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fecha: 21-04-2016


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Cádiz

Benito Pérez Galdós


Novela


I

En una mañana del mes de Febrero de 1810 tuve que salir de la Isla, donde estaba de guarnición, para ir a Cádiz, obedeciendo a un aviso tan discreto como breve que cierta dama tuvo la bondad de enviarme. El día era hermoso, claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí con otros compañeros, que hacia el mismo punto si no con igual objeto caminaban, el largo istmo que sirve para que el continente no tenga la desdicha de estar separado de Cádiz; examinamos al paso las obras admirables de Torregorda, la Cortadura y Puntales, charlamos con los frailes y personas graves que trabajaban en las fortificaciones; disputamos sobre si se percibían claramente o no las posiciones de los franceses al otro lado de la bahía; echamos unas cañas en el figón de Poenco, junto a la Puerta de Tierra, y finalmente, nos separamos en la plaza de San Juan de Dios, para marchar cada cual a su destino. Repito que era en Febrero, y aunque no puedo precisar el día, sí afirmo que corrían los principios de dicho mes, pues aún estaba calentita la famosa respuesta: «La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que al señor D. Femando VII. 6 de Febrero de 1810».

Cuando llegué a la calle de la Verónica, y a la casa de doña Flora, esta me dijo:

—¡Cuán impaciente está la señora condesa, caballerito, y cómo se conoce que se ha distraído usted mirando a las majas que van a alborotar a casa del señor Poenco en Puerta de Tierra!

—Señora—le respondí—juro a usted que fuera de Pepa Hígados, la Churriana, y María de las Nieves, la de Sevilla, no había moza alguna en casa de Poenco. También pongo a Dios por testigo de que no nos detuvimos más que una hora y esto porque no nos llamaran descorteses y malos caballeros.


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Gloria

Benito Pérez Galdós


Novela


PRIMERA PARTE

I. Arriba el telón.

Allá lejos, sobre verde colina á quien bañan por el Norte el Océano y por Levante una tortuosa ría, está Ficóbriga, villa que no ha de buscarse en la geografía, sino en el mapa moral de España, donde yo la he visto.

Marchemos hacia ella, que el claro día y la pureza del amoroso ambiente convidan al viaje. Estamos en Junio, mes encantador en esta comarca costera cuando la deja de sus terribles manos destructoras el huracán. Hasta el mar, el disciplente y sañudo Cantábrico, está hoy tranquilo: permite á las naves correr sin miedo por su quieta superficie, se arroja adormecido sobre las playas, y en lo profundo de las grutas, en las ensenadas, en los acantilados y en los arrecifes, sus mil lenguas de espuma modulan palabras de paz.

Las suaves colinas verdes van ascendiendo desde el mar hasta las montañas, subiéndose unas sobre otras, cual si apostaran á quién llega primero arriba. En toda la extensión del paisaje se ven casitas rústicas de peregrina forma esparcidas por el suelo; mas en un punto los desparramados edificios se convocan, se reunen, se abrigan unos contra otros, formando el nobilísimo conjunto urbano que los siglos llamaron Ficóbriga. Elévase en el centro la torre no acabada, semejante á una cabeza sin sombrero; pero tiene en su campanario dos ojos vigilantes, y allí dentro tres lenguas de metal que llaman á misa por la mañana y rezan al anochecer.

En torno al pueblo (pues estamos cerca y podemos verlo), lozanas mieses y praderas muy lindas anuncian cierto esmero agrícola. Silvestres zarzas cercan una y otra heredad, y madreselvas llenas de aromáticas manos blancas, árgomas espinosas, enormes pandillas de helechos que se abaniquean á sí mismos, algunos pinos de verde copa y multitud de higueras, á quienes sin duda debe su nombre Ficóbriga.


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A Rey Muerto

Arturo Robsy


Cuento


Isaac Valls Pujol llegó a ser el Rey de la Bisutería. Cuando su fábrica española empezó a perder mercados a causa de la competencia oriental, tuvo arrestos para quemar sus naves: vendió, viajó a Taiwan y allí, juntando sus pesetas y los créditos del gobierno para la inversión, empezó a explotar a los chinos.

Tanto éxito tuvo que fue coronado Rey de la Bisutería mientras aquellos chinos, que no sabían lo que era un sindicato, trabajaban para él por una vigésima parte del salario de un español. Y dando las gracias.

Un mal día pasó la Estigia, meditando.

Dejaba tras él un imperio y un desasosiego. Sobre sus últimos momentos se había derramado la luz del entendimiento y tuvo tiempo para comprender que había despilfarrado su vida: no sólo no podía llevarse el fruto de sus explotaciones chinescas, sino que el resto de su equipaje para la eternidad era ridículo: un alma polvorienta y con telarañas a causa del desuso, y el dolor de ver como la humanidad seguiría portándose como él, como si la muerte no existiera, como si fuera posible embarcar las riquezas en un cohete y mandarlas, expresas, la cielo.

