¡Oh lamentables ruinas de la desdichada Nicosia, apenas enjutas de la
 sangre de vuestros valerosos y mal afortunados defensores! Si como 
carecéis de sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos,
 pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias, y quizá el haber 
hallado compañía en ellas aliviara nuestro tormento. Esta esperanza os 
puede haber quedado, mal derribados torreones, que otra vez, aunque no 
para tan justa defensa como la en que os derribaron, os podéis ver 
levantados. Mas yo, desdichado, ¿qué bien podré esperar en la miserable 
estrecheza en que me hallo, aunque vuelva al estado en que estaba antes 
deste en que me veo? Tal es mi desdicha, que en la libertad fui sin 
ventura, y en el cautiverio ni la tengo ni la espero. 
Estas razones decía un cautivo cristiano, mirando desde un recuesto 
las murallas derribadas de la ya perdida Nicosia; y así hablaba con 
ellas, y hacía comparación de sus miserias a las suyas, como si ellas 
fueran capaces de entenderle: propia condición de afligidos, que, 
llevados de sus imaginaciones, hacen y dicen cosas ajenas de toda razón y
 buen discurso. 
En esto, salió de un pabellón o tienda, de cuatro que estaban en 
aquella campaña puestas, un turco, mancebo de muy buena disposición y 
gallardía, y, llegándose al cristiano, le dijo: 
Apostaría yo, Ricardo amigo, que te traen por estos lugares tus continuos pensamientos. 
Sí traen respondió Ricardo (que éste era el nombre del cautivo); 
mas, ¿qué aprovecha, si en ninguna parte a do voy hallo tregua ni 
descanso en ellos, antes me los han acrecentado estas ruinas que desde 
aquí se descubren? 
Por las de Nicosia dirás dijo el turco. 
Pues ¿por cuáles quieres que diga repitió Ricardo, si no hay otras que a los ojos por aquí se ofrezcan? 
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