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fecha: 26-10-2020 contiene: 'u'


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Memento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles —dijo el doctor sonriendo a la evocación— no es el de varios amorcillos y lances parecidos a los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido, lo que a cada paso veo con mayor relieve, es… la tertulia de mi tía Gabriela, doncella machucha, a quien acompañaban todas las tardes otras tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes a la palma sobre el ataúd.

Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde, pues de noche las cohibían miedos, achaques y devociones, en el gabinetito, desde cuyas ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la catedral; y yo solía abandonar el paseo, a tal hora lleno de muchachas deseosas de escuchar piropos, para encerrarme entre aquellas cuatro paredes vestidas de un papel rameado que fue verde y ya era blancuzco, sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una cascada voz murmuraba:

—Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de gozo Candidita.

De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que Candidita lozaneaba, jamás descolló por su belleza.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Fantasma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario de las soluciones prácticas; ella, pálida, nerviosa, romántica, perseguidora del ideal. Él se llamaba Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la poesía.

Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana «cáscara de huevo», y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mismo tono oscuro y caliente a la vez que el café, se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con mi alma.

Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de cuanto contribuye a proporcionar la suma de ventura posible en este mundo. Sin embargo, yo di en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan distinta complexión moral y física no podía ser dichoso.

Aunque todos afirmaban que a don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y a su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo revelarían las pupilas color café?


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Perla Rosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida —díjome en quebrantada voz mi infeliz amigo—, comprenderá el placer de juntar a escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir a invertirla en el más quimérico, en el más extravagante e inútil de los antojos de esa mujer. Lo que ella contempló a distancia como irrealizable sueño, lo que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van a darle dentro de un instante… Y ya creo ver la admiración en sus ojos y ya me parece que siento sus brazos ceñidos a mi cuello para estrecharme con delirio de gratitud.

Mi único temor, al echarme a la calle con la cartera bien lastrada y el alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron a Lucila la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, a golosinear con los ojos el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza como mi mujer, y más rica, no la encerrase ya en su guardajoyas. Y me dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor Asesinado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Corazón Perdido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas —como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal—, el lugar que ocupa el corazón.

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuento de Navidad

Ángel de Estrada


Cuento


Si se pregunta:—¿hay aquí penas?—de fijo que, echando los ojos sobre la muchedumbre, se responde:—ninguna. Aquello se antoja un jubileo de la felicidad, en que las almas y los rostros tienen su parte.

Las bombas arrojan pálida luz eléctrica, formando los anillos fantásticos de una serpiente blanca.

La ola mayor de gente brujulea ante las vidrieras recién puestas, y se estrujan hombres y mujeres, abriendo la boca con seriedad, ó riendo con la buena risa de los despreocupados.

La noche no ha podido templar el calor del día, y los sombreros, refugiándose en las manos, dejan al aire cráneos con el pelo al rape, y jopos y melenas y calvas relumbrosas.

Frente á lo de Burgos luchan por no ser disueltos varios círculos de oradores. Un órgano piano lanza en giros elegantes las cascadas de su notas alegres. La animación acrece; brillan más los grandes avisos con sus letras de luces en los arcos; y todos llevan adentro, miran en el aire, sienten en la música, algo intangible, inexpresable, que murmura felicidad, dice olvido, se envuelve en una esperanza, y es.... ¿quién lo sabe? Se acerca la Noche Buena.


* * *


En un grupo de frescas muchachas, camina Marta, alegre, con su vestido nuevo. Lleva á Mimí, al charlatán Mimí, de la mano, y nadie imagina las penas y ternuras que unen sus dos manos enlazadas.

Mimí se olvida de su dolencia, deslumbrado y absorto; todo es lindo en verdad, pero nada tan lindo como aquello.

Dos grandes jarrones de ónix lucen caprichosas flores de invernáculo, envueltos en reflejos azules y de tornasol apagado.


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Cuento de Pascua

Ángel de Estrada


Cuento


Después de muchos años, le veía en la Iglesia, de pie, á mi lado, y del fondo de mis recuerdos le evocaba cuidando á sus cabras entre los cercos del camino. Sus interjecciones violentas y sus dichos pintorescos, han quedado entre moreras y cinacinas con nuestros gritos de colegiales en libertad.

Me miraba sin conocerme, y estaba ya por hablarle, cuando empezaron los oficios. La Iglesia iba á bendecir el fuego y el incienso.

Las naves misteriosas con sus ventanas cerradas se poblaban poco á poco. Las sillas movidas con los reclinatorios encadenados; los vestidos con sus roces de sedas y percales; las oraciones y los semi-tonos del canto llano, llenaban de vida singular la media luz del ambiente.

Una voz de bajo profundo, entonó: In principio creavit Deus Cœlum et terram. El pueblo asistía al poema bíblico, animado por el espíritu de Díos, en la majestad del verbo profético.

Después las mujeres empezaron á revolverse para dar paso á la procesión. Los ministros adelantaban con la nueva luz, hacia la copa de mármol, fuente del agua de vida.

Brillaba el poder y la hermosura del amor infinito. El pozo de Jacob puede extinguirse, la suave Samaritana abandonarle, y si hay quien niegue el odre á los hijos de Nazaret: ¡qué importa!

Mas mi cabrero, ajeno á todo, se agitaba en un limbo. ¡Bella gracia para él, que los ángeles celebrasen en el cielo como los fieles, los misterios santos! Se hincaba, se ponía de pie y volvía á hincarse, rabioso por lo largo de todo, luciendo su alma de bruto en el rostro impasible.

