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fecha: 24-12-2021


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En los Montes

Arturo Reyes


Cuento


I

—Veinte años mal contaos son los que tiée y veinte mil millones se necesitarían pa poer dicir tó lo retegüena moza que es Loli ha la Pizarrera.

—Eso serán los ojos conque tú la miras: con ojos de potrico cartujano!

—No jeñó y que no soy yo sólo el que lo ice; que lo icen tós los que no son múos en la provincia. Suponte tú una jembraque pueé darle un beso, sin empinarse, en la peineta á un ciprés; con un pecho en el que se puéen tender manteles;con un talle tábiroque es un esparto; con unas caeras más reondas que la copa e un pino; con una mata de pelo rizao que le pueé servir de túnica á un nazareno; con unos ojos que son dos soles; con una boca que es la flor de la maravilla, con una...

—Basta, hombre, basta ya, que me está entrando, oyéndote, una canina que no veo, y tenemos er pan á una legua de la dentaura.

—Pos no te digo tiá si la vieras y si oyeras er metal de su voz; como que yo cá vez que platico con ella, me tengo que dir y meterme en cama y que llamar al méico.

—Y esa jembra, te tiéeá ti voluntá?

—Hombre, te diré: á mí unas veces me paéce que sí y otras veces me paéce que no pero jueron mis padres conmigo tan poco rumbosos cuando me jocharon ar mundo, que la verdá es que cuando me pongo á la vera de ese proigio, en cuclillas paece que estoy, y eso que me estiro jasta lastimarme las coyunturas!

—Es que los hombres no se míen por varas como la muselina morena,


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Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

En el Polo Norte

Arturo Reyes


Cuento


I

No empiecen á tiritar nuestros lectores, que no nos proponemos conducirlos á tan glaciales latitudes; que para llegar al Polo de nuestra narración no se hace preciso ir más allá de los límites del barrio de Capuchinos, que antes de traspasarlos nos tropezaremos y nos detendremos, si es que en esto no tienen inconveniente alguno los que nos leen, en el ventorrillo que el señor Currito Cárdenas hubo de bautizar, al establecerse en él, con el título conque encabezamos esta verídica historia.

El día en que aconsejados por la curiosidad pasamos los umbrales del citado ventorrillo, que se eleva dando vista á la población, á los montes y al cementerio, ya el señor Currito habíase ido, á causa de un segundo acosón hemipléjico, al último indicado lugar, y Paco Cárdenas, su sobrino, era el que oficiaba de experto timonel en aquel barco, para el cual parecía que no había hecho la Divina Providencia más que mares en bonanza.

Y bien merecía su propietario que Dios lo mirase con ojos de misericordia, pues con sobra de razón pregonaban cuantos le conocían, su ingénita bondad, y su honradez sin tacha y su varonil entereza, que sólo sacaba á relucir cuando, ahito de razón, tenía que probarle á alguno de los muchos mozos de ácana que frecuentaban su mo de vivir que cuando eran llegadas las ocasiones, sabía él también jugarse á cara ó cruz la integridad de la gallarda persona.


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En el Olivar del Tardío

Arturo Reyes


Cuento


I

Veinte años acababa de cumplir Toval, el Puchi, un chaval airoso y fuerte como un pino, cuando una mañana fría y luminosa en que el sol doraba las cumbres, en que el cielo despojábase, á sus besos, de sus brumas matutinales; en que piaban melancólicamente las alondras entre los riscos del monte; en que el laurel rosa lucía sus tintas más carmesíes en las risueñas cañadas donde destrenzábanse los arroyos en raudales cristalinos; en que los gallos se retaban de corral á corral con arrogantes cacareos; mañana en que se adornaba la vida con sus más bellos atavíos, cogió Toval, ya engalanado con flamante pantalón de pana, rojo ceñidor, entre marsellés y chaqueta de paño burdo, amplio pañuelo de seda blanco á guisa de corbata, sombrero de rondeña estirpe y recios zapatones de vaqueta; cogió Toval—repetimos—la reluciente vizcaína, los bordados bolsones de la pólvora y los plomos, y salió del lagar, tan alegre al parecer, como el día, y tan ágil como un corzo.

—Que no vengas mu tarde, Tovalico—le gritó su madre asomándose á la puerta de la casa.

—No tenga usté cuidiao, que estaré aquí á sol poniente.

—Que no eches por los Jerrizales—le gritó de nuevo aquélla, que no se apartó del umbral del edificio hasta ver perderse á lo lejos á su gallardo retoño.

