Textos más populares este mes publicados el 20 de septiembre de 2016 | pág. 2

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fecha: 20-09-2016


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La Última Hoja

O. Henry


Cuento


En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Regalo de los Reyes Magos

O. Henry


Cuento


Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diplomacia

Lafcadio Hearn


Cuento


Según las órdenes, la ejecución debía llevarse a cabo en el jardín del yashiki. De modo que condujeron al hombre al jardín y lo hicieron arrodillar en un amplio espacio de arena atravesado por una hilera de tobiishi, o pasaderas, como las que aún suelen verse en los jardines japoneses. Tenía los brazos sujetos a la espalda. La servidumbre trajo baldes con agua y sacos de arroz llenos de piedras; y se apilaron los sacos alrededor del hombre en cuclillas, de tal forma que éste no pudiera moverse. Vino el señor y observó los preparativos. Los halló satisfactorios y no hizo observaciones.

Súbitamente gritó el condenado:

—Honorable señor, la falta por la que me habéis sentenciado no fue cometida con malicia. Fue sólo causa de mi gran estupidez. Como nací estúpido, en razón de mi karma, no siempre pude evitar ciertos errores. Pero matar a un hombre por ser estúpido es una injusticia… y esa injusticia será enmendada. Tan segura como mi muerte ha de ser mi venganza, que surgirá del resentimiento que provocáis; y el mal con el mal será devuelto…

Si se mata a una persona cuando ésta padece un gran resentimiento, su fantasma podrá vengarse de quien causó esa muerte. El samurai no lo ignoraba. Replicó con suavidad, casi con dulzura:

—Te dejaremos asustarnos tanto como gustes… después de muerto. Pero es difícil creer que tus palabras sean sinceras. ¿Podrías ofrecernos alguna evidencia de tu gran resentimiento una vez que te haya decapitado?

—Por supuesto que sí —respondió el hombre.

—Muy bien —dijo el samurai, desnudando la espada—; ahora voy a cortarte la cabeza. Frente a ti hay una pasadera. Una vez que te haya decapitado, trata de morder la piedra. Si tu airado fantasma puede ayudarte a realizar ese acto, por cierto que nos asustaremos… ¿Tratarás de morder la piedra?


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Muerta

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O—Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O—Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O—Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O—Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O—Sono declaró:

—Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O—Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo… a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O—Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.


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Jikininki

Lafcadio Hearn


Cuento


Una vez, Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba de hallar refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu, que suelen construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ se apresuró a acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una aldea, en un valle próximo, donde hallaría alojamiento y comida.

Musõ se encaminó hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de granjas; el jefe del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la llegada de Musõ había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento principal; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y apartado, donde pronto le ofrecieron cama y alimento. Vencido por la fatiga, Musõ se acostó muy temprano; pero poco antes de medianoche su sueño se vio interrumpido por un llanto que provenía del aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas correderas; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo saludó con una reverencia y le dijo :


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Madre del Monstruo

Máximo Gorki


Cuento


Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol.

El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo… Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.

El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.

El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.

El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.

Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diario de un Loco

Nikolái Gógol


Cuento


3 de octubre

Hoy ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté bastante tarde, y cuando Marva me trajo las botas relucientes, le pregunté la hora. Al enterarme de que eran las diez pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana no hubiera ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga que me iba a poner el jefe de la sección. Ya desde hace tiempo me viene diciendo: “Pero, amigo, ¿qué barullo tienes en la cabeza? Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y enredas el asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería capaz de ponerlo en orden. Ni siquiera pones mayúsculas al encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y del número. ¡Habrase visto!…”

¡Ah! ¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia por estar yo en el despacho del director, sacando punta a las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera ido a la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero un anticipo sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes de adelantarme algún dinero sobrevendrá el Juicio Final! ¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra en la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni un solo centavo. Y, sin embargo, en su casa, hasta la cocinera le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Habitación Amueblada

O. Henry


Cuento


En el bajo del West Side existe una zona de edificios de ladrillo rojo cuya población incluye un vasto sector de gente inquieta, trashumante y fugaz. La carencia de hogar hace que estos habitantes tengan multitud de hogares y se muevan de un cuarto amueblado a otro, en un incesante peregrinaje que no sólo alcanza a la morada sino también al corazón y a la mente. Cantan “Hogar, dulce hogar” en ritmo sincopado y transportan sus lares y penates en cajas de cartón; su viña se entrelaza en el sombrero de paja, y su higuera es un gomero.

Por tal motivo, es posible que las casas de ese barrio, que tuvieron infinidad de moradores, lleguen a contar asimismo con infinidad de anécdotas, en su mayoría indudablemente insulsas, pero resultaría extraño que entre tantos huéspedes vagabundos no hubiera uno o dos fantasmas.

Después de la caída del sol, cierto atardecer, un joven merodeaba entre esas ruinosas mansiones rojas y tocaba sus timbres. Al llegar a la duodécima, dejó su menesteroso bolso de mano sobre la escalinata y limpió el polvo que se había acumulado en la cinta de su sombrero y en su frente. El timbre sonó, débil y lejano, en alguna profundidad remota y hueca.

A la puerta de esta duodécima casa en la que había llamado se asomó una casera que le dejó la impresión de un gusano enfermizo y ahíto que se había comido su nuez hasta dejar vacía la cáscara, la que ahora trataba de rellenar con locatarios comestibles.

El recién llegado preguntó si había un cuarto para alquilar.

—Pase usted —respondió la casera, con una voz que parecía brotar de una garganta forrada en cuero—. Desde hace una semana tengo vacío el cuarto trasero del tercer piso. ¿Desea verlo?


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Asunto De Otro Tiempo

John Galsworthy


Cuento


Cuando en el verano de 1921 Hubert Marsland, el paisajista, regresaba de pasar el día haciendo bosquejos junto al río, tuvo que detener su coche de dos plazas a unas diez millas de Londres para una pequeña reparación; y, mientras lo arreglaban, se alejó del taller para echar un vistazo a la casa donde solía pasar sus vacaciones cuando era niño. Después de franquear una verja y de dejar a su izquierda una gravera, llegó en seguida ante la casa, que se alzaba en medio del jardín. ¡Cuánto había cambiado! Resultaba más pretenciosa y menos acogedora que cuando sus tíos vivían allí y él jugaba al cricket en el terreno de enfrente, que parecía haberse convertido en un campo de golf. Era tarde… hora de cenar, y, como no vio a ningún jugador, se adentró en el campo y empezó a reconocer sus rincones. Allí debía de haber estado la vieja caseta. Y un poco más lejos, aún cubierto de césped, el lugar donde había bateado tan bien la pelota y, después de marcar trece puntos, había terminado su turno, el último del equipo, sin ser eliminado. Hacía treinta y nueve años, el día que cumplía dieciséis. ¡Con qué claridad recordaba sus nuevas espinilleras! A. P. Lucas había jugado contra ellos y sólo había marcado treinta y dos; en aquellos días todos copiaban su estilo: el pie delante del bate, un poco hacia fuera, con elegancia; algo que ya no se veía, afortunadamente… ¡puede uno sacrificar tanto en aras del estilo! Ahora, sin embargo, se tendía a lo contrario; el estilo era quizá algo totalmente pasado de moda…


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Por Correo

O. Henry


Cuento


No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.

Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aun no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.

Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.

A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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