces agitando los brazos, las piernas y moviendo las alas. Rocas como montañas eran despedidas a grande altura y se derretían convertidas en lluvia de fuego. Luego volvió de un salto a la boca del volcán y repitió extendiendo sus garras:

—¡El egoísmo me hará rey del mundo!


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El Justiciero

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


«Catalina de Aragón», así como suena, nada menos que «Catalina de Aragón» se firmaba y se hacía llamar Felipa Danou, francesa de Montmatre. Y con ese nombre histórico, presumiendo de noble y española, se inscribía en los programas de los circos y teatros donde se la contrataba como «domadora de vampiros».

Hay que reconocer que los vampiros eran más verdaderos que su nombre. Habíalos comprado en Argelia a un cazador marroquí, y se exhibía en público con ellos, en una gran jaula de fieras, pretendiendo haberlos domesticado y educado...

Sin embargo, los chupadores de sangre estaban muy lejos de poseer la dócil inteligencia de tantos perros, focas o elefantes «sabios». Apenas si reconocían a Catalina, su cuidadora, cuando los llamaba por sus pintorescos apodos: «¡Sanguijuela!... ¡Borracho!... ¡Lucifer!...» El éxito de la domadora, harto dudoso por cierto, extribaba más bien en una danza serpentina que bailaba dentro de la jaula, envuelta en negros crespones. Mientras torrentes de luz roja y azul le daban matices fantasmagóricos, revoloteaban a su alrededor, electrizados por su voz aguda y dominante, los enormes murciélagos hambrientos, ávidos de sorberle la sangre bajo su piel pintada y sudorosa.

Pronto se cansó el público parisiense de Catalina y sus vampiros. Se hacía necesario inventar cuanto antes otra cosa, porque los empresarios no se arriesgaban ya a contratar un espectáculo tan gastado, y ella no se decidía a abandonar su querido París...

Mejor dicho, su marido o amigo, el lindo Raguet, era quien no le permitía abandonar a París. Este Raguet era un parisiense incurable. No concebía la vida sino vagando por los bulevares, teatro de sus fáciles conquistas...


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Almas y Rostros

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Había una vez una princesa que se llamaba Cristela y estaba siempre triste. No tiene esto último nada de extraño si se considera que sólo en un cuento modernista puede llamarse «Cristela» una princesa, y que las princesas de los cuentos modernistas generalmente están tristes. Lo que sí era extraño es que Cristela ignoraba la causa de su tristeza...

Mas nunca falta quien nos endilgue las cosas desagradables que nos atañen. Por esto, una noche se le apareció a Cristela un enano de largas barbas blancas, uno de esos enanos que trabajan los metales en el seno de la tierra... Y le dijo:

—Yo sé por qué estás triste, Cristela.

Cristela repuso, displicente:

—Muy curioso sería, caballero, que usted supiese más de lo que yo sé de mí misma.

Sin inmutarse, continuó el enano:

—Los viejos conocemos a los jóvenes mejor que ellos se conocen.—Y repitió:—Yo, Bob el enano, sé por qué estás triste, Cristela...

Cristela se encogió de hombros, como diciendo: «Pues si usted lo sabe, guárdeselo para usted. No le pido yo que me lo diga.»

Como si no advirtiera el desvío de la princesa, dijo todavía el enano:

—Estás triste, Cristela, porque tienes una mala costumbre...

Miró Cristela al enano de pies a cabeza, con mirada tan despreciativa, que a no llevar Bob puesta su cota de hierro bajo el mandil de cuero, hubiérale partido en dos mitades como la espada de un gigante. ¿Cómo se atrevía esa rata de las montañas a suponer que ella, Cristela, la princesa mejor educada de la cristiandad y sus alrededores, tuviera una mala costumbre?... Verdad que de pequeña tuvo algunas, como la de pellizcarse la nariz, comerse las uñas y empujar con el dedo la comida servida en el plato... Pero todas fueron corregidas por las reprensiones y castigos que le impusiera la reina, su agusta madre.

A pesar de su silencio, lleno de principesca dignidad, el odioso enano se explayó:


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El Capitán Pérez

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


I

A modo de fiera en un redil, la desgracia se había encarnizado con la familia de Itualde. Primero perdió en especulaciones toda la fortuna el padre y jefe, don Adolfo. Poco después murió, dejando «en la calle» a su viuda, doña Laura, y sus cuatro hijos: Adolfo, Ignacio, Laurita y Rosa, la pequeña, a quien llamaban «Coca».

Doña Laura, que amaba a su esposo, lo lloró inconsolable. Y más todavía, si cabe, sintió su antigua fortuna, perdida precisamente entonces, cuando su hija mayor iba a ser una señorita. Cayó en profundo abatimiento y languideció un año más, al cabo del cual fue a reunirse con su esposo, en el sepulcro de la familia.

Adolfo, que fuera educado en la abundancia y la holgazanería, tomó sobre sí las deudas de su padre, púsose a trabajar empeñosamente, y casó con una niña modesta y bella... Pero estaba escrito que el destino probaría la paciencia de aquella familia. Al nacer el que sería primogénito de Adolfo, murió la madre y murió el chico...