Cuando la vieja penetró de nuevo en el lagar, su marido, ceñudo y con la mirada torva, entreteníase en contemplar el alegre chisporroteo de la leña húmeda, sentado junto al fuego que brillaba bajo la gran chimenea, sobre cuyo amplísimo alero parecían entonar los limpios peroles un canto á la condición hacendosa de su dueña.

—¿Qué tiées, Juan?—preguntó á éste su mujer, posando en él con interrogadora expresión sus ojillos obscuros y maliciosos.


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El Desmemoriado

Antonio de Trueba


Cuento


Cuento popular recogido en Vizcaya

I

Carranza es un valle de Vizcaya que tiene más fisonomía montañesa que vizcaína, como metido casi en el corazón de la montaña. Dícese en las Encartaciones que en Carranza todo es pequeño: los hombres, que son bajos, aunque rechonchos y fuertes; los ganados, que son de razas pequeñas; el maíz, que es de la especie llamada en vascuence arto-chiquili (maíz pequeño), y hasta la extensión de terreno que cada labrador cultiva es pequeña, aun comparada con la que cultivan los del resto de Vizcaya, que no es grande, aunque sí productiva, por el mucho esmero del cultivo, el abono y la bondad del clima.

A ésta última pequeñez se alude en una de las muchas anécdotas con que los encanutados dan bromas á los carranzanos. Cuéntase que con motivo de cierta festividad, en Carranza había corridas de toros ó novillos, y el público, apostado en las paredes del coso y en los portales, se impacientaba porque tardaba en dar principio la fiesta.

Esta tardanza era para dar tiempo á que llegara una señora llamada doña María de Trilla, muy popular y estimada en todo el valle por lo dispuesta que estaba siempre á favorecer á sus convecinos necesitados. Uno de los espectadores ge distinguía entre todos por su oposición á que empezase la corrida antes de la llegada de doña María de Trilla

Esta llegada se dilataba, el público no podía ya contener su impaciencia y el alcalde se mostraba como dispuesto á hacer la seña para que se abriera la puerta del toril.

—¡Salga el toro! ¡Salga el toro!—gritaba la muchedumbre. Y entonces el carranzano que más empeño había mostrado porque se esperase á doña María de Trilla, saltó al coso, y encarándose con el público, respondió desesperado al grito de ¡salga el toro!


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El Desarreglo del Mundo

Antonio de Trueba


Cuento


Cuento popular recogido en Vizcaya

I

Cuando Cristo y San Pedro andaban por el mundo, el mundo estaba casi tan desarreglado como ahora, que es cuanto se puede decir, para probar que ya entonces los hombres y las mujeres eran hijos de Adán y Eva.

Cristo había enviado á los Apóstoles á predicar su doctrina en diferentes regiones de la tierra, y sólo había conservado á su lado, como secretario y consejero, á San Pedro, que, aunque era un viejo muy regañón, como todos los viejos, era muy santo y sabía mucho; y Cristo le consultaba con frecuencia, teniendo muy presente aquello de que «más sabe el diablo por viejo que por diablo.»

Un día recibió Cristo carta de Santiago, que era el Apóstol que había enviado á España, y en ella le decía que no las tenía todas consigo con los españoles, porque eran gente que echaba á perder todas las buenas cualidades con que nacían, con los defectos que conforme iban creciendo iban adquiriendo; pongo por ejemplo, el defecto de creer que no había en el mundo con ser mundo, tierra más fértil, rica y herniosa que la de España, ni hombres más valientes, gallardos y talentudos que los españoles; ni mujeres más hermosas, sandungueras y discretas que las españolas; ni pueblo más noble y bien hablado y gobernable que el español.

Cristo se puso de muy mal humor cuando recibió esta carta, porque, lo que él decía:


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Donde las Dan las Toman

Arturo Reyes


Cuento


I

Cuando Pepa la Tripicallera penetró en la sala de su madre, entreteníase ésta en hacer prodigios con la aguja en algo parecido á una chapona, acariciada por los intensos rayos de sol que inundaban el aposento y convertían en joyeles de piedras preciosas las flores que en tiestos y macetas orlaban el reducido balcón.

Entró Pepa en la estancia á modo de torbellino y sentóse sin decir oxte ni moxte en una silla, apoyó un codo en el espaldar y la mejilla en la palma de la mano y dió comienzo á redoblar nerviosamente con los tacones sobre los rojos ladrillos.

