Textos más vistos publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 2

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fecha: 26-10-2020


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Tragaldabas

Antonio de Trueba


Cuento


I

Lesmes era pastor, aunque su nombre no lo haría sospechar a nadie, pues todo el que haya leido algo de pastores en los autores más clásicos y autorizados, sabe que se llamaban todos Nemorosos, Silvanos, Batilos, etc.

Si el nombre de Lesmes nada tiene de pastoril, menos aún tiene la persona; pues es sabido que todos los pastores como Dios manda, son guapos, limpios, discretos, músicos, cantores, poetas y enamorados, y Lesmes podía apostárselas al más pintado a feo, puerco, tonto, torpejón para la música, el canto y la poesía, y el amor estomacal era el único que le desvelaba.

Lesmes tenía, sin embargo, algo de pastor, aparte, por supuesto, de lo de guardar ganado: era curandero. Nadie ignora que la flor y nata de los curanderos sale del gremio pastoril.

La voz del pueblo, que dicen es voz de Dios, aseguraba que Lesmes triunfaba de todas las enfermedades; pero yo tengo una razón muy poderosa para creer que la voz del pueblo mentía como una bellaca, y, por consiguiente, no es tal voz de Dios ni tal calabaza. Lesmes padecía una terrible hambre canina, a la que debía el apodo de Tragaldabas con que era conocido, y toda su ciencia no había logrado triunfar de aquella enfermedad.

Un invierno atacó no sé qué enfermedad al rebalo de Lesmes, y en poco tiempo no le quedó una res. Esta desgracia fue doble para el pobre Tragaldabas, porque al perder el ganado perdió la numerosa clientela de enfermos, que le daba, sino para matar el hambre, al menos para debilitarla. El pueblo, que acudía a él en sus dolencias, dijo con muchísima razón: «si Tragaldabas no entiende la enfermedad de las bestias, es inútil que acudamos a él». Y dicho y hecho: ya ningún enfermo acudió a consultar a Tragaldabas desde que se supo que éste no acertaba con el mal de las bestias.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Atenea

Ignacio Manuel Altamirano


Cuento


I

…Tas! Esto es lo que siento en torno mío, y también es lo que siento dentro de mí. Ningún asilo podría convenir más a mi espíritu en el que ha cerrado ya la noche de la desesperación. Si hubiese ido para ocultar mis penas y apurar el amargo cáliz de mi dolor, a buscar un abrigo en la soledad de mis bosques americanos, allí no habría encontrado el reflejo de mi alma, porque en ellos rebosa la vida de la virgen naturaleza, porque sobre ellos se mece la Fortuna con las promesas del porvenir, porque el seno de esa tierra parece estremecerse con los ruidos tumultuosos del trabajo y de la lucha, mientras que aquí en Venecia, sólo se siente el aliento de la agonía, y el Destino se ha alejado, hace tiempo, con fatigado vuelo, de la predilecta de sus amores. No: la América no es el desierto en que deseo vivir los negros días de marasmo y de tedio que no me atrevo a abreviar todavía, porque lo creo inútil, convencido de que son ya pocos.

¡Venecia! ¡Venecia es la ruina y el sepulcro! Aquí encuentro los vastos palacios con las apariencias de la vida y que no son más que mausoleos; en ellos puedo meditar y agonizar, reclinando mi frente enferma, en cualquiera de esas ojivas de mármol en las que parece reinar el genio del silencio y de la muerte.

II

Venecia, mayo 16.

…Y sin embargo, ¡cuán hermosa es todavía esta antigua señora del mar! Paréceme una reina destronada, envejecida, triste y pobre, pero que conserva en su desamparo y en su miseria todos los caracteres de su majestad nativa y todos los reflejos de su belleza inmortal.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Rico y el Pobre

Antonio de Trueba


Cuento


I

Éste era un caballero de Madrid, llamado don Juan Lozano, que tenía el oro y el moro, y gozaba tanto de los enemigos del alma, mundo, demonio y carne, que pasaba la vida rabiando.

Aunque esto último parece mentira, es una verdad como un templo (y califico de gran verdad al templo, no por su gran tamaño, sino por su gran verdad); y si no, expliquémonos, que explicándose se entiende la gente.

Don Juan vivía en la calle de Atocha, en un palacio cuyo lujo y comodidades eran el presulta del lujo y la comodidad (como decía Perico, el zapatero remendón de la guardilla de enfrente, llamado por mal nombre Carape, que entendía de latín tanto como yo); sus coches y caballos valían un dineral; en su mesa se servían hasta en día de trabajo los manjares más ricos que Dios crió o inventaron los hombres, y, por último, las chicas más, guapas que paseaban por Madrid se despepitaban por don Juan. Pues a pesar de todo esto, y mucho más que no es para dicho, don Juan pasaba la vida rabiando, porque el regalo y el placer habían estragado de tal modo su cuerpo y su alma, que lo que a todo el mundo le sabe a gloria, a él le sabía a rejalgar de lo fino; y así era que nunca se le veía reír, y siempre estaba con una cara de condenado, que metía miedo.

