Textos más populares esta semana publicados el 27 de febrero de 2021

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fecha: 27-02-2021


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El Puño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que recuerdan esta historia la sitúan en los años en que Marineda era todavía uno de esos pueblos pacíficos y semiadormilados donde ocurren precisamente las mayores tragedias individuales. La línea sombría de las fortificaciones rodeaba aún a la población como una cintura de hierro; las comunicaciones eran difíciles; se creería que ningún hecho pudiese envolverse en misterio, y que la gente viviese como bajo vidrio; y, sin embargo, latía el drama a favor de la misma calma pantanosa, del yerto sosiego que envolvía a la ciudad, dividida en dos grupos: el pueblo viejo, con sus iglesias, conventos y edificios públicos, Audiencia y Capitanía, y el barrio de los pescadores, con sus casuchas humildes y su naciente comercio.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Argolla

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sola ya en la reducida habitación, Leocadia, con mano trémula, desgarró los papeles de seda que envolvían el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven, deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante las admiraba, con la admiración impregnada de tristeza de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos. Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del cielo), es que se lo representaba alrededor de su brazo propio, como irradiación triunfante de su belleza, como esplendor de su ser femenino.

¡Había pasado tantos años ambicionando algo semejante a lo que significaba aquel estuche! Siempre vestida de desechos laboriosamente refrescados (¡qué ironía en este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes innoblemente sucios, con la suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto cuello de la talma con una pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia repetía para sí con ira oculta: «¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!». No sabía de qué modo…, pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.

Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo… lo que adivina el lector.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Camarona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Blandos marinistas de salón, que sobresalís en los «cuatro toques» figurando una lancha con las velas desplegadas, o un vuelo de gaviotas de blanco de zinc sobre un firmamento de cobalto; y vosotros, platónicos aficionados al deporte náutico, los que pretendéis coger truchas a bragas enjutas…, no contempléis el borrón que voy a trazar, porque de antemano os anuncio que huele a marea viva y a yodo, como las recias «cintas» y los gruesos «marmilos» de la costa cántabra.

¿Dónde nació la Camarona? En el mar, lo mismo que Anfítrite…, pero no de sus cándidas espumas, como la diosa griega, sino de su agua verdosa y su arena rubia. La pareja de pescadores que trajo al mundo a la Camarona habitaba una casuca fundada sobre peñascos, y en las noches de invierno el oleaje subía a salpicar e impregnar de salitre la madera de su desvencijada cancilla. Un día, en la playa, mientras ayudaba a sacar el cedazo, la esposa sintió dolores; era imprudencia que tan adelantada en meses se pusiera a jalar del arte; pero ¡qué quieren ustedes!, esas delicadezas son buenas para las señoronas, o para las mujeres de los tenderos, que se pasan todo el día varadas en una silla, y así echan mantecas y parecen urcas. La pescadora, sin tiempo a más, allí mismo, en el arenal, entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, y vino al mundo una niña como una flor, a quién su padre lavó acto continuo en la charca grande, envolviéndola en un cacho de vela vieja. Pocos días después, al cristianar el señor cura a la recién nacida, el padre refunfuñó: «Sal no era menester ponérsela, que bastante tiene en el cuerpo».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Instinto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el Nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde. Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el Belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua, y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas, y por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel, y vuelve a salir y a entrar a cada minuto…

Pero lo mejor, allá en lo alto, era el Portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro, y en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el Niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Té de las Convalecientes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Estaban aún un poco mustias, con un poco de niebla en los ojos mortecinos; pero ya deseosas de salir al ruedo y disfrutar su juventud, porque habían visto muy de cerca lo que horripila, y parecía inverosímil que hubiesen escapado de sus garras.

Eran señoritas de la mejor sociedad, sorprendidas, en medio de su existencia de suaves frivolidades y esperanzas de amor y ventura, con un porvenir riente y palpitante de indefinidas promesas, por la epidemia terrible, que elegía sus víctimas entre las personas en la fuerza de la edad, como si desdeñase a los viejos, presa segura en no lejano plazo. Unas habían sufrido la bronconeumonía, con sus delirios y su asfixia cruel; otras habían arrojado la sangre a bocanadas; en otras se habían iniciado los síntomas de la meningitis… Y cuando se creería que iban a cruzar la puerta negra y el misterioso río que duerme entre márgenes orladas de asfódelos y beleños, y en que el agua que alza el remo recae sin eco alguno…, el mal empezó a ceder, la normalidad fue reapareciendo, y las interesantes enfermitas reflorecieron, por decirlo así, no con toda la lozanía que se pudiese desear, pero como esas rosas blancas un tanto lánguidas y caídas, que en el vaso colmo de agua poco a poco van atersándose…

Todas tenían amigas entre las que no perdonó la Segadora, y aunque al pronto se lo ocultaron las familias, por no deprimir su ánimo, al fin lo tuvieron que saber, sucediendo algo muy humano y natural; que las convalecientes no se afligieron demasiado, porque la idea del propio bien consuela pronto del mal ajeno, y esta involuntaria reacción de egoísmo es una de las fuerzas defensivas de la pobre organización nuestra…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Clavo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Leocadio Retamoso era lo que se llama un muchacho excelente: hasta unas miajas insignificante, pues no se metía con nadie, no discutía jamás en público, no se le conocían amoríos, no tenía vicios, no se enfrascaba en lecturas, no escribía ni soñaba en lanzarse a conferenciar. Así es que los juicios acerca de él fluctuaban entre cierta indiferencia benévola y cierta indulgencia sin calor. Pertenecía al número de los que no tienen enemigos y de quienes la gente se olvida a los dos minutos de verles.