La señá Dolores desdobló el escuálido busto, se colocó las gafas á modo de venda sobre la rugosa frente y exclamó con acento de reproche, contemplando fijamente á su hija:

—¡Que Dios te los dé mu güenos!

—Usté perdone, madre, usté perdone; es que yo estoy mu malita, es que á mí mi hombre concluye por volverme loca.

—Pos hija tú tiées la culpa, pero ya á la cosa no se le puée echar tapas y medias suelas, asín es que ya sabes, ¡por un gustazo un trancazo!

—Pero si es que no se puée aguantar á ese charrán, marecita.

—Ya te lo decíamos yo y toito el mundo antes de que fueras á la parroquia.

—Sí, madre, pero es que yo tenía una venda en los ojos e mi cara.

—Y la tiées, pero, en fin, vamos á ver lo que tenemos de nuevo.

—Pos lo que hay de nuevo, es que yo no pueo más, que tengo repudría la sangre, que hace dos horas, al ir á casa de Pepita la Infundiosa, me trompecé con mi hombre y lo vide yo, yo, yo con mis ojos, pegar la hebra con Toñuela la de los Lunares, con ese estornúo de mujer, con ese tiesto, con ese gallo minino.

—¿Y qué más?


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Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Cascabeles

Arturo Reyes


Cuento


I

¿Que por qué José Galindo, alias Cascabeles, iba una mañana de primavera á todo el galopar de su potro Pinturero por los montes de Arriate, canana al cinto y escopeta al arzón, dispuesto á eclipsar las glorias de aquel de quien aún canta el pueblo andaluz con melancólico entusiasmo


«Ya murió José María,
el que á los ricos robaba
y á los pobres socorría»?


Caía el sol como una caricia de oro sobre la plaza del pueblo; cegaban á su luz con su intenso blancor los bien enjabelgados muros de las humildes viviendas; fulgían los balcones cual reducidos jardines donde derrochaba sus más vivos colores la rica flora andaluza; lucían el cielo su más radiante azul y su más pura transparencia el espacio; allá á lo lejos erguíase la cordillera cubierta en sus faldas de frondosas espesuras; por el fondo del valle deslizábase el río brillando como de acero entre sus márgenes cubiertas de florecientes verdores.

Al amparo de la sombra que proyectaba la antigua iglesia, rendían culto á la molicie los más caracterizados holgazanes del villorrio; alegres y bullangueras, engalanadas con vistosos pañolones, charlaba y reía un bandurrio de mozas, en torno á la vieja fuente.

Delante de la puerta del casino, con los brazos atrás, divorciadas las piernas, la gorra de cuartel sobre la coronilla, lacias las guías del pobladísimo y largo bigote rubio, mal abotonada la deslustrada guerrera, contemplaba el cabo Vidondo—jefe del puesto—como con dulce delectación, el alegre bulle bulle de las de los cántaros, entre las que no faltaban alguna que otra que correspondiese á las del arrogante veterano con miradas capaces de encenderle el polvorín al hombre de índole menos pasional y mujeriega.


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A Punta de Capote

Arturo Reyes


Cuento


I

—Comadre, mu güenos días.

—¡Josús y cuánto güeno por aquí! ¡Qué méritos habré jecho yo esta noche pasá pa tener este alegrón por la mañana!

—Pos no repique usté mucho, comadre, que entoavía puée ser que concluya usté por ponerme en mitá de la del Rey.

—Eso no lo jaría yo nunca, asín viniera usté á traerme dos disjustos emparmaos.

—Un colirio es lo que yo vengo á traerle á usté, un colirio pa que vaya usté mejoran» de una miajita de los ojos.

—Pero qué empeño que tiée usté, comadre, en que yo estoy mal de la vista.

—Y tan mal como está usté; pero por mí no deje usté su jacienda, que no tengo yo priesa ninguna.

—Pos mire usté, si usté me lo premite, yo voy á seguir planchando este camisón, porque, según parece, mi señor don Paco, tiée hoy que vestirse de gala pa dir á ver á algún diputao á cortes.

—¿A un diputao, verdá? No es mal diputao elque tiée que ver su caballero de usté; otro diputao como el que tiée que ver el mío, porque el mío también hoy se ha vestío de tiros largos; como que me ha dao un sofoquín porque no tenía calcetines de colores.

—¿Pero por qué ha de ser usté siempre tan mal pensá, comadre? ¿Por qué no ha de ser verdá que tengan que dir dambos á jacer esa visita?

—¡Que por qué no ha de ser verdá!—exclamó incorporándose como sacudida por un fleje de acero, Rosalía la Chiripera—porque no lo es, porque yo sé que no lo es... la jacer una visita! ¡y tan visita! como que dambos tiéen que dir hoy á pendonear con dos archiduquesas que acaban de llegar de Sivilla, dos asperones más jarticos de roar que un mingo sobre un tapete.

—Pero, comadre, ¿por qué se ha de creer usté siempre lo que la gente le dice ó lo que á usté se le antoja?


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Los Últimos los Primeros

Arturo Reyes


Cuento


Cumplida su misión huyen las nubes a par que las sombras de la noche, y el sol, apareciendo triunfante en un horizonte de zafir, vierte sus rayos de oro sobre la tierra húmeda y engalanada en sus más rientes verdores.

Cruzan las palomas el espacio azul como saetas nítidas, despéñanse los arroyos en las pintorescas cañadas donde el torrente despojó el adelfal de sus flores carmesíes; lanza el mirlo su nota estridente en el espeso zarzal; cruzan los campesinos por los accidentados senderos que ponen en comunicación los blancos caseríos, que se destacan como arropados por árboles añosos en cumbres y en laderas; casi escondidos por los florecientes matujos ramonean acá y acullá los rebaños, haciendo resonar el melancólico sonido de la esquila; discurren las aldeanas por entre los maltrechos bancales de los huertos; camina con paso perezoso por la carretera flanqueada de altos pencales, la acansinada recua, y allá en lo distante parece que para unirse al mar, descendió el horizonte ó que para unirse al horizonte elevó el mar su onda azulada y cristalina.

Al canto del gallo que lanza desde el corral su reto matutino, entreabre Dolores la puerta del lagar y pasea sus ojos llena de zozobra, por todos los atajos del monte; están pálido su semblante moreno y tristes sus ojos, de oriental estirpe, y caída en desorden la negrísima guedeja sobre la espalda que tantas veces le quemó y requemó el sol al verla segando las escasas mieses, por prestar también en aquella ruda labor su concurso al cansado compañero.

Dolores se sienta sobre el múrete que circunda la limitada planicie que sirve de antesala á la reducida vivienda, mas la inquietud que la tortura le hace incorporarse á poco y dirigirse hacia el hogar gritando con voz de timbre de plata:

—Tía Pepa, yo me voy á alargar á la trocha, que ya estoy la mar de acongojaíta, que yo no he podio pegar en toa la noche los ojos.


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La Verdad

Antonio de Trueba


Cuento


Cuento popular de Vizcaya

I

Este era un comerciante de Bilbao, muy rico, muy rico, llamado don Juan de Eguía, de quien tengo noticia por un viejecito de Deusto, que aunque de algunas cosas sabia mucho menos que yo, de otras sabía mucho más, como lo prueba la siguiente lecioncita que me dió un día que le hablé de cuentos populares:

—Cuentan que un soldado llevaba siempre en la mochila un par de guijarros, y en cuanto llegaba al alojamiento, encargaba á la patrona que se los guisara en salsa, con lo cual engañaba el pan de munición, moja que moja en la salsilla. Los cuentos populares son guijarros que andan rodando por los campos y no tienen sustancia, y á veces descalabran al buen sentido: pero si se los guisa bien, se chupa uno los dedo con la salsilla y al buen sentido que anda algo torcido, le pone derecho como un uso.

Pero volvamos á don Juan de Eguía, que ya tendremos ocasión de volver al viejecito de discreto. Don Juan era hombre bueno y discreto, pero tenía una manía singular: partiendo del supuesto vulgar de que su apellido ¡que significa «localidad angulosa») significaba «la verdad», y queriendo vivir de acuerdo con él, llevaba tan adelante el amor á esta virtud, que la convertía en generadora de todas las virtudes humanas, de modo que para él, hombre capaz de faltar á la verdad, era capaz de faltar á todo lo bueno y santo.

Y he llamado manía á su extremado amor á la verdad, porque la exageración, áun en los afectos más santos, conduce al fanatismo, y el fanatismo, á su vez, conduce á todo lo malo.

«Una mentira bien compuesta, mucho, vale y poco cuesta», dice un proverbio vulgar, y hay casos en que la mentira es santa, porque sin causar mal alguno, previene y evita males muy grandes. Vaya un ejemplo de esto que me puso el viejecito de Dausto, al contarme el cuento de don Juan de Eguía, que estoy guisando como Dios me da á entender:


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Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

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