Textos más populares esta semana publicados el 20 de septiembre de 2016 | pág. 2

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fecha: 20-09-2016


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Telesforo Altamira

Ricardo Güiraldes


Cuento


Telesforo Altamira era un atorrante—soneto en su clásica perfección.

Tenía un poco el físico de Corbière, pero el genio se le había muerto de hambre en la cabeza piojosa. Yo lo vi hace poco, remontando la calle Corrientes a eso de las doce y media p. m., entre la turba burguesa largada por cinematógrafos y teatros. Telesforo caminaba cómodo entre los empujones y codazos, porque su mugre hacía en derredor un vacío de respeto. La mugre es una aureola.

Telesforo se detuvo para que bajara de su lujoso automóvil una familia gruesa, puro charol, raso, pechera, escote y joyas; y viola desaparecer en el zaguán iluminado sin mudar de expresión, es decir: con la boca blanda ligeramente aflojada en o sobre las desdentadas encías. No hay que creer que pensaba; mucho ha curó de esa desgracia, y sólo miraba con ineficacia de idiota, sonriendo a la luz, a los trajes vistosos, a las caras rechonchas. No recordaba tampoco su vida ni su pasado. ¿Qué edad tenía Telesforo? Telesforo tenía sesenta años en treinta, pero su estupidez actual lo simplificaba al rango de recién nacido.

¿Telesforo recordó que tuvo casa? No, señor. ¿Telesforo echó de menos su antigua holgura? Tampoco, señor.

¿Telesforo arguyó que el dinero amontonado en algunas manos sale de otras? Absolutamente, señor.

Telesforo sólo mantuvo con atento esfuerzo el vacío de su yo entre los labios, como si fuese una moneda, y ni la sombra de una idea titiló en su cerebro muerto de injusticia.

Sin embargo, hubiera podido, en estado más lúcido, pensar en muchas cosas frente a aquel coche parado frente al zaguán.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Feria de Sorochinetz

Nikolái Gógol


Cuento


I

Me aburre vivir en la choza; llévame fuera de casa,
allá donde reina el alboroto, donde las jóvenes bailan
y los mozos se divierten.
—De una vieja leyenda ucraniana.

¡Qué embriagador y espléndido es un día de verano en Ucrania!… ¡Qué languidez y qué bochorno el de sus horas cuando el mediodía fulge entre el silencio y el sopor, y el azul e inconmensurable océano, inclinado sobre la tierra como un dosel voluptuoso, parece dormir sumergido en ensueños mientras ciñe y estrecha a la hermosa con inmaterial abrazo! No hay una nube en el cielo, ni una voz en el campo. Todo parece estar muerto. Solo allá, en lo alto, en la inmensidad celeste, tiembla una alondra, cuyo canto argentino vuela por los peldaños del aire hasta la tierra amante, y resuena en la estepa el grito de una gaviota o el estridente reclamo de una codorniz. Indolentes y distraídos, como paseantes sin rumbo, álzanse los robles rozando las nubes, y el golpe cegador de los rayos solares prende pintorescos manojos de hojas, proyectando sobre algunas de ellas, a las que un fuerte viento salpica de oro una sombra oscura como la noche. Las esmeraldas, topacios y ágatas de los insectos del éter se derraman sobre los huertos multicolores que los girasoles Circundan majestuosos. Los grises haces de heno y las doradas gavillas de trigo formadas en la estepa, vagan errantes por su inmensidad. Las amplias ramas de los cerezos, de los manzanos, de los ciruelos y de los perales, se vencen bajo el peso del fruto. Fluye el río, límpido espejo del cielo, en su verde y altivo marco… ¡Cuán pleno de sensualidad y de dulce dicha está el verano en Ucrania !…


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Némesis y el Vendedor de Caramelos

O. Henry


Cuento


—Zarpamos mañana por la mañana, a las ocho, en el Celtic —dijo Honoria, quitándose una hebra de su manga de encaje.

—Ya me lo han dicho —declaró el joven Ives, lanzando el sombrero al aire sin lograr volver a atraparlo—, y por eso he venido a desearte un feliz viaje.

—Supongo que te lo habrán dicho por ahí —dijo Honoria con gélida dulzura—, porque yo, desde luego, no he tenido ocasión de informarte personalmente.

Ives la miró suplicante, pero sin esperanza.

De la calle llegó una voz aguda que entonaba, no sin cierta musicalidad, una cancioncilla comercial:

—¡Carameeeelos! ¡Riquíííísimos caramelos recién hechos!

—Es nuestro viejo vendedor de caramelos —dijo Honoria, asomándose a la ventana y llamándolo por señas—. Quiero comprarle unos cuantos «besitos» de esos con verso. En las tiendas de Broadway no son ni la mitad de buenos.

