Textos más populares esta semana publicados el 20 de mayo de 2016

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fecha: 20-05-2016


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El Retrato de Dorian Gray

Oscar Wilde


Novela


Prefacio

El artista es creador de belleza.

Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte.

El crítico es quien puede traducir de manera distinta o con nuevos materiales su impresión de la belleza. La forma más elevada de la crítica, y también la más rastrera, es una modalidad de autobiografía.

Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza.

Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.

No existen libros morales o inmorales.

Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.

La aversión del siglo por el realismo es la rabia de Calibán al verse la cara en el espejo.

La aversión del siglo por el romanticismo es la rabia de Calibán al no verse la cara en un espejo.

La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Incluso las cosas que son verdad se pueden probar.

El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.

Ningún artista es morboso. El artista está capacitado para expresarlo todo.

Pensamiento y lenguaje son, para el artista, los instrumentos de su arte.

El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.

Todo arte es a la vez superficie y símbolo.

Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las consecuencias.

Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.


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Dominio público
250 págs. / 7 horas, 17 minutos / 14.028 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Grandes Esperanzas

Charles Dickens


Novela


Capítulo I

Como mi apellido es Pirrip y mi nombre de pila Felipe, mi lengua infantil, al querer pronunciar ambos nombres, no fue capaz de decir nada más largo ni más explícito que Pip. Por consiguiente, yo mismo me llamaba Pip, y por Pip fui conocido en adelante.

Digo que Pirrip era el apellido de mi familia fundándome en la autoridad de la losa sepulcral de mi padre y de la de mi hermana, la señora Joe Gargery, que se casó con un herrero. Como yo nunca conocí a mi padre ni a mi madre, ni jamás vi un retrato de ninguno de los dos, porque aquellos tiempos eran muy anteriores a los de la fotografía, mis primeras suposiciones acerca de cómo serían mis padres se derivaban, de un modo muy poco razonable, del aspecto de su losa sepulcral. La forma de las letras esculpidas en la de mi padre me hacía imaginar que fue un hombre cuadrado, macizo, moreno y con el cabello negro y rizado. A juzgar por el carácter y el aspecto de la inscripción «También Georgiana, esposa del anterior» deduje la infantil conclusión de que mi madre fue pecosa y enfermiza. A cinco pequeñas piedras de forma romboidal, cada una de ellas de un pie y medio de largo, dispuestas en simétrica fila al lado de la tumba de mis padres y consagradas a la memoria de cinco hermanitos míos que abandonaron demasiado pronto el deseo de vivir en esta lucha universal, a estas piedras debo una creencia, que conservaba religiosamente, de que todos nacieron con las manos en los bolsillos de sus pantalones y que no las sacaron mientras existieron.


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Dominio público
613 págs. / 17 horas, 53 minutos / 1.944 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Crimen de Lord Arthur Saville

Oscar Wilde


Novela corta


Capítulo I

Era la última recepción que daba Lady Windermere, antes de comenzar la temporada primaveral. Los sa­lones de Bentinck-House se hallaban más llenos de invitados que nunca. Acudieron seis ministros, una vez ter­minada la interpelación del speaker, ostentando sus cruces y sus bandas y todas las mujeres bonitas de Lon­dres lucían sus toilettes más elegantes. Al final de la gale­ría de retratos estaba la princesa Sophia de Carlsrühe, una dama gruesa de tipo tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto decían.

Realmente veíase allí una singular mezcolanza de personas. Arrogantes esposas de pares del reino charla­ban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos, y una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta prima donna; en la escalera agrupábanse varios miembros de la Real Academia, disfrazados de ar­tistas, y el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. En una palabra: era una de las más deslumbran­tes reuniones de lady Windermere y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 1.675 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Fantasma de Canterville

Oscar Wilde


Novela corta


I

Cuando míster Hiram B. Otis, el ministro de América, compró Canterville-Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las condiciones.

—Nosotros mismos —dijo lord Canterville— nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford. Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.

—Mi lord —respondió el ministro—, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores "prima donnas", estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.


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35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 4.197 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

¡Chist!

Antón Chéjov


Cuento


Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:

—¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!... Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.


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3 págs. / 6 minutos / 269 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 438 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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1 pág. / 2 minutos / 1.199 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Noche de Espanto

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.


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5 págs. / 9 minutos / 1.077 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Fracaso

Antón Chéjov


Cuento


Elías Serguervitch Peplot y su mujer, Cleopatra Petrovna, aplicaban el oído a la puerta y escuchaban ansiosos lo que ocurría detrás. En el gabinete se desarrollaba una explicación amorosa entre su hija Natáchinka y el maestro de la escuela del distrito, Schúpkin.

Peplot susurraba con un estremecimiento de satisfacción:

—Ya muerde el anzuelo. Presta atención. En cuanto lleguen al terreno sentimental, descuelga la imagen santa y les daremos nuestra bendición. Éste será un modo de cogerlo. La bendición con la imagen es sagrada. No le será posible escapar, aunque acuda a la justicia.

Entretanto, detrás de la puerta tenía lugar el siguiente coloquio:

—No insista usted —decía Schúpkin encendiendo un fósforo contra su pantalón a cuadros—; yo no le he escrito ninguna carta.

—¡Como si yo no conociera su carácter de letra! —replicaba la joven haciendo muecas y mirándose de soslayo al espejo—. Yo lo descubrí en seguida. ¡Qué raro es usted! Un maestro de caligrafía que escribe tan malamente. ¿Cómo enseña usted la caligrafía si usted mismo no sabe escribir?

—¡Hum! Esto no tiene nada que ver. En la caligrafía, lo más importante no es la letra, sino la disciplina. A uno le doy con la regla en la cabeza; a otro le hago arrodillarse; nada tan fácil. Nekransot fue un buen escritor; pero su carácter de letra era admirable; en sus obras insértase una muestra de su caligrafía.

—Aquel era Nekransot, y usted es usted. Yo me casaré gustosa con un escritor —añade ella suspirando—. Me escribiría siempre versos...

—Versos puedo yo también escribírselos, si usted lo desea.

—¿Y sobre qué asunto escribirá usted?

—Sobre amor, sentimientos, sobre sus ojos... Como me leyera usted, se volvería usted loca. Incluso lloraría usted. Oiga, si yo le dirijo versos poéticos, ¿me dará usted su mano a besar?


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte de un Funcionario Público

Antón Chéjov


Cuento


El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof hallábase en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y sentíase del todo feliz..., cuando, de repente... —en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos—, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo..., apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y... ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.

Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan..., a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.

—Le he salpicado probablemente —pensó Tcherviakof—; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio...; hay que excusarse.

Tcherviakof tosió, echóse hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:

—Dispénseme, excelencia, le he salpicado...; fue involuntariamente...

—No es nada..., no es nada...

—¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo...; yo no me lo esperaba...

—Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!

Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:


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2 págs. / 5 minutos / 285 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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