Textos más populares esta semana publicados el 21 de octubre de 2016

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fecha: 21-10-2016


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El Alienista

J. M. Machado de Assis


Novela corta


I. De cómo Itaguaí obtuvo una casa de orates

Las crónicas de la villa de Itaguaí dicen que en tiempos remotos había vivido allí un cierto médico, el doctor Simón Bacamarte, hijo de la nobleza de la tierra y el más grande de los médicos del Brasil, de Portugal y de las Españas. Había estudiado en Coimbra y Padua. A los treinta y cuatro años regresó al Brasil, no pudiendo lograr el rey que permaneciera en Coimbra al frente de la universidad, o en Lisboa, encargándose de los asuntos de la monarquía que eran de su competencia profesional.

—La ciencia —dijo él a su majestad— es mi compromiso exclusivo; Itaguaí es mi universo.

Dicho esto, retornó a Itaguaí, y se entregó en cuerpo y alma al estudio de la ciencia, alternando las curas con las lecturas, y demostrando los teoremas con cataplasmas.

A los cuarenta años se casó con doña Evarista da Costa e Mascarenhas, señora de veinticinco años, viuda de un juez—de—fora, ni bonita ni simpática. Uno de sus tíos, cazador de pacas ante el Eterno, y no menos franco que buen trampero, se sorprendió ante semejante elección y se lo dijo. Simón Bacamarte le explicó que doña Evarista reunía condiciones fisiológicas y anatómicas de primer orden, digería con facilidad, dormía regularmente, tenía buen pulso y excelente vista; estaba, en consecuencia, apta para darle hijos robustos, sanos e inteligentes. Si además de estos atributos —únicos dignos de preocupación por parte de un sabio— doña Evarista era mal compuesta de facciones, eso era algo que, lejos de lastimarlo, él agradecía a Dios, porque no corría el riesgo de posponer los intereses de la ciencia en favor de la contemplación exclusiva, menuda y vulgar, de la consorte.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Modelo Millonario

Oscar Wilde


Cuento


A menos que uno sea rico, no sirve de nada ser un chico encantador. La vida idílica es un privilegio de los ricos, no la profesión de los desempleados. Los pobres deben ser prácticos y prosaicos. Es mejor tener un ingreso permanente, que ser encantador. Estas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie Erksine jamás comprendió. ¡Pobre Hughie! Intelectualmente hablando, no era de mucha importancia. Nunca dijo una cosa brillante, o malintencionada en su vida. Pero, eso sí, él era sorprendentemente bien parecido, con su cabello castaño y rizado, perfil claro, y sus ojos grises. Era tan popular tanto con los hombres como con las mujeres, y tenía todos los éxitos, excepto el de ganar dinero. Su padre le había heredado su espada de caballería, y una edición de la Historia de la Guerra Peninsular en 15 tomos. Hughie puso la espada sobre su espejo, y colocó la Historia... en un estante entre el Ruff's Guide y el Bailey's Magazine, y vivía con una renta anual de 200 libras que le facilitaba una vieja tía. Él había intentado todo. Había estado en la Bolsa durante 6 meses, pero, ¿qué hacía una mariposa entre toros y osos? Había sido vendedor de té por un tiempo, pero pronto se cansó del pekoe y el souchong. Entonces trató de vender jerez seco. Pero esa no era la respuesta, el jerez era muy seco. Finalmente, se dedicó a no ser nada, un joven inútil y encantador con un perfil perfecto sin profesión.

Para empeorar las cosas, se enamoró. La mujer que amaba era Laura Merton, la hija de un coronel retirado que había perdido su temperamento y su digestión en la India, sin encontrar lo uno ni lo otro. Laura lo adoraba, y él estaba dispuesto a besar la punta de sus zapatos. Ellos formaban la pareja más encantadora de Londres, pero entre los dos no reunían ni un penique. El coronel estaba muy encariñado con Hughie, pero no quería oír nada acerca de compromiso.


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Dominio público
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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Jardín Engañoso

María de Zayas y Sotomayor


Cuento


No ha muchos años que en la hermosísima y noble ciudad de Zaragoza, divino milagro de la naturaleza y glorioso trofeo del Reino de Aragón, vivía un caballero noble y rico, y él por sus partes merecedor de tener por mujer una gallarda dama, igual en todo a sus virtudes y nobleza, que este es el más rico don que se puede alcanzar. Diole el cielo por fruto de su matrimonio dos hermosísimos soles, que tal nombre se puede dar a dos bellas hijas: la mayor llamada Constanza, y la menor Teodosia; tan iguales en belleza, discreción y donaire, que no desdecía nada la una de la otra. Eran estas dos bellísimas damas tan acabadas y perfectas, que eran llamadas, por renombre de riqueza y hermosura, las dos niñas de los ojos de su patria.

Llegando, pues, a los años de discreción, cuando en las doncellas campea la belleza y donaire, se aficionó de la hermosa Constanza don Jorge, caballero asimismo natural de la misma ciudad de Zaragoza, mozo, galán y rico, único heredero en la casa de sus padres, que aunque había otro hermano, cuyo nombre era Federico, como don Jorge era el mayorazgo, le podemos llamar así.

Amaba Federico a Teodosia, si bien con tanto recato de su hermano, que jamás entendió de él esta voluntad, temiendo que como hermano mayor no le estorbase estos deseos, así por esto como por no llevarse muy bien los dos.

No miraba Constanza mal a don Jorge, porque agradecida a su voluntad le pagaba en tenérsela honestamente, pareciéndole, que habiendo sus padres de darle esposo, ninguno en el mundo la merecía como don Jorge. Y fiada en esto estimaba y favorecía sus deseos, teniendo por seguro el creer que apenas se la pediría a su padre, cuando tendría alegre y dichoso fin este amor, si bien le alentaba tan honesta y recatadamente, que dejaba lugar a su padre para que en caso de que no fuese su gusto el dársele por dueño, ella pudiese, sin ofensa de su honor dejarse de esta pretensión.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Reflejo

Oscar Wilde


Cuento


Cuando murió Narciso las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarlo.

—¡Oh! —les respondió el río— aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo lo amaba.

—¡Oh! —prosiguieron las flores de los campos— ¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso.

—¿Era hermoso? —preguntó el río.

—¿Y quién mejor que tú para saberlo? —dijeron las flores—. Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza…

—Si yo lo amaba —respondió el río— es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Frritt Flacc

Julio Verne


Cuento


I

¡Frritt…!, es el viento que se desencadena.

¡Flacc…!, es la lluvia que cae a torrentes.

La mugiente ráfaga encorva los árboles de la costa volsiniana, y va a estrellarse contra el flanco de las montañas de Crimma. Las altas rocas del litoral están incesantemente roídas por las olas del vasto mar del Megalocride.

¡Frritt…! ¡Flacc…!

En el fondo del puerto se oculta el pueblecillo de Luktrop.

Algunos centenares de casas, con verdes miradores que apenas las defienden contra los fuertes vientos. Cuatro o cinco calles empinadas, más barrancos que vías, empedradas con guijarros, manchadas por las escorias que proyectan los conos volcánicos del fondo. El volcán no está lejos: el Vanglor. Durante el día, sus emanaciones se esparcen bajo la forma de vapores sulfurosos. Por la noche, de tanto en tanto, se producen fuertes erupciones de llamas. Como un faro, con un alcance de ciento cincuenta kilómetros, el Vanglor señala el puerto de Luktrop a los buques de cabotaje, barcos de pesca y transbordadores cuyas rodas cortan las aguas del Megalocride.

Al otro lado de la villa se amontonan algunas ruinas de la época crimmeriana. Tras un arrabal de aspecto árabe, una kasbah de blancas paredes, techos redondos y azoteas devoradas por el sol. Es un cúmulo de piedras arrojadas al azar, un verdadero montón de dados cuyos puntos hubieran sido borrados por la pátina del tiempo.

Entre todos ellos se destaca el Seis—Cuatro, nombre dado a una construcción extraña, de techo cuadrado, con seis ventanas en una cara y cuatro en la otra.

Un campanario domina la villa: el campanario cuadrado de Santa Philfilene, con campanas suspendidas del grosor de los muros, que el huracán hace resonar algunas veces. Mala señal. Cuando esto sucede, los habitantes tiemblan.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Pescador y el Pez Dorado

Aleksandr Pushkin


Cuento


Érase una vez un pescador anciano que vivía con su también anciana esposa en una triste y pobre cabaña junto al mar. Durante treinta y tres años el anciano se dedicó a pescar con una red y su mujer hilaba y tejía. Eran muy pero que muy pobres.

Un día, se fue a pescar y volvió con la red llena de barro y algas.

La siguiente vez, su red se llenó de hierbas del mar. Pero la tercera vez pescó un pequeño pececito.

Pero no era un pececito normal, era dorado. De repente, el pez le dijo con voz humana:

—Anciano, devuélveme al mar, te daré lo que tú desees por caro que sea.

Asombrado, el pescador se asustó. En sus treinta y tres años de pescador, nunca un pez le había hablado. Entonces le dijo con voz cariñosa:

—¡Dios esté contigo, pececito dorado! Tus riquezas no me hacen falta, vuelve a tu mar azul y pasea libremente por la inmensidad.

Cuando volvió a casa, le contó a la anciana el milagro: que había pescado un pez dorado que hablaba y que le había ofrecido riquezas a cambio de su libertad. Pero que no fue capaz de pedirle nada y lo devolvió al mar. La anciana se enfadó y le dijo:

—¡Estás loco! ¡Desgraciado! ¿No supiste qué pedirle al pescado? ¡Dale este balde para lavar la ropa, está roto!