«La desgracia no viene sola—pensaba Adolfo.—¿Qué nos esperará después de estos nuevos golpes? ¿O habrá terminado ya la «racha negra»?...

Pues la «racha negra» no había terminado, y otro golpe le esperaba todavía: fracasó en sus negocios y se enfermó del pecho...

Dejándose vencer del desaliento, pronto hubiera muerto también Adolfo, sin la enérgica y generosa decisión de su hermana Laura. Habían recetado al enfermo campo y descanso o trabajo metódico y moderado. Importándosele poco su vida, ya sin halagos, pensó él descuidar los consejos médicos... Pero Laura no lo permitió. Facilitó la liquidación de su casa en la ciudad. Solicitó y obtuvo para su hermano el destino de gerente de una pequeña sucursal del Banco de la Nación, en el Tandil, interesante pueblo de la provincia de Buenos-Aires. Y fuese con él y con Coca a establecerse en el pueblo.

Adolfo había protestado.


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Un Calembourg

Ricardo Palma


Cuento


Fray Francisco del Castillo, más generalmente conocido por el Ciego de la Merced, fue un gran repentista o improvisador; su popularidad era grande en Lima, allá por los años de 1740 a 1770.

Cuéntase que habiendo una hembra solicitado divorcio, fundándose en que su marido era poseedor de un bodoque monstruosamente largo, gordo, cabezudo y en que a veces, a lo mejor de la jodienda, se quitaba el pañuelo que le servía de corbata al monstruo y largaba el chicote en banda, sucedió que se apartaba de la querella, reconciliándose con su macho. Refirieron el caso al ciego y éste dijo:


No encuentro fenomenal
El que eso haya acontecido
Porque o la cueva ha crecido
O ha menguado el animal.
 

Llegada la improvisación a oídos del Comendador o Provincial de los mercedarios, éste amonestó al poeta, en presencia de varios frailes, para que se abstuviera de tributar culto a la musa obscena.

Retirado el Superior, quedaron algunos frailes formando corrillo y embromando al ciego por la repasata sufrida.

— ¿Y qué dice ahora de bueno, el hermano Castillo? —preguntó uno de los reverendos.

El hermano Castillo dijo:


El chivato de Cimbal,
Símbolo de los cabrones,
Tiene tan grandes cojones
Como el Padre Provincial.
 

Rieron todos de la desvergonzada redondilla, pues parece que el Superior, nacido en un pueblo del norte, llamado Cimbal, no era de los que por la castidad conquistan el cielo.

No faltó oficioso que fuera con el chisme a su paternidad reverenda, quien castigó al ciego con una semana de encierro en la celda y de ayuno a pan y agua.

Los conventuales, amigos del lego poeta, le dijeron que podía libertarse de la malquerencia del prelado aviniéndose a dar una satisfacción.


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Lucas el Sacrílego

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del vigésimonono virrey del perú

I

El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a la hora de las once de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobre la cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él por una estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, y el cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarse tomándolo por el enemigo malo o por duende cuando menos. Y no se olvide que, por aquellos, tiempos, era de pública voz y fama que, en ciertas noches, la plazuela de San Agustín era invadida por una procesión de ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni pongo; pero sospecho que con la república y el gas les hemos metido el resuello a las ánimas benditas, que se están muy mohinas y quietas en el sitio donde a su Divina Majestad plugo ponerlas.

El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de hierro que hoy la adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plena tiniebla, con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de la hacienda ajena y de la gente dada a amorosas empresas.

El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización, acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se introduce por la claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.

En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.


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El Resucitado

Ricardo Palma


Cuenta


Crónica de la época del trigésimo segundo virrey

A principios del actual siglo existía en la Recolección de los descalzos un octogenario de austera virtud y que vestía el hábito de hermano lego. El pueblo, que amaba mucho al humilde monje, conocíalo sólo con el nombre de el Resucitado. Y he aquí la auténtica y sencilla tradición que sobre él ha llegado hasta nosotros.

I

En el año de los tres sietes (número apocalíptico y famoso por la importancia de los sucesos que se realizaron en América) presentóse un día en el hospital de San Andrés un hombre que frisaba en los cuarenta agostos, pidiendo ser medicinado en el santo asilo. Desde el primer momento los médicos opinaron que la dolencia del enfermo era mortal, y le previnieron que alistase el bagaje para pasar a mundo mejor.

Sin inmutarse oyó nuestro individuo el fatal dictamen, y después de recibir los auxilios espirituales o de tener el práctico a bordo, como decía un marino, llamó a Gil Paz, ecónomo del hospital, y díjole, sobre poco más o menos:

—Hace quince años que vine de España, donde no dejo deudos, pues soy un pobre expósito. Mi existencia en Indias ha sido la del que honradamente busca el pan por medio del trabajo; pero con tan aviesa fortuna que todo mi caudal, fruto de mil privaciones y fatigas, apenas pasa de cien onzas de oro que encontrará vuesa merced en un cincho que llevo al cuerpo. Si como creen los físicos, y yo con ellos, su Divina Majestad es servida llamarme a su presencia, lego a vuesamerced mi dinero para que lo goce, pidiéndole únicamente que vista mi cadáver con una buena mortaja del seráfico padre San Francisco, y pague algunas misas en sufragio de mi alma pecadora.


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