Textos más populares esta semana publicados el 20 de mayo de 2016 que contienen 'u'

Mostrando 1 a 10 de 39 textos encontrados.


Buscador de títulos

fecha: 20-05-2016 contiene: 'u'


1234

El Ruiseñor y la Rosa

Oscar Wilde


Cuento


—Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja —se lamentaba el joven estudiante—, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

—¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! —gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

—¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

—He aquí, por fin, el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

—El príncipe da un baile mañana por la noche —murmuraba el joven estudiante—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

—He aquí el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 3.844 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Crimen de Lord Arthur Saville

Oscar Wilde


Novela corta


Capítulo I

Era la última recepción que daba Lady Windermere, antes de comenzar la temporada primaveral. Los sa­lones de Bentinck-House se hallaban más llenos de invitados que nunca. Acudieron seis ministros, una vez ter­minada la interpelación del speaker, ostentando sus cruces y sus bandas y todas las mujeres bonitas de Lon­dres lucían sus toilettes más elegantes. Al final de la gale­ría de retratos estaba la princesa Sophia de Carlsrühe, una dama gruesa de tipo tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto decían.

Realmente veíase allí una singular mezcolanza de personas. Arrogantes esposas de pares del reino charla­ban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos, y una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta prima donna; en la escalera agrupábanse varios miembros de la Real Academia, disfrazados de ar­tistas, y el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. En una palabra: era una de las más deslumbran­tes reuniones de lady Windermere y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media.


Leer / Descargar texto

Dominio público
40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 1.563 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Feliz

Oscar Wilde


Cuento


En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte—. Ahora, que no es tan útil —añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

—Verdaderamente parece un ángel —decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

—¿En qué lo conocéis —replicaba el profesor de matemáticas— si no habéis visto uno nunca?

—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

—¿Quieres que te ame? —dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 2.133 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 412 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

¡Chist!

Antón Chéjov


Cuento


Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:

—¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!... Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 255 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Noche de Espanto

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 1.046 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En el Campo

Antón Chéjov


Cuento




A tres kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía un puente sobre el río.

Desde la aldea, situada en lo más eminente de la ribera alta, divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino armazón metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.

A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado con una gorra, como un simple obrero.

De cuando en cuando aparecían en Obruchanovo algunos descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían rabiar a las mujeres y a veces robaban.

Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea apacibles, tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras alrededor del puente, y llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los obreros. En los días de calma se oía, apagado por la distancia, el ruido de los trabajos.

Un día, el ingeniero Kucherov recibió la visita de su mujer.

Le encantaron las orillas del río y el bello panorama de la llanura verde salpicada de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a su marido que comprase allí un trocito de tierra para edificar una casa de campo. El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de terreno y empezó a edificar la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se asentaba la aldea, y en un paraje hasta entonces sólo frecuentado por las vacas, un hermoso edificio de dos pisos, con una terraza, balcones y una torre que coronaba un mástil metálico, al que se prendía los domingos una bandera.


Leer / Descargar texto

Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 222 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Viaje de Novios

Antón Chéjov


Cuento


Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Ábrese la portezuela y penetra un individuo de estatura alta, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo detiénese en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí... ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible...; no, no es éste el coche».

Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:

—¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?

Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.

—¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!

—¿Y cómo va su salud?

—No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.

Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:

—La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?

—Noto que está usted un poco alegre —dice Petro Petrovitch—. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.

—No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 133 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Zínochka

Antón Chéjov


Cuento


El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de fresco heno en la isla de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana, en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó escapar un sonoro bostezo y dijo:

—Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes odiado, odiado apasionada, rabiosamente? ¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?

No hubo respuesta.

—¿Nadie, señores? —siguió la voz de oficial de Estado Mayor—. Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano, poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios, repasando las lecciones. Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:

»—Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhalamos?

»—Óxido de carbono —contesté yo, mirando a la misma ventana.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 100 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 1.165 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

1234