Textos más populares esta semana publicados el 27 de julio de 2025

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fecha: 27-07-2025


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La Geografía

Juan José Morosoli


Cuento


Yo conocí la geografía de mi terruño por aquel yuyero viejo.

En su canasta estaban todos los pagos, con su perfume agraz y dulce.

Con cada yuyo venía un pedazo de geografía viva. Pues el yuyero al exaltar las virtudes de la planta evocaba el paisaje, los animales y los hombres...

Algunos yuyos desaparecían por algún tiempo como seres vivos.

Solamente las lluvias pertinaces, esas que levantaban de las cuevas los hongos dorados, conseguían que esta o aquella planta surgiera de la tierra. El yuyero las acechaba con la misma avidez que un pajarero acechaba a un pájaro raro.

Otras aparecían, tras un golpe de lluvia de gotas como copas de freno, en las sequías largas que calcinaban los pastos. Nacían y morían con el chaparrón.

La sierra venía con sus mil plantas llenas de espinas.

El valle dormía en la canasta con sus gramillas duras.

La cañada infantil, puro salto y espuma, con su menta espesa.

Los cerros grises y transparentes de mi pago estaban mostrando allí el cabello gris y azufrado de la marcela y la planta de la yerba blanca.

A mí me enseñó geografía el Negro Félix, el yuyero...


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Lluvia

Juan José Morosoli


Cuento


Ver llover allí, en aquella chacra, era una cosa que causaba placer. Un placer tranquilo que aún me alegra.

No olvidaré nunca aquella mañana. Hasta aquel día no había sentido la emoción de la lluvia. Me parecía que el campo y el árbol y yo éramos felices de la misma manera: quedándonos quietos y dejándonos penetrar por aquella música mansa y aquella lluvia lenta que caía sin interrupción.

A mi hermana le gustaba mucho jugar a las casitas. Con cuatro palos, algunos cueros y unos mazos de paja mansa, había construido la suya. Era una vivienda como la de los indios.

El agua vino despacio. La sentimos llegar. La vimos venir, borrando cerros, y dejando todo detrás de su vidrio esmerilado. Las gallinas corrían apresuradas y ganaban hornos y graneros. Lejanos cantos de aguateros y alborozados gritos de teru-teru confirmaron la presencia lejana de la lluvia. Unos horneros vinieron hasta donde nosotros. Los vimos volar y luego detenerse en la horqueta de un árbol. Habían elegido hogar. Cuando llegaron las primeras gotas picotearon la tierra y trajeron una mota en el pico, Colocaban la piedra fundamental de su casa.

Las gentes del pago comenzaron a llegar a los ranchos. Venían a jugar a las cartas. La lluvia creaba una sociedad candorosa, sencilla y feliz. Desde los cerros comenzaban a bajar pequeñas corrientes. En las quebradas nacían cañadas. Al campo le nacía un sistema de venas. Mirando éste, recién comprendí el mapa con los azules nervios de sus ríos dibujados.

Sobre los cueros llovía lentamente. Aquel asordinado tambor nos iba invadiendo. De tarde mi hermana volvió a la casita. Quería pasar la tarde con las niñas de la chacra jugando a las abuelