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fecha: 25-10-2020


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Chimbos y Chimberos

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

—Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

—¿En el sementerio? ¡Bueno!

—¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

—Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero…, ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas… Se frotó las manos, diciéndose:

—Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

—¡Nicanora, mañana ya sabes!

—¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa… A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco… No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc… ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Caridad Bien Ordenada

Miguel de Unamuno


Cuento


Uníase en don Elenterio a una honda filantropía trascendental un clarísimo concepto de la función de la beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecían perder. Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veía la diferencia radical entre la caridad y la justicia, como tampoco la veía entre la libertad y el orden. Guiado de estas razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento ciego.

La verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes, sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados todos, y ofreciendo obras de piedad en favor de ellos.

Pertenecía don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus, en que creía a pies juntillas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Artemio, Heautontimoroumenos

Miguel de Unamuno


Cuento


El veneno de la víbora, ¿lo es para ella misma? Es decir, si una víbora se picase a sí misma, ¿se envenenaría? Es indudable que hay secreciones externas que si se vierten en el organismo mismo que las segrega, le dañan y hasta le envenenan. Y basta sólo para que le emponzoñen el que no puedan ser vertidas afuera. Hay humores que, retenidos, atosigan a quien los retiene. ¿No ocurrirá algo así con la envidia? ¿No cabrá que un hombre llegue a envidiarse a sí mismo, o una parte de él, uno de sus yos, a otra de sus partes, o a su otro yo? ¿No podrá un hombre emponzoñarse mordiéndose a sí mismo, en un ataque de rabia, a falta de otro hombre a mano en quien poder ensañarse desahogando su mordaz rabia?

Estas terribles cuestiones nos planteábamos escarbando en los más bajos fondo del alma, debajo de su légamo, cuando conocimos, en las lóbregas postrimerías de su vida, al pobre Artemio A. Silva, un vencido. Decíannos que era un fracasado, un raté, y acabamos por descubrir que era un auto-envidioso.

Artemio A. Silva se lanzó a su vida pública, a su carrera social, llevando en sí, como todo hijo de hombre y mujer, por lo menos dos yos, acaso más, pero reunidos en torno de estos dos que los acaudillaban. Llevaba su ángel bueno y su ángel malo, o, como habría dicho Pascal, su ángel y su bestia. Eran como el doctor Jekyll y el Mr. Hyde del maravilloso relato de Stevenson, relato que nadie que quiera saber algo de los abismos del alma humana, debe ignorar.

El un yo de Artemio A. Silva, el que podríamos llamar más externo o público, el más cínico, era un yo sin escrúpulos, arribista o eficacista; su mira, lo que en el siglo se llama medrar y triunfar y fuera como fuese. Su divisa, la del eficacismo, esto es, que el fin justifica los medios. Y su fin, gozar de la vida, lo que se llama así.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sangre de Aitor

Miguel de Unamuno


Cuento


De la más pura sangre de Aitor había nacido Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.

Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació, creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.

Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres. ¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!

Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.

En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.

Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró de una carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor, sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos. Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.

A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.

A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que mozas con mantilla bailan polkas y valses y buscaba esas otras, escondidas en rincones de nuestros valles.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Desquite

Miguel de Unamuno


Cuento


Después de cavilar muy poco he rechazado el uso que emplea la voz galicana «revancha», y me atengo al abuso, quiero decir, al purismo que nos manda decir «desquite». Que nadie me lo tenga en cuenta.

Esto del desquite es de una actualidad feroz, ahora que todos estamos picados de internacionalismo belicoso.

* * *

Luis era el gallito de la calle y el chico más rencoroso del barrio; ninguno de su igual le había podido, y él a todos había zurrado la badana. Desde que dominó a Guillermo, no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: si había partida, la acaudillaba; se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas; se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!

¡Que se descuidara uno!

—¡Si no callas te inflo los papos de un revés…!

¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber tinta.

¡Le tenían una rabia los de la calle!

Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».

A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.

—Dice que le tienes miedo.

—¿Yo?

—¡Dice que te puede!

—¡Dice que cómo rebolincha…!

—¡Sí, las ganas!

Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los corazones a sus acompañantes, que barruntaban morradeo.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Canto de las Aguas Eternas

Miguel de Unamuno


Cuento


El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones.

Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que corre invisible en el fondo de la sima.

Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama.

—Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha.

—No puedo, muchacha —le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes que el sol se ponga tras sus torreones.

—Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado?

—Sí que lo estoy, muchacha.

—Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate.

Y le abrió sus brazos ofreciéndole el seno.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alcalde de Orbajosa

Miguel de Unamuno


Cuento


(Etopeya)

Nos llevó a Orbajosa el ansia de conocer a su famoso alcalde que se decía ser el primer tocador de ocarina, el primer criador de gansos y el primer jugador de tángano de la muy esforzada, muy hazañosa y muy rendida ciudad real. Pretendía ser, desde luego, el primer orbajosano, y era profesional del optimismo, por lo menos de pico. Al hablar de él, los orbajosanos se guiñaban el ojo. Y esto porque la primacía histriónica del famoso alcalde era un valor entendido, y todos querían estar a bien con él, pues era quien condonaba las multas.

De vez en cuando el alcalde se iba a la plaza pública de Orbajosa con sus compinches y amigotes —los que le reían las gracias y le celebraban los chistes— a jugar allí a! tángano, delante de los papanatas de la ciudad para que éstos le aplaudiesen las jugadas. Que es, por ejemplo, como si un soberano que se cree ágil de piernas se pone a saltar en público para que sus súbditos le admiren como saltarín y aun haya quienes le aplaudan por ello.

Habíamos sido previamente presentados al singular alcalde, y éste, al vernos que nos detuvimos un momento a verle jugar al tángano, se dirigió hacia nosotros y con su característica llaneza —el alcalde se precia de campechano— nos dijo:

—Eh, ¿qué tal?

—Que esto de ponerse a jugar así al tángano, en público, nos parece neroniano, señor —le dijimos.

—¿Neroniano? ¿Pero me cree usted un Nerón?

—Lo característico de Nerón, señor, no fue la crueldad. A sus actos de crueldad le llevó el histrionismo, su manía teatral, el empeño de ser el primero en una porción de cosas, entre ellas el cantar, que no era de su oficio. Nerón debió contentarse con ser un buen emperador de Roma, cumplidor de las leyes, y vuestra ilustrísima...

—¡Excelencia, amigo excelencia!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Al Pie de una Encina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombra de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer —en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol—, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? «¿Y quién sabe —se dijo mi hombre— si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?» Y empezó a retitiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Al Correr los Años

Miguel de Unamuno


Cuento


Eheu fugaces, Poetume, Postume,
labuntur anni...

(Horacio, Odas II, 14)
 

El lugar común de la filosofía moral y de la lírica que con más insistencia aparece es el de cómo se va el tiempo, de cómo se hunden los años en la eternidad de lo pasado.

Todos los hombres descubren a cierta edad que se van haciendo viejos, así como descubrimos todos cada año —¡oh portento de observación!— que empiezan a alargarse los días al entrar en una estación de él, y que al entrar en la opuesta, seis meses después, empiezan a acortarse.

Esto de cómo se va el tiempo sin remedio y de cómo en su andar lo deforma y transforma todo, es meditación para los días todos del año; pero parece que los hombres hemos consagrado a ella en especial el último de él y el primero del año siguiente, o cómo se viene el tiempo. Y se viene como se va, sin sentirlo. Y basta de perogrulladas.

¿Somos los mismos de hace dos, ocho, veinte años?

Venga el cuento.

* * *

Juan y Juana se casaron después de largo noviazgo, que les permitió conocerse, y más bien que conocerse, hacerse el uno al otro. Conocerse no, porque dos novios, lo que no se conocen en ocho días no se conocen tampoco en ocho años, y el tiempo no hace sino echarles sobre los ojos un velo —el denso velo del cariño— para que no se descubran mutuamente los defectos, o, más bien, se los conviertan a los encantados ojos en virtudes.

Juan y Juana se casaron después de un largo noviazgo, y fue como continuación de éste su matrimonio.

La pasión se les quemó como mirra en los transportes de la luna de miel, y les quedó lo que entre las cenizas de la pasión queda, y vale mucho más que ella: la ternura. Y la ternura en forma de sentimiento de la convivencia.


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