A Perico, el zapatero de enfrente, le sucedía todo, lo contrario que a don Juan: era más pobre que las ratas, y, sin embargo, era más rico que don Juan el de enfrente. Esto último también parece mentira, y no lo es; y en prueba de ello me contentaré por ahora con decir que Perico se pasaba el día, y aun la noche, canta que canta, fuma que fuma, y echa que echa chicoleos a su mujer, aunque era más fea que el voto va Dios.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Secreto de Lelia

Carlos Gagini


Cuento


Un mes después de publicada en una revista la verídica relación que con el título de Espiritismo aparece en este volumen, recibí de Guatemala una carta, escrita con caracteres menudos y aristocráticos, cuyo contenido causará en el lector la misma sorpresa que a mí me produjo. La copio textualmente:


«Muy señor mío: Como esas flores marchitas que escondidas entre las hojas de un libro evocan en nuestro ánimo toda una historia de amor, así el artículo que usted dedicó a mi pobre Raúl ha hecho revivir en mi memoria un pasado melancólico que en vano he tratado de cubrir con la losa del olvido. A usted que fue su mejor, acaso su único amigo, puedo confiarle mi secreto sin temor de que lo juzgue pueril o ridículo. Soy árabe, me llamo Lelia y nací en Esmirna. Mi padre, después de poseer grandes riquezas que le permitieron darme en París esmerada educación, perdió de golpe toda su fortuna y murió casi al mismo tiempo que mi madre, dejándome al cuidado de un amigo íntimo suyo, hombre de edad madura, acaudalado, instruido y bondadoso.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Silbato de Plata

Carlos Gagini


Cuento


«Abordo del Red Star se necesita un marinero experto, robusto, avezado a los peligros y que sepa hablar inglés. Contrata por dos años; salario, sesenta dólares al mes. En caso de muerte su familia recibirá indemnización de mil dólares».

Este aviso, escrito en inglés y en castellano y pegado en uno de los postes del muelle de Puntarenas, atrajo la atención de los desocupados que desde el amanecer había acudido a la playa para admirar el esbelto yate pintado de blanco con un estrella roja en cada banda, cuyo casco mecía indolentemente como un cisne en las verdosas aguas de la bahía.

El Red Star era propiedad del renombrado naturalista y archimillonario inglés Mr.Evans, quien después de recorrer las regiones menos conocidas de Brasil, se preparaba a explorar las no menos misteriosas del Asia Central, dejando depositadas en Puntarenas algunas de sus valiosas colecciones.

Cuando los curiosos comenzaron a desbandarse, uno de ellos se alejó cabizbajo, repitiendo entre dientes: «Me conviene, no hay duda». Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, fornido, moreno, de fisonomía inteligente y enérgica. Feliciano, o Chano, como le llamaba todo el mundo, había servido seis años en los vapores ingleses de la India; pero cuando se casó echó el ancla en su pueblo natal y se dedicó al aleatorio negocio de la pesca. Nadie más valiente, honrado y feliz que él: en su humilde vivienda moraban la dicha y la paz: su esposa, modelo de virtudes; su hija María, guapa, hacendosa y honesta.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Bruja de Miramar

Carlos Gagini


Cuento


Ni aún los más guapos del pueblo se atrevían a aventurarse de noche por la calleja del río, temerosos de aquella lucecilla que parpadeaba en la sombra como un ojo felino; y si algún labrador era sorprendido por la oscuridad al volver del abrevadero con su yunta, pasaba de prisa y persignándose delante de la casucha sin atreverse a mirar, por el ventanillo siempre abierto, la humilde estancia alumbrada por una vela de sebo, la mesa llena de potingues, el baúl desvencijado, la camilla de lona y el fogón donde se calentaba la frugal cena.

Sentada en un banquillo al lado de la mesa, una mujer cincuentona, de nariz aguileña, ojillos penetrantes y tupidas cejas grises, removía sin cesar el contenido de un mortero.

Llamábanla en Miramar la Tía Mónica y pasaba por bruja. Vivía absolutamente sola en aquella choza sin vecindario, cultivando de día una huerta de media hectárea y confeccionando de noche jabón de hiel, jarabes para la tos y otros menjurjes que junto con sus hortalizas iba a vender al pueblo dos veces por semana. Comprábanle sus artículos más por miedo que por caridad; y fue sin duda por alejarla de la aldea por lo que don Alonso, el dueño de los terrenos colindantes, insistía en comprarle la exigua finca. ¿Venderla? Ni por pienso. ¿Cómo deshacerse de una propiedad que le proporcionaba la subsistencia y le permitía vivir sin mendigar favores de nadie?