El vendedor de caramelos detuvo el carrito frente a la vieja casa de Madison Avenue. Tenía un aire festivo infrecuente en los vendedores ambulantes. Llevaba una corbata nueva de color rojo vivo con un alfiler en forma de herradura casi de tamaño natural, que lanzaba engañosos destellos desde los pliegues de la tela. Su oscuro y tostado rostro se arrugaba formando una sonrisa medio estúpida. Unos puños rayados con gemelos en forma de cabeza de perro cubrían la piel morena de sus muñecas.

—Debe de estar a punto de casarse —dijo Honoria con tristeza—. Nunca lo había visto vestido así. Y hoy es la primera vez en muchos meses que se ha puesto a vocear la mercancía, estoy segura.

Ives lanzó una moneda a la acera. El vendedor de caramelos conoce bien a sus clientes. Llenó una bolsa de papel, subió la anticuada escalinata y se la entregó.

—Me acuerdo de cuando… —empezó Ives.

—Espera un momento —ordenó Honoria.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Desde el Pescante del Cochero

O. Henry


Cuento


El cochero tiene su punto de vista. Quizá sea más unilateral que cualquier otro profesional. Desde el alto y oscilante asiento de su cabriolé, con el pescante en la zaga, considera a sus prójimos unas partículas nómadas que carecen de importancia, a menos que las posean deseos migratorios. Él es Jerry y el lector una mercancía de tránsito. Uno podrá ser un presidente o un vagabundo: para el cochero sólo es un Viaje. Lo carga, hace restallar su látigo, le sacude a uno las vértebras y lo vuelve a depositar en el suelo.

Cuando llega la hora de pagar, si uno revela familiaridad con los aranceles descubre qué es el desprecio: si nota que se ha olvidado la cartera, verá lo suave que es la imaginación del Dante.

Si afirmamos que la unidad de propósitos del cochero y su unilateral punto de vista provienen de la peculiar construcción del cabriolé con el pescante en la zaga, ello no implica sentar una teoría extravagante. El campeón del gallinero está instalado en lo alto como Júpiter, en un asiento incompartible, manteniendo nuestro destino entre dos correas de inconstante cuero. Imponente, ridículo, confinado, saltarín como un mandarín de juguete, el pasajero, todo un caballero ante quien los mayordomos se inclinan abyectamente, está acurrucado como una rata en una trampa y debe enviar un chillido por una ranura de su peripatético sarcófago si quiere que se sepan sus débiles deseos.

De modo que, en un cabriolé, uno no es siquiera un ocupante: es el contenido. Sólo es un cargamento en alta mar y el “querubín sentado en lo alto” se conoce de memoria el domicilio del demonio de los mares.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Primavera a la Carta

O. Henry


Cuento


Corrían los primeros días de la primavera.

Nunca jamás se debe comenzar un cuento de este modo, cuando se escribe. No hay apertura peor. Es seca, sin relieve, carente de imaginación y, según todas las probabilidades, sólo ha de contener viento. Pero en este caso resulta permisible. Pues el párrafo siguiente, que debería haber inaugurado la narración, es demasiado extravagante, descabellado y ridículo para que se lo lance a la cara del lector, sin preparación alguna.

Sara estaba llorando sobre el menú.

¡A quién se le ocurre! ¡Una neoyorquina derramando lágrimas sobre el menú!

Para explicar este hecho, se permitirá al lector pensar que se habían terminado las langostas, o que ella había hecho promesa de no comer helados durante la Cuaresma, o que acababa de pedir cebollas, o que terminaba de ver una película muy triste. Y luego, considerando que todas estas teorías son erróneas, se dignará el lector permitir que el relato continúe.

Cierto caballero afirmó una vez que el mundo era una ostra y que él la abriría con su espada; en realidad, acertó más de lo que merecía. No es difícil abrir una ostra con una espada. Pero ¿alguna vez se vio que alguien tratara de abrir a ese terrestre molusco utilizando una máquina de escribir? ¿Querría esperar a que abran una docena con tal sistema?

Sara había logrado apartar las valvas con esa incómoda arma, lo bastante como para mordisquear un poquito el frío mundo interior. Sabía tan poca estenografía como una recién graduada de la escuela de comercio.

Por lo tanto, incapaz de taquigrafiar, no podía ingresar a la brillante galaxia de los talentos oficinescos. Trabajaba como mecanógrafa independiente, haciendo copias para quien se lo pidiera.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Culpa Ajena

Aleksandr Grin


Cuento


1

La carretera del bosque que une la orilla del río Ruanta con el grupo de lagos entre Concaíb y Ajuan—Scap, construida con el esfuerzo de toda una generación, es, como todas las carreteras de este tipo, tacaña para las perspectivas rectas y más cómoda para las aves que para las personas que la usan muy de vez en cuando. El cartero, un hombre de unos treinta y cinco años, casado y bien formado, cabalgaba por esta carretera una mañana, pero se encontró con un obstáculo inesperado.