En realidad, Leocadio era un enfermo del alma. Sus padres —una señora desequilibrada de los nervios y un señor agotado por la vida de juerga constante a que se entregan tantos hombres de acomodada posición entre los cuarenta y los sesenta— le habían transmitido ésa melancolía sorda, ese desasimiento de todo, que en otros tiempos conducían al claustro, donde encontraban alivio y hasta curación: porque el claustro, que nuestra ignorancia llama «soledad», no fue sino compañía, y compañía de personas muy cultivadoras de la amistad, muy amigas de la conversación y muy bienhumoradas generalmente —hablo de los conventos en su período de esplendor, de los conventos que formaban parte de un estado social en el cual eran bien vistos y familiares.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Salón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El matrimonio Romeral se había dedicado a hacerse grata la existencia. Sin hijos, vivían con Celia, una hermana soltera de la esposa, ni fea ni guapa, muy deseosa de cambiar de estado. No teniendo quehaceres urgentes, y poseyendo una holgura más que regular, cultivaban los esposos el «conforte» y hasta un poco el arte. Entendían de estilos, distinguían un Velázquez de un Ribera, concurrían a las exposiciones primaverales, y el marido, Alfonso, huroneaba por tiendas de chamarileros y anticuarios, rebuscando objetitos con que honrar sus vitrinas, y cuadros finos y auténticos, escogidos previas reiteradas consultas a inteligentes, siempre en escrupulosa armonía con el gusto y tonalidad del salón.


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El Llanto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué hermosa era la princesita! Robadle a la primavera los matices de sus rosas pálidas, y tendréis su cutis; al mar meridional su azur líquido, y tendréis sus pupilas, a la seda nativa su áureo y fino tusón, y tendréis la mata de su pelo. Y tomad (si sabéis dónde encontrarlas) las virtudes dulces y frescas de un alma de flor: la piedad, la ternura, la generosidad, el amor ideal hacia todos los humanos, y tendréis el espíritu celeste de la princesita hermosa.

Esta perfección era justamente lo que traía muy inquieto al rey, su padre. No tenía otra hija sino aquélla, y habíala conseguido tarde ya, cuando llegaba al límite que separa la madurez de la vejez; por lo cual hubiese anhelado resguardar con un fanal a la princesita, elevar alrededor suyo paredes de acero y, sobre todo, recubrir su corazón tierno, palpitante de presentimientos y de emociones sagradas, con la triple coraza de cuero batido del egoísmo, la indiferencia y la soberbia.

—Padre y señor —dijo un día la princesita, colgándose del cuello del rey—, si es verdad que me quieres, que deseas complacerme y hacerme la vida dichosa, permíteme que la dedique a consolar tanta desgracia como debe de existir en el mundo. No las he visto, porque tú me rodeas de esplendor y alegría y a mi alrededor se alza el bullicio de las risas y las canciones, pero yo adivino que lo habitual por ahí fuera será la desgracia, y que yo podría mitigarla quizás acercándome a ella.

—Ni lo imagines —gritó el rey con violencia amante—. Nada remediarías, y sufrirías en cambio infinito dolor. Cree en mi experiencia, y vive por encima de la muchedumbre miserable: vive alta, vive lejos; ni la mires ni la oigas. ¿No tienes fe en tu padre? Pues ahora mismo van a venir los sabios para que les consultes. ¡Ya verás si su consejo está de acuerdo con el mío!


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Implacable Kronos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Sin una hora de descanso y recreo, sin un minuto que perteneciese al gusto y al solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra —al fin, la ostra no trabaja—, sino como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz, calor solar y entreabiertas flores.

Resuelto a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los años. Sólo cuando se encontró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no había disfrutado miaja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la existencia. «He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de melancolía. «Esto no puede quedar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un racional. Es preciso que yo me case, que tenga familia y pruebe sus alegrías y sus expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho…, tanto como me gusta Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso».


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El Mundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron un beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor, Germana, de la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras graciosas, donde esplendía, antes, fresca y atractiva, la «belleza del diablo».

—¿Cómo queda ahora? —preguntó Dionisia.

—Me parece que peor… Con mucha fatiga, ¿sabes?

—¿Recado al médico?

—No quiere.

—¡Aunque no quiera…!

Suplicantes, momentos después balbuceaban al oído de la paciente… Era necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel acceso pasaría…

Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como podían; dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la ventana de par en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo hablar:

—Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.

Ante el gesto de desinterés de indiferencia de las muchachas, la señora añadió, no sin esfuerzo doloroso, terrible:


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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