Allí veía deslizarse los años, siempre atareada y silenciosa, cada día más flaca y huraña, gastada prematuramente por las penas del alma y los achaques del cuerpo.

Pero cuando rendida del ajetreo diurno se echaba sobre su pobre lecho, una sonrisa de inefable dicha entreabría sus marchitos labios y parecía iluminar como una aurora las paredes de la estancia. Y es que no hay nadie, por infeliz que sea, que no tenga un recuerdo o una ilusión que mitigue sus penas ... Y la Tía Monica tenía un hijo.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Burbujas

Armando Palacio Valdés


Cuento


Un hombre puede obrar como un insensato
en los desfiladeros de un desierto,
pero todos los granos de arena parecen
verle.

Emerson.

El guapo Curro Vázquez, de tierra de Jaén, tuvo ocasión de comprobar estas palabras del filósofo americano hace ya bastantes años.

Curro Vázquez, aunque no tenía corazón, estaba enamorado. Es ésta una paradoja que se repite con frecuencia gracias a la confusión lamentable en que al Supremo Hacedor le plugo dejar lo físico y lo moral.

Pepita Montes, su novia, estaba completamente engañada respecto a él. Le veía joven, hermoso, sonriente, humilde, rendido; y de esto deducía que era un ángel sin alas. Le amó a despecho de sus padres, que apetecían para ella un labrador acomodado, y no un mísero dependiente de un chalán. Porque Curro era un pobrecito muchacho que hacía tiempo había tomado a su servicio Francisco Calderón, el famoso tratante de caballos de Andújar. Lo recogió, se puede decir, del arroyo cuando sólo tenía catorce o quince años, le hizo su criado, y últimamente había llegado a ser su hombre de confianza. Le pagaba con verdadera esplendidez, le hacía frecuentes regalos, y gustaba de que vistiese con elegancia y fuese bienquisto de las bellas.

Curro se aprovechaba de estas ventajas y las enamoraba, y las abandonaba después de enamorarlas. Mas al llegar a Pepita Montes, quedó preso de patas como una mosca en un panal de miel. ¿Cómo hacer para casarse con ella, dada la oposición violenta del bruto de su padre? Este era el objeto de sus meditaciones más profundas desde hacía tres o cuatro meses.

Al cabo de ellas, no pudo sacar otra cosa en limpio más que la necesidad imprescindible de hacerse rico, salir de su estado de criado más o menos retribuído, negociar por su cuenta, etc.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mi suicidio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A Campoamor

Muerta «ella»; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda… , y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»

¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.

Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre… y estrecharla delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.»

Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones… Al entrar olvidé la desgracia, y parecióme que «ella», viva y sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.


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El Amor Asesinado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Gobierno de las Mujeres

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

Si el domingo llueve, suelo pasar la tarde en el teatro, y si en los teatros no se representa nada digno de verse, me encamino a casa de mi vieja amiga doña Carmen Salazar, la famosa poetisa que todo el mundo conoce.

Habita un principal amplio y confortable de la plaza de Oriente, en compañía de su único hijo Felipe y de su nuera. No tiene nietos, y puede creerse que ésta es la mayor desventura de su vida, porque adora a los niños.

Nadie ignora en España que la Salazar (como se la llama siempre) ha obtenido algunos triunfos en el teatro y que sus poesías líricas merecen el aplauso de los doctos, que se aproxima a los ochenta años, y que hace más de treinta que ha dejado de escribir. Pero sólo los amigos sabemos que a pesar de su edad y de ciertas rarezas, por ella disculpables, conserva lúcida su inteligencia, y que esta lucidez, en vez de mermar, aumenta gracias a la meditación y al estudio, que su conversación es amenísima, y nadie se aparta de ella sin haber aprendido algo.

Hice sonar la campanilla de la puerta y ladró un viejo perro de lanas que siempre afectó no conocerme, aunque estuviese harto de verme por aquella casa. Salió a abrirme una doméstica, reprimió con trabajo los ímpetus de aquel perro farsante, que amenazaba arrojarse sin piedad sobre mis piernas, y con sonrisa afable me introdujo sin anuncio en la estancia de la señora. Era un gabinete espacioso con balcón a la plaza; los muebles, antiguos, pero bien cuidados; librerías de caoba charolada, butacas de cuero, una mesa en el centro, otra volante cerca del balcón, arrimada a la cual leía doña Carmen.

Al sentir ruido, alzó la cabeza, dejó caer las gafas sobre la punta de la nariz, y una sonrisa benévola dilató su rostro marchito.


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 108 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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