Textos por orden alfabético inverso publicados el 21 de mayo de 2016 | pág. 2

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fecha: 21-05-2016


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La Cabaña de Landor

Edgar Allan Poe


Crónica


Durante una excursión a pie, que realicé el pasado verano a través de uno o dos de los condados ribereños de Nueva York, me encontré, al caer el día, un tanto desorientado acerca del camino que debía seguir. La tierra se ondulaba de un modo considerable y durante la última hora mi senda había dado vueltas y más vueltas de aquí para allá, tan confusamente en su esfuerzo por mantenerse dentro de los valles, que no tardé mucho en ignorar en qué dirección quedaba la bonita aldea de B..., donde había decidido pernoctar. El sol casi no había brillado durante el día — en el más estricto sentido de la palabra —, a pesar de lo cual había estado desagradablemente caluroso. Una niebla humeante, parecida a la del verano indio, envolvía todas las cosas y, desde luego, contribuía a mi incertidumbre. No es que me preocupara mucho por eso. Si. no llegaba a la aldea antes de la puesta del sol o aun antes de que oscureciese, sería más que posible que surgiera por allí una pequeña granja holandesa o algo por el estilo, aunque, de hecho, los alrededores estaban escasamente habitados, debido, quizá, a ser estos parajes más pintorescos que fértiles. De todos modos, con mi mochila por almohada y mi perro de centinela, vivaquear al aire libre era en realidad algo que debería divertirme. Seguí, por tanto, caminando a mis anchas, haciéndose Ponto cargo de mi escopeta, hasta que, finalmente, en el momento que yo había empezado a considerar si los pequeños senderos que se abrían aquí y allí eran auténticos senderos, uno de ellos, que parecía el más prometedor, me condujo a un verdadero camino de carros. No podía haber equivocación.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Hop-Frog

Edgar Allan Poe


Cuento


No he conocido nunca persona que tuviese más buen humor ni que se sintiese más inclinao á las cuchufle­tas que este buen rey. No vivía sino para embromar. Contar una buena historia del género bufo y contarla bien era el camino más seguro para llegar á su favor. He aquí porqué sus siete ministros eran todos perso­nas bien conocidas por su carácter bromista. Todos estaban cortados conforme al real patrón: vasta cor­pulencia, adiposidad é inim¡Lable aptitud para la bufo­nería. Que las gentes engordan dando bromoss, ó que hay algo en la grasa que predispone á la broma, es cuestión que nunca he podido resolver; pero es lo cierto que un bromista flaco es un rara avis in terris.

En cuanto á los refinamientos, ó sombras del inge­nio, como los llamaba él mismo, el rey se cuidaba poco de ellos. Sentía una admiración especial por la amplitud en la broma ó gracia, y hasta á veces toleraba que fuese un poco larga, pero las delicadezas le molestaban. Hubiera preferido él Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire, y en general le agradaban mucho más las bufonadas en acción que las bromas ó las burlas de palabra.

En la época en que ocurre nuestra historia los bufones de profesión no habían pasado de moda por completo en la corte. Algunas de las grandes poten­cias continentales tenían aún sus bufones; eran éstos seres desdichados y contrahechos, adornados con el gorro de cascabeles ó caperuza y que debían estar siempre dispuestos á lanzar frases agudas á cambio de las migajas que caían de la mesa real.

Nuestro rey naturalmente tenía su bufón. El hecho es que sentía la necesidad de algo que se pareciese á la locura, aunque sólo fuese para contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que le servían de ministros — sin contarle á él.


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El Retrato Oval

Edgar Allan Poe


Cuento


El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Produjerónme profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada y que trataba de su crítica y su análisis.


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El Pozo y el Péndulo

Edgar Allan Poe


Cuento


Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata, aluit,
sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en el solar del Club de los Jacobinos, en París.)

Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento.


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El Pescador y su Alma

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.

Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo:

—O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.

Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.

Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida.

Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.


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El Gigante Egoísta

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

—¡Qué felices somos aquí!— se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué estáis haciendo aquí?— les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

—Mi jardín es mi jardín— dijo el gigante. —Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:


Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.
 

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

—¡Que felices éramos allí!— se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.


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El Famoso Cohete

Oscar Wilde


Cuento


El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.

Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre. Era tan pálida que al pasar por las calles quedábanse admiradas las gentes.

—Parece una rosa blanca —decían. Y le echaban flores desde los balcones.

A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino. Al verla hincó una rodilla en tierra y besó su mano.

—Su retrato era bello —murmuró—, pero usted es más bella que su retrato —y la princesita se ruborizó.

—Hace un momento parecía una rosa blanca —dijo un pajecillo a su vecino—, pero ahora parece una rosa roja.

Y toda la Corte se quedó extasiada.

Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:

—¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!

Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.

Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.


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El Entierro Prematuro

Edgar Allan Poe


Cuento


Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!


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El Dominio de Arnheim

Edgar Allan Poe


Cuento


O el Paisaje del Jardín

Desde la cuna a la tumba, una brisa de prosperidad acompañó a mi amigo Ellinson. Y no uso la palabra prosperidad en un mero sentido mundano. La empleo como sinónimo de felicidad.

La persona de quien hablo parecía nacida con el propósito de simbolizar las doctrinas de Turgot, Price, Priestley y Condorcet: de servir de ejemplo a lo que se ha llamado "la quimera de los perfeccionistas". En la breve existencia de Ellinson creo haber visto refutado el dogma de que en la mayoría de los hombres yace algún principio oculto, enemigo de la felicidad. Un examen minucioso de su carrera me ha llevado al convencimiento de que, en general, la miseria de la humanidad procede de la violación de algunas pequeñas leyes de la naturaleza; que como especie tenemos en nuestra posesión elementos de felicidad todavía vírgenes; y que aun ahora, en la presente oscuridad y locura de todo pensamiento sobre la gran cuestión de la condición social no es imposible que el hombre, individualmente considerado, pueda ser dichoso bajo determinadas condiciones poco frecuentes y altamente fortuitas.

Mi joven amigo estaba totalmente imbuido de opiniones como éstas; y por eso es digno de observación que el ininterrumpido disfrute que distinguió su vida, fue en gran medida el resultado de un previo acuerdo. Es evidente, por tanto, que con algo menos de esa filosofía que de vez en cuando ocupa también el papel de la experiencia, míster Ellinson se hubiera visto precipitado, por los muchos extraordinarios éxitos de su vida, en el frecuente torbellino de la desgracia que se abre a los pies de aquellos que poseen dotes extraordinarias.


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El Demonio de la Perversidad

Edgar Allan Poe


Cuento


Al examinar las facultades é inclinaciones, — móviles primordiades del alma humana, — los frenólogos han dejado de enumerar una tendencia que, aunque visiblemente existe como sentimiento primitivo, radical é indestructible, no ha sido tampoco enumerada por ninguno de los moralistas que han precedido á aquellos. Todos, en la infatuacion completa de la razon, nos hemos olvidado de ella. Hemos consentido que su existencia se ocultase á nuestros ojos solo por falta de creencia, — de fé, — otra fuese la fé fundada en la revelacion ó ya en la cábala. Su idea no nos ha ocurrido jamás por efecto simplemente de su carácter especial.


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