Su testamento tuvo, además, la virtud de aumentar las tiradas de la prensa sensacionalista: dejaba toda su fortuna china al hombre más bueno del mundo. No al mejor. Al más bueno, o sea, al que dispusiera de más bondad. Albaceas, un juez retirado y un fraile pobre como las ratas. El resultado, verdaderas peregrinaciones con memorandos que llevaban una detallada explicación del debe y el haber de la bondad de los aspirantes.

La humanidad, tan enorme, da mucho de sí: había héroes que salvaron cientos de vidas y humildes que cuidaron a su anciana madre con devoción y entrega. La prensa aireaba la bondad humana como antes exhibió la perversión o los desnudos. Para bien o para mal, la fortuna del Rey de la Bisutería, al hacerla rentable, despertaba interés hacia la santidad.


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Nemrod

Arturo Robsy


Cuento


El Buen Dios, que a veces ha tenido que ser duro con sus criaturas, sacó por fin al Rey Nemrod, el formidable cazador, de su bien ganado infierno y lo instaló en el mirador celeste, un lugar muy claro desde el que todos los mundos se ven como con lupa.

El Buen Dios es paciente y sabe esperar en cada esquina del tiempo,. Es así porque un Buen Dios nunca tiene prisa; nunca corre para llegar al final de sus artificios y qué duda cabe de que el mundo es su artificio preferido, su laboratorio particular donde investiga lentamente las profundidades del alma que dio a los hombres.

—Son almas puras, Miguel. —suele decir— Son almas pequeñas pero limpias, Rafael. Son almas con luz, Gabriel, pero están acosadas por la tiniebla.

El día en que el Buen Dios hizo subir a Nemrod al mirador se cumplían los cinco mil años del viejo asunto de Babel. Como todos saben, este Nemrod, hijo de Cus y nieto del Cam que flotó sobre el mundo del diluvio, fue rey de Babel, de Erec, Acad, Calne, constructor de Nínive, Rehobot, Cala y Resen.

Babel, en la tierra llana de Sinar, fue una construcción de ladrillos; la primera, quizá, en la que el hombre se independizaba de la piedra y edificaba sobre la técnica y su imaginación. Con orgullo eligieron la empresa imposible de una torre que llegara al cielo para hacerse un nombre y perdurar entre los siglos.

Los deslumbrados ojos de Nemrod miraron la tierra, envejecida pero pujante:

—¿Qué son —preguntó el alma del rey— esas increíbles agujas que casi podría coger con la mano?

—Rascacielos les llaman. dijo el Buen Dios, mirando fijamente al escandalizado Nemrod.

—En verdad... —comenzó el rey con cierta humildad— Mi querida Babel jamás hubiera osado subir tan alto. ¿Usan ladrillos?

—Usan ladrillos, ciertamente. Y andamios de hierro. En cierto modo, Nemrod, esas torres gigantes son hijas de tu minúscula Babel.


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Mis Contemporáneos: Vicente Blasco Ibáñez

Eduardo Zamacois


Crítica, Biografía


I. Biografía.—Sus viajes.—Cómo trabaja.—El teatro. Su concepto de la mujer y de la vida.

Vive el insigne novelista á la derecha del paseo de la Castellana, muy cerca del Hipódromo, en un pintoresco hotelito de planta baja, cuya fachada irregular se abre en ángulo al fondo de un pequeño jardín. Aquí y allá, á lo largo de los viejos muros y sobre el tronco de los árboles, la hierba y el musgo pintan manchas verdes, de un verde aterciopelado, jugoso y obscuro. En la alegre quietud mañanera, bajo el magnífico dombo añil del espacio, bañado en sol, la tierra, negra, recién removida por manos diligentes, huele á humedad. Triunfa el silencio. Aquel rincón, más que un jardinillo cortesano, parece un trozo de huerta, algo desaliñado y rústico, donde se echa de menos un perro, un montón de estiércol y unas cuantas gallinas.

Es mediodía.

Encuentro á Vicente Blasco Ibáñez escribiendo ante una amplia mesa cubierta de papeles, las carnosas mejillas un tanto congestionadas por la fiebre del esfuerzo mental, la enérgica cabeza nimbada por el humo de un cigarro habano. Al verme el maestro se levanta, y la expresión belicosa de sus manos cerradas y la prontitud elástica con que su recio cuerpo se retrepa y engalla sobre las piernas rígidas, dan una sensación rotunda de voluntad y de vigor físico.

