Lo encontré en la barranca de Pino, haciendo eses con su automóvil ante la Comisión Examinadora de tráfico.
—Aquí me tiene —me dijo alegremente, a pesar del sudor que lo
cubría—, enredado en estos engranajes del infierno. Un momento, y
concluyo. ¡Vamos! ¡Arre!
Yo no le conocía veleidades automovilísticas, ni tampoco otras, fuera
de una cultura general que disimulaba risueñamente bajo su blanca
dentadura de joven lobo.
—Ya concluimos. ¡Uf! Debo de haber roto uno o dos dientes… ¿No le
interesa el auto?… A mí tampoco, hasta hace una semana. Ahora… ¡Buen
día, compañero! Voy a limpiarme los oídos del ruido de los engranajes.
Y cuando se iba con su automóvil, volvió la cabeza y me gritó sin parar el motor:
—¡Una sola pregunta! ¿Qué autor está en este momento de moda entre las damas de mundo?
Mis veleidades particulares no alcanzan hasta ese conocimiento. Le di al azar un par de nombres conocidos.
—… ¿Y Tagore? Perfectamente.
—Agregue Proust —agregué después de un momento de reflexión—. Bien mirado, quédese con éste. ¿Para qué quiere a Proust?
Se rió otra vez, echando mano a sus palancas por toda despedida, y enfiló a la Avenida Vertiz.
Dos meses después hallábame yo en el centro
esperando filosóficamente un claro en la cerrada fila de coches, cuando
en un automóvil de familia tuve la sorpresa de ver a mi chauffeur, de librea, hierático y digno en su volante como un chauffeur de gran casa.
Creí que no me hubiera visto; pero al pasar el coche, y sin alterar
la línea de su semblante, me lanzó de reojo una guiñada de
reconocimiento, y siguió imperturbable su camino.
Yo hubiera concluido por hacer lo mismo con el mío, si un instante
después no me saludan con la mano en la visera, y me cogen del brazo.
Era mi chauffeur.
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