Su caballo ensillado caminaba tranquilo por el camino bañado por el sol, arrancando con sus labios las hojas de acacia silvestre. La cola del animal se movía constantemente de un muslo a otro, espantando las moscas, las cuales ya habían estudiado perfectamente el ritmo de este movimiento: levantaban el vuelo y se posaban sin ningún peligro. El sol descansaba en la espesura del bosque. Reinaba el silencio ardiente de las hojas inmóviles sumergidas en el calor del mediodía.

En el camino, boca abajo, como si observara por debajo del brazo la vida del bosque, yacía el cadáver de un hombre, con una rotura difícil de notar en el paño de la chaqueta en su espalda. El revólver se había caído de los dedos abiertos de su mano derecha. La gorra plana, con su visera recta de lona, estaba delante de la cabeza con la parte hueca hacia arriba; un escarabajo la cruzaba.

Encima del cadáver había una nube de moscas atraídas por el olor a carne cruda que salía de debajo de este denso, pesado cuerpo, donde la tierra todavía estaba húmeda y pegajosa.

Al lado de la montura, con cada paso del caballo, se sacudía la tapa abierta de la bolsa, de donde, deslizándose uno sobre otro y dando vueltas sobre el borde de cuero, caían los sobres cerrados. Los cascos los pisaban de vez en cuando y los convertían en unas rosetas deformes.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Trenzador

Ricardo Güiraldes


Cuento


Núñez trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.

Su organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.

Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue, atesorando un secreto que sus más instruídos profetas no han sabido aclarar.

Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego otras, las enseñanzas de saber más complejo.

Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.

Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto, mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.

Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración, uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.

Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las pullas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.

¿Qué haría Núñez, tan a menudo encerrado en su cuarto?

Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.

Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.

Al concluir la siesta, mandole llamar, encargándole, irónicamente, compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones, sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.


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Dominio público
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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diario de un Loco

Nikolái Gógol


Cuento


3 de octubre

Hoy ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté bastante tarde, y cuando Marva me trajo las botas relucientes, le pregunté la hora. Al enterarme de que eran las diez pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana no hubiera ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga que me iba a poner el jefe de la sección. Ya desde hace tiempo me viene diciendo: “Pero, amigo, ¿qué barullo tienes en la cabeza? Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y enredas el asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería capaz de ponerlo en orden. Ni siquiera pones mayúsculas al encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y del número. ¡Habrase visto!…”

¡Ah! ¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia por estar yo en el despacho del director, sacando punta a las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera ido a la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero un anticipo sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes de adelantarme algún dinero sobrevendrá el Juicio Final! ¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra en la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni un solo centavo. Y, sin embargo, en su casa, hasta la cocinera le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diálogos y Palabras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Una cocina de peones: fogón de campana, paredes negreadas de humo, piso de ladrillos, unos cuantos bancos, leña en un rincón.

Dando la espalda al fogón matea un viejo con la pava entre los pies chuecos que se desconfían como jugando a las escondidas.

Entra un muchacho lampiño, con paso seguro y el hilo de un estilo silbándole en los labios.

Pablo Sosa.— Güen día, Don Nemesio.

Don Nemesio.— Hm.

Pablo.— ¿Stá caliente el agua?

Don Nemesio.— M… hm…

Pablo.— ¡Stá güeno!

El muchacho llena un mate en la yerbera, le echa agua cuidadosamente a lo largo de la bombilla, y va hacia la puerta, por donde escupe para afuera los buches de su primer cebadura.

Pablo (Desde la puerta.).— ¿Sabe que está lindo el día pa ensillar y juirse al pueblo? Ganitas me están dando de pedirle la baja al patrón. Mirá qué día de fiesta p'al pobre, arrancar biznaga' e' el monte en día Domingo ¿No será pecar contra de Dios?

Don Nemesio.— ¿M… hm?

Pablo.— ¿No ve la zanja, don? ¡Cuidao no se comprometa con tanta charla!

«Quejarse no es güen cristiano y pa nada sirve. A la suerte amarga yo le juego risa, y en teniendo un güen compañero pa repartir soledades, soy capaz de creerme de baile. ¿Ne así? ¡Vea! Cuando era boyero e muchacho, solía pasarme de vicio entre los maizales, sin necesidá de dir pa las casas. ¡Tenía un cuzquito de zalamero! Con él me floreaba a gusto, porque no sabiendo más que mover la cola, no había caso de que me dijera como mamá: —«Andá buscate un pedazo e galleta, ansina te enllenas bien la boca y asujetas el bolaceo»; ni tampoco de que me sacara como tata, zapateando de apurao, pa cuerpiarle al lonjazo.

«El hombre, amigo, cuando eh' alegre y bien pensao, no tiene por qué hacerse cimarrón y andarle juyendo ala gente. ¿No le parece, don?»

Don Nemesio.— M… hm…


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Hoja

O. Henry


Cuento


En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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