Acaba de cumplir cuarenta y tres años. Es alto, ancho, macizo; su rostro, moreno y barbado, parece el de un árabe. Sobre la alta frente, llena de inquietudes y de ambición, los cabellos, que debieron de ser crespos y abundantes, resisten todavía á la calvicie; entre las cejas, la reflexión marcó hondamente su arruga imperiosa y vertical; grandes son los ojos y de mirar rectilíneo y franco; la nariz, aguileña, sombrea un bigote que cubre frondoso el misterio de una boca epicúrea y risueña, en cuyos gruesos labios sultanes tiembla la mueca de una sed insaciable.


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Soledad de Pepe

Arturo Robsy


Cuento


Hucha de Plata como finalista de la edición XXVI del Concurso Hucha de Oro de 1991, convocado por la Confederación Española de Cajas de Ahorro


José Álvarez Alto era, sin duda, Álvarez, pero no alto estrictamente. Tampoco era buena persona. Usaba navaja para limpiarse las uñas y otros quehaceres y, cuando no bebía en la tasca o discutía agriamente con cualquier próximo, se ganaba la vida sirlando.

Sirlar es un arte que necesita nervios de titanio, mala cara y, obligatoriamente, un fierro. Un fierro es una pistola o revólver. Si se tiene buena entraña, puede estar estropeado. Si uno es precavido, mejor que funcione, porque a veces los ciudadanos no se dejan sirlar, o sea, se defienden, malditos sean, llenos de apego a los bienes materiales.

Pero José Álvarez Alto, (a) Pepe, era de mala sangre. Sirlaba a amigos y enemigos. Con entusiasmo. Luego, cuando cogía un mal extraño que él llamaba la mona, rompía billetes o los quemaba mientras profería maldiciones que le pintaban bravo.

Un lunes en que no debía de tener la cabeza despejada de la última mona, le dejaron seco al lado mismo de la Telefónica. De espaldas contra la pared, plegado, quedó caído Pepe con los ojos abiertos, una mano en el pecho, por debajo de la cazadora vaquera, y la otra, palma al cielo, sobre los mismos gunguis, como él llamó en vida a los atributos que le habían hecho el terror del barrio. Muerto y todo miraba mal, el condenado.

Ajena a los problemas del caído Pepe, Madrid se desperezaba y, en forma ya, ponía en marcha sus grandes motores para bombear miles de gentes por las calles. José Álvarez Alto, una mano en el pecho y otra sobre los gunguis, las contemplaba con sus ojos ciegos, amorugado en un silencio que ya no rompería y envuelto por los ruidos de la humanidad con prisa.


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Fontana de Oro

Benito Pérez Galdós


Novela


Los hechos históricos ó novelescos contados en este libro, se refieren á uno de los periodos de turbación política y social más graves é interesantes en la gran época de reorganización, que principió en 1812 y no parece próxima á terminar todavía. Mucho después de escrito este libro, pues sólo sus últimas páginas son posteriores á la Revolución de Septiembre, me ha parecido de alguna oportunidad en los días que atravesamos, por la relación que pudiera encontrarse entre muchos sucesos aquí referidos y algo de lo que aquí pasa; relación nacida, sin duda, de la semejanza que la crisis actual tiene con el memorable período de 1820-23. Esta es la principal de las razones que me han inducido á publicarlo.

B.P.G.

Diciembre de 1870.

CAPÍTULO I. La Carrera de San Jerónimo en 1821.

Durante los seis inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820, la villa de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de ciertos sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se alzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían á la calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado mas, añadido á la lista de alcaldes, funcionarios, gentiles-hombres, frailes y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le prescribía.


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No te levantes

Arturo Robsy


Cuento


Doña María no pudo resistir el golpe y bajó a la tumba cinco días después que su hijo Alfonso. Parecía que sólo padecía de varices y de un cierto hábito de comerse a los santos, pero, cuando Alfonso murió, se deshizo como una pompa. Sin ruido alguno.

«Setenta y seis años, dijeron los deudos. Una buena edad». Eran sobrinos, proporcionados por el diablo desde el momento en que a Doña María le faltó el hijo. Herederos universales, porque Alfonso murió soltero, quizá a causa de los cuarenta años de soltería, que le llevaron del tabaco al infarto al no tener una mujer que le fortaleciera el corazón haciéndoselo hervir periódicamente.

Como una pluma llevaron a Doña María al funeral los sobrinos, a hombros. No sonreían por el aquello de la conciencia pero, amparados en el secreto del pensamiento, echaban cuentas: además de un buen dinero y del seguro de Alfonso, había cuatro pisos, un chalé y un fajo de acciones. A partir de cien millones que, divididos por dos, arrojaban una especie de cántico primaveral sobre sus corazones.

