Textos más populares este mes publicados el 21 de octubre de 2016 | pág. 3

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fecha: 21-10-2016


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El Barco a Vapor

Jules Renard


Cuento


Retirados al pueblo, los Bornet son vecinos de los Navot y entre las dos parejas existe muy buena relación. Les gusta por igual la tranquilidad, el aire puro, la sombra y el agua. Simpatizan tanto que se imitan.

Por la mañana las señoras van juntas al mercado.

—Me dan ganas de preparar un pato, —dice la señora Navot.

—¡Ah! A mí también, —dice la señora Bornet.

Los señores se consultan cuando proyectan embellecer uno su jardín ventajosamente orientado, y el otro su casa situada sobre una loma y nunca húmeda. Se llevan bien. Mejor es así. ¡Con tal de que dure!

Pero es al atardecer, cuando se pasean por el Marne, cuando los Navot y los Bornet desean estar siempre de acuerdo. Los dos barcos, de la misma forma y de color verde, se deslizan uno al lado del otro. El señor Navot y el señor Bornet reman acariciando el agua como si lo hicieran con sus manos prolongadas. A veces se excitan hasta que aparece una primera gota de sudor, pero sin envidia, tan fraternales que no pueden vencerse uno al otro y reman al unísono.

Una de las señoras sorbe discretamente y dice:

—¡Qué delicia!

—Sí,—responde la otra— es delicioso.

Pero, una tarde, cuando los Bornet van a reunirse con los Navot para su habitual paseo, la señora Bornet mira un punto determinado del Marne y dice:

—¡Caray!

El señor Bornet, que está cerrando la puerta con llave, se da la vuelta:

—¿Qué ocurre?

—¡Caramba! —prosigue la señora Bornet— nuestros amigos no se privan de nada. Tienen un barco a vapor.

—¡Demonios! —dice el señor Bornet.

Es cierto. En la orilla, en el estrecho espacio reservado a los Navot, se divisa un pequeño barco a vapor, con su tubo negro que brilla al sol, y las nubes de humo que de él escapan. Ya instalados, el señor y la señora Navot esperan y agitan un pañuelo.

—¡Muy gracioso! —dice el señor Bornet molesto.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canto del Gallo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al doctor Albert Robin

Et continuo, cantavit gallus.
—Evangelios

El castillo fortificado del prefecto romano Poncio Pilatos estaba situado en la ladera del Mona; el del tetrarca Herodes se elevaba, resplandeciente, en medio de los surtidores vivos y de los pórticos, en el monte Sión, no lejos de los jardines del antiguo Sumo Sacerdote Anás, suegro de aquel “José”, llamado Caifás, sexagésimo octavo sucesor de Aarón, cuyo pesado palacio sacerdotal se levantaba igualmente en la cumbre de la ciudad de David.

El 13 del mes de Nisán (14 de abril) del año 782 de Roma (año 33 de Jesucristo, después), un destacamento de la cohorte de ocupación —quinientos cincuenta y cinco hombres prestados por el prefecto al Sumo Sacerdote, para el caso de una sedición popular— rodeó silenciosamente, hacia las diez y media de la noche, los accesos abruptos del Monte de los Olivos.

A la entrada de aquel sendero que cortaba más arriba el desigual riachuelo del Cedrón, el jefe de los piqueros del Templo, Hannalos, hablaba sin duda con los centuriones, mientras esperaba a los agentes de Israel que debía dejar pasar, a fin de que se procediera al arresto de un conocido faccioso, un mago de Nazaret, el famoso Jesús, que se había “refugiado” allí aquella noche.

Pronto, bajo el claro de luna pascual, apareció, descendiendo del suburbio de Ofel, un grupo provisto de bastones, espadas y cuerdas, mandado por los dos emisarios del Gran Consejo, Achazías y Ananías, a los que acompañaba un portalinterna, Malcos, hombre de confianza de Caifás. La tropa era guiada por el más reciente discípulo de Jesús, un hombre originario de la aldea de Karioth, perteneciente a la tribu de Judá, a orillas del Mar Muerto, en el límite occidental de la sepultada Gomorra, aun cuando hubiese también, en las fronteras, cierto burgo moabita llamado Kerioth que encendía sus hogares no lejos del estanque del Dragón.


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El Cristo Amonestado

Jules Renard


Cuento


Al pasar junto a la cruz situada en las afueras del pueblo al que parece proteger de alguna sorpresa desagradable, Tiennette, la loca, vio que el Cristo se había caído.

Durante la noche el viento lo había desclavado y arrojado al suelo, sin duda.

Tiennette se santigua y levanta el Cristo con todas las precauciones, como si se tratara de una persona aún viva.

No puede volver a colocarlo en la cruz que está demasiado alta; pero tampoco puede dejarlo solo, al borde de la carretera.

Además, se ha estropeado al caer y le faltan varios dedos.

—Voy a llevar el Cristo al carpintero para que lo repare —se dice.

Lo agarra piadosamente por la cintura y se lo lleva, sin correr. Pero es tan pesado que se desliza entre sus brazos y, con frecuencia, se ve obligada a subirlo con una violenta sacudida.

Y cada vez, les clavos que antes sujetaban los pies del Cristo agarran la falta de Tiennette, la levantan un poco y dejan ver sus piernas.

—¡Quiere estarse quieto, Señor! —le dice.

Y con toda sencillez, Tiennette da unos suaves cachetes en las mejillas del Cristo, con delicadeza, con respeto.


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El Disparo Memorable

Aleksandr Pushkin


Cuento


Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.

En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte de nuestros uniformes, no veíamos nada más.

Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos treinta y cinco años, lo que nos hacía considerarlo viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.

Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champán solía correr a torrentes durante las comidas.

Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuáles eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban.


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El Fabricante de Ataúdes

Aleksandr Pushkin


Cuento


Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se puso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan el samovar.


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El Monje

Iván Turguéniev


Cuento


Conocí a un monje anacoreta, santo. Vivía con la sola dulzura de la plegaria y, embebido de esta, estuvo parado tanto tiempo sobre el suelo frío de la iglesia, que sus piernas, por debajo de las rodillas, se le hincharon y pusieron parecidas a columnas. Él no las sentía, se paraba y rezaba.

Yo lo entendía; yo, acaso, lo envidiaba, pero que él también me entienda y no me condene a mí; a mí, que no accedo a sus alegrías.

Él consiguió eliminarse a sí mismo, a su odiado yo; pero es que yo también no rezo no por amor propio.

Mi yo, acaso, me es aún más pesaroso y repulsivo que su él a él.

Él encontró en qué olvidarse de sí mismo… pero es que yo también encuentro, aunque no de modo tan constante.

Él no miente… pero es que yo también no miento.


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El Nido de Jilgueros

Jules Renard


Cuento


En una rama ahorquillada de nuestro cerezo había un nido de jilgueros bonito de ver, redondo, perfecto, de crines por fuera y de plumón por dentro, donde cuatro polluelos acababan de nacer. Le dije a mi padre:

—Me gustaría cogerlos para domesticarlos.

Mi padre me había explicado con frecuencia que es un crimen meter a los pájaros en una jaula. Pero, en esta ocasión, cansado sin duda de repetir lo mismo, no encontró nada que responderme.

Unos días más tarde le dije de nuevo:

—Si quiero, será fácil. En un primer momento pondré el nido en una jaula, colgaré la jaula en el cerezo y la madre alimentará a sus polluelos a través de los barrotes hasta que ya no la necesiten.

Mi padre no me dijo qué pensaba de este sistema.

Por lo tanto instalé el nido en una jaula, colgué la jaula en el cerezo, y lo que había previsto sucedió: los padres jilgueros, sin vacilar, traían a los pequeños sus picos llenos de orugas. Y mi padre, divertido como yo, observaba de lejos el ir y venir de los pájaros, su plumaje teñido de rojo sangre y de amarillo azufre.

Una tarde le dije:

—Los pequeños ya están bastante fuertes. Si estuvieran libres, volarían. Que pasen una última noche con su familia y mañana me los llevaré a la casa; los colgaré de mi ventana y no habrá en el mundo jilgueros mejor cuidados que éstos.

Mi padre no dijo lo contrario.

A la mañana siguiente, encontré la jaula vacía.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Parto

Franco Sacchetti


Cuento


En otro tiempo había como párroco de una iglesia de Castello, condado del territorio de Florencia, cierto cura llamado Tiraccio, que ya era viejo, pero que en su juventud tuvo por amiga una linda muchacha de la gran villa de Oguissante y había tenido de ella una hija, que en la época de nuestra narración era muy linda y estaba en edad de casarse. La fama divulgaba por todas partes que la sobrina del cura era una hermosa muchacha. En la vecindad habitaba un joven, del cual quiero callar el nombre y el de la familia. Este joven, habiendo visto muchas veces a la sobrina del cura, se enamoró de ella, y tuvo la idea de una astucia sutil para lograrla.

Una tarde en que el tiempo estaba lluvioso, hacia el obscurecer, se disfrazó de aldeana, y después de haberse puesto las faldas se amarró sobre el vientre líos de paja y de tela, que le daban el aire de estar embarazada y con el vientre en la boca.

En seguida se fue a la iglesia para pedir confesión, como hacen las mujeres a punto de parir. Llegado a la iglesia, hacia la primera hora de la noche, tocó a la puerta, y habiendo venido a abrirle un clérigo, le preguntó por el párroco. El clérigo le dijo:

—Ha salido hace un momento para llevar la comunión a un enfermo, pero no tardará en volver.

La mujer embarazada dijo entonces:

—¡Desdichada de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!

Y se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y quejándose continuó:

—Lo esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.

—Que Dios la proteja, hermana —respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.


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El Reflejo

Oscar Wilde


Cuento


Cuando murió Narciso las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarlo.

—¡Oh! —les respondió el río— aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo lo amaba.

—¡Oh! —prosiguieron las flores de los campos— ¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso.

—¿Era hermoso? —preguntó el río.

—¿Y quién mejor que tú para saberlo? —dijeron las flores—. Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza…

—Si yo lo amaba —respondió el río— es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas.


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El Sapo

Jules Renard


Cuento


Nacido de una piedra, vive debajo de una y en ella se cavará la tumba.

Lo visito frecuentemente, y cada vez que levanto su piedra tengo miedo de encontrarlo y miedo de que ya no esté allí.

Pero está.

Escondido en aquella guarida seca, limpia, estrecha y propia, la ocupa plenamente, hinchado como una bolsa de avaro.

Si la lluvia le hace salir, viene a mi encuentro. Unos cuantos saltos pesados, y luego me mira con ojos enrojecidos.

Si el mundo injusto lo trata como a un leproso, yo no temo agacharme junto a él y acercar al suyo mi rostro de hombre.

Luego reprimiré un resto de asco y te acariciaré con la mano, sapo.

En la vida se tragan otros sapos que repugnan más.

Ayer, no obstante, me faltó tacto. Fermentaba y sudaba, con todas sus verrugas reventadas.

—Mi pobre amigo —le dije— no quiero ofenderte pero, ¡Dios santo! ¡qué feo eres!

Abrió su boca pueril y sin dientes, de aliento caliente, y me respondió con un ligero acento inglés:

—¡Pues anda que tú!


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