Como un clamor vibrante estalló el ruego de las letanías; desfilaron los nombres seráficos capaces de volver los ojos á la miseria, y espiró el coro con el grito de una suprema esperanza.


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Bécquer

Ángel de Estrada


Cuento


Yo he asistido á una evocación que se hizo en mi espíritu casi carne y alma, en una antigua posesión jesuítica.

Acabábamos de cruzar la única nave de la iglesia para ver su atrio. Los viejos ladrillos agrietados, se erizaban de musgos, dentro de un parapeto en semi-círculo. A veinte metros, una ranchería ruinosa, vivienda de antiguos esclavos, envejecía á la sombra de algarrobos seculares. Nos detuvimos al pie del templo. Los techos de teja remedaban calados góticos de firme y burdo dibujo, en el aire sutilizado de la tarde.

Las ojivas con láminas de cera, cubiertas del polvo empedernido de los años; las torres unidas por anguloso puente descascarado; los esquilones sin lengua, rotos y verdeantes, acrecían la soledad desamparada del paisaje. Desde el atrio se veía el valle, cerrado por sierras de violento perfil al oeste, y al este empenachadas de fraguas de oro, con humos, chispas y rayos que se perdían en las sombras arboladas de las bases. El espíritu, angustiado por la tristeza llena de pensamientos que exhalaba el templo meditabundo, quería fundirse como una nube en la sublime serenidad del ambiente.

Una acequia de diáfano raudal, con voz acariciadora, corría serpeante, y como voz de la tarde evocaba el Angelus de los antiguos indígenas.

Nos deslizamos después al cementerio, que tenía uno de sus lados en la pared del templo.

Dos ángeles de tosca madera presidían la vegetación espontánea del recinto, y varias tumbas, como cilindros truncos, asomaban á flor de tierra.

El aire parecía inmovilizado en el misterio del silencio, y la paz descendía del color del cielo, resbalando sobre los árboles que asomaban por las tapias.


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Una Emboscada

Ángel de Estrada


Cuento


La barranca con altivez de sierra, erizábase de espinillos, luciendo helechos en las honduras de sus rincones de sombra. El capitán Monteros flanqueaba su mole para llegar al bosque, que en forma de herradura, ceñía su término. Cientos de loros, al parecer de fiesta, subían y bajaban entre chillidos, azulando sus plumas verdes en el zafiro de un cielo inmaculado. Un arroyo adquiría ímpetus de torrente, surgiendo de un precipicio con hervores de espuma, y luego, con transparencia fascinadora, serenábase contenido entre dos bloques de piedra.

Los soldados, atraídos por la pureza cristalina del agua, más que por la sed, bebieron á grandes sorbos, mojándose entre chanzas; deslizáronse después entre los sauces que se inclinaban mustios sobre el río, y llegaron á las selváticas enredaderas que, enlazaban el verdor sordo y viejo de los talas, al chillón y juvenil de los cocos. De pronto sintieron perplejos un agudo clarín que traía frío de muerte, seguido de repentina descarga; y ya á punto de correr, se estrecharon al son de la caja de Eusebio, que se irguió firme como su fibra de bronce.

—Esta si que es linda, mi capitán!!

—Silencio! —rugió Monteros— paso atrás!

Y empezó el desfile de doce hombres indefensos frente á casi un ejército. En el rostro del jefe se dibujaba una sombra, pues seducido por una temeridad que pudo ser fecunda, exponía á sus hombres á morir sin luchar, contra la invisible fuerza que convertía el bosque en boca de fuego. Poco le duró aquello. Creyó percibir una inmensa voz, de más allá del horizonte, traída por las auras perfumadas de trébol; y sus ojos despidieron viva luz, comunicando á Eusebio el vigor de un redoble electrizante.

Una bala dió en la boca del sargento; el negro tambor miró al amigo y pasó sobre el cadáver.

—¡Ah! canallas...


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Página Íntima

Ángel de Estrada


Cuento


—¿No vas á enterrar al padre Eusebio? se me dijo esta mañana. Yo no sabía que en la tarde anterior había muerto, y me puse en camino.

El colegio y la casa de los buenos sacerdotes queda en un barrio lejano, frente á una capilla sombreada por añosos paraisos. Árboles queridos, porque en sus ramas se agitaban, há doce años, murmurios acariciadores cuando nuestras almas conocían más del cielo que de la tierra. En esa capilla hicimos con mi hermano Santiago la primera comunión. Por eso viven aquí dentro, las luces del color de sus cristales, con la memoria de días perfumados en la paz del claustro.

Y hoy he vuelto, con el alma enferma, á ver sus árboles y muros, en compañía de mi padre encanecido por los años y las amarguras, sin el otro compañero que nos dejó para siempre. ¡Cuan lejana aquella mañana de sol, en que sentíamos florecer la primavera mística, santificada por enternecimientos benditos! Cuando entré á la portería, donde con el otro niño mirábamos con asombro las telas de los monjes penitentes; cuando pasé á la sala donde yacía el cadáver del noble sacerdote; entre todas aquellas cosas que murmuraban frases antiguas, creí ver al muerto fuera del ataúd, rezando en su breviario, con el aire de un abuelo ungido por el Señor.

Salí después á contemplar el patio. La casa ha sufrido reformas, pero siempre tiene la parra, y el comedor antiguo con sus ventanas y rejillas. La puerta verde, que llevaba á las aulas del colegio, ha desaparecido. Los gorriones pían en los árboles como antes, y son otros. No se siente por sobre la pared la algazara del recreo; no se oye la voz del maestro gritando: — á clase, es la hora. Ah! la blusa azul, tan fea y tan hermosa, tan pobre y tan rica, me mira con tristeza, desteñida por los años...


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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