Así, se volvió al mar y miró. El mar estaba tranquilo aunque las pequeñas olas jugueteaban. Empezó a llamar al pez que nadó hasta su lado y con mucho respeto le dijo:

—¿Qué quieres, anciano?

—Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado. No me da descanso. Ella necesita un nuevo balde porque el nuestro está roto.

El pez dorado contestó:

—No te preocupes, ve con Dios, tendrás un balde nuevo.

Volvió el pescador con su mujer y ella le gritó:

—¡Loco, desgraciado! ¡Pediste, tonto, un balde! Del balde no se puede sacar ningún beneficio. Regresa, tonto, pídele al pez una isba.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Gil Braltar

Julio Verne


Cuento


I

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

—¡Uiss, uiss! —silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

—¡Uiss, uiss! —repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman “la rosa cubierta”.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Fabricante de Ataúdes

Aleksandr Pushkin


Cuento


Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se puso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan el samovar.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de Augusta

J. M. Machado de Assis


Cuento


I

Son las once de la mañana.

Doña Augusta Vasconcelos está reclinada sobre un sofá, con un libro en la mano. Adelaida, su hija, deja correr los dedos por el teclado del piano.

—¿Papá ya se despertó? —pregunta Adelaida a su madre.

—No —respondió, sin levantar los ojos del libro.

Adelaida se incorporó y se acercó a Augusta.

—Pero mamá, ya es muy tarde —dijo ella—. Son las once. Papá duerme demasiado.

Augusta dejó caer el libro sobre su regazo, y mirándola le dijo:

—Sucede que tu padre ayer se acostó muy tarde.

—Ya me di cuenta de que nunca puedo despedirme de papá cuando me voy a acostar. Siempre está afuera.

Augusta sonrió:

—Eres una campesina —dijo ella—, duermes como las gallinas. Aquí son otras las costumbres. Tu padre tiene mucho que hacer de noche.

—¿Son cuestiones de política, mamá? —preguntó Adelaida.

—No lo sé —respondió Augusta.

Empecé diciendo que Adelaida era hija de Augusta, y esta información, necesaria para el relato, no lo era menos en la vida real en que tuvo lugar el episodio que voy a narrar, porque a primera vista nadie diría que quienes allí estaban eran madre e hija; parecían dos hermanas, tan joven era la mujer de Vasconcelos.

Tenía Augusta treinta años y Adelaida quince; pero comparativamente la madre parecía más joven que la hija. Conservaba la misma frescura de los quince años, y tenía además lo que faltaba a Adelaida, que era la conciencia de la belleza y de la juventud; conciencia que sería loable si no tuviese como consecuencia una inmensa y profunda vanidad. Su estatura era mediana pero imponente. Era muy blanca y sonrosada. Tenía los cabellos castaños y los ojos azulados. Las manos largas y bien dibujadas parecían criadas para las caricias del amor; sin embargo, daba a sus manos mejor destino: las calzaba en tersa cabritilla.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Cocinero del Arzobispo

Juan Valera


Cuento


En los buenos tiempos antiguos, cuando estaba poderoso y boyante el Arzobispado, hubo en Toledo un Arzobispo tan austero y penitente, que ayunaba muy a menudo y casi siempre comía de vigilia, y más que pescado, semillas y yerbas.

Su cocinero le solía preparar para la colación, un modesto potaje de habichuelas y de garbanzos, con el que se regalaba y deleitaba aquel venerable y herbívoro siervo de Dios, como si fuera con el plato más suculento, exquisito y costoso. Bien es verdad que el cocinero preparaba con tal habilidad los garbanzos y las habichuelas, que parecían, merced al refinado condimento, manjar de muy superior estimación y deleite.

Ocurrió, por desgracia, que el cocinero tuvo una terrible pendencia con el mayordomo. Y como la cuerda se rompe casi siempre por lo más delgado, el cocinero salió despedido.

Vino otro nuevo a guisar para el señor Arzobispo y tuvo que hacer para la colación el consabido potaje. Él se esmeró en el guiso, pero el Arzobispo le halló tan detestable, que mandó despedir al cocinero e hizo que el mayordomo tomase otro.

Ocho o nueve fueron sucesivamente entrando, pero ninguno acertaba a condimentar el potaje y todos tenían que largarse avergonzados, abandonando la cocina arzobispal.

Entró, por último, un cocinero más avisado y prudente, y tuvo la buena idea de ir a visitar al primer cocinero y a suplicarle y a pedirle, por amor de Dios y por todos los santos del cielo, que le explicara cómo hacía el potaje de que el Arzobispo gustaba tanto.

Fue tan generoso el primer cocinero, que le confió con lealtad y laudable franqueza su procedimiento misterioso.

El nuevo cocinero siguió con exactitud las instrucciones de su antecesor, condimentó el potaje e hizo que se le sirvieran al ascético Prelado.

Apenas éste le probó, paladeándole con delectación morosa, exclamó entusiasmado:


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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