Luego, el cementerio. Pero esta vez ya sin poner el hombro: con carretilla y cigarrillos mientras el sepulturero destapaba la tumba familiar. Al fondo, en la penumbra, nuevo y brillante, el ataúd de Alfonso. Para que cupiera el de la madre había que ponerlo de canto.

—¿Eh? —dijo el ataúd cuando le hicieron la operación.

El vello de algunos cogotes circunstantes se erizó y se meció en la brisa del atardecer. La sombra larga del crepúsculo pareció multiplicar aquel «eh» extemporáneo y poco respetuoso con el corazón de los que aguardaban a enterrar a Doña María para bailar sobre su tumba.

El encallecido enterrador, como si quisiera comprobar una ley física, reprodujo las condiciones objetivas dando otro meneo a la caja:

—¡Dios mío! —exclamó ésta— ¿Hay alguien ahí? Me había quedado dormido.


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Libertad

Arturo Robsy


Cuento


Generalito Romero era delgado y nervioso y recordaba vagamente al gallo de pelea. Tenía ojos fieros y tras ellos ardía el amor a la Patria. A veces, cuando tomaba de más, el amor se le escapaba por la boca y proclamaba sus deseos de hacer un mundo mejor siguiendo unos planos urdidos por él en noches de claro en claro.

La Sociologic Research, benéfica empresa gringa, oyó aquellos cánticos patrióticos y fue a ver a Generalito Romero en su cuartel. Si él quería una Patria mejor y más moderna, la Sociologic Research también, pero con condiciones: le permitirían hacer tantas encuestas como quisiera.

Generalito Romeo, hombre del pueblo pero no para el pueblo, disponía de la División de Carros. ¿Qué tenía la Sociologic? Dinero y la seguridad de que no habría un boicot internacional, porque algo debía ajustarse antes de seguir hablando: Romero y Sociologic iban a hacer una verdadera democracia. En aquella tierra de dos millones de almas todos serían ricos y felices.

—¿Ricos? —dijo Generalito, que consideraba que la riqueza corrompe las sanas costumbres del pueblo.

—Es un decir: con una mano se lo daremos y con la otra se lo tomaremos. Pagarán más impuestos y comprarán las cosas más caras, pero serán ricos.

El objetivo de la Sociologic Research era crear la réplica de un típico Estado de la Unión: el mismo nivel de vida, las mismas costumbres, idéntica comida, empaquetada en plástico, semejantes películas y canales de televisión. También habría que meter la famosa religión electrónica por TV.

Generalito Romero, como futuro benefactor de la humanidad, no aprobaba el cambio de credo. Los curas se le alborotarían.

—Bah, bah. —dijo la Sociologic con calma— Se les enseña a desear más dinero, a cantar en las iglesias y todo lo demás sirve. Ellos se seguirán llamando católicos, pero serán protestantes.

—Si es así...


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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Jimi

Arturo Robsy


Cuento


Pudo haberlo pintado El Greco en un instante de inspiración extravagante, pero Jimi se debía todo él a su padre y a los mil cruces anteriores a su generación. No obstante, la frente más estrecha que el cuello, la cara larga y sin barbilla, el pecho hundido y las piernas telescópicas, recordaban, sin duda, a los caprichos ópticos del Greco.

Jimi nació cuando los Jefes de Recepción se llamaban conserjes de hotel y su infancia, tras el colegio, cargó muchas toallas y sábanas por aquellos pasillos que veían los primeros turistas del siglo.

Los profesores, para que no pudiera echárseles la culpa de nada, advirtieron noblemente al conserje: «su Jaime no vale»

—¿Para qué?

—Para nada.

Lo cual no era exactamente cierto. Jimi disponía, encajonada en su frente angosta, de una memoria portentosa. El padre, cuando la hubo descubierto en una paciente excavación, le sentaba tras el mostrador de recepción. «El número de la panadería». Y Jaime lo soltaba en el acto. Se supo el listín de la provincia en el tiempo que tardó en leerlo.

Y servía, sí, porque no leyó más que cobrando a monedita de dos reales por página: una fortuna si se sitúan los hechos cuando sucedieron, en los años cincuenta.

Jimi no era un comerciante nato a pesar de cobrar por sus servicios: había notado, entre sus compañeros de colegio, cierta humana predilección por sacudirle y, desde la parte de atrás de su cráneo apepinado, le bajo la idea de no ser víctima de una infancia desgraciada.

Con sus ganancias pagaba a dos matones de diez años que iban dos cursos por delante de él. Ambos se sobraban no sólo para protegerle sino para zumbar a quien Jimi tomaba ojeriza. Menos al profesor, por pura discreción, aunque una vez llegó a ser inducido a sentarse sobre un huevo. Órdenes de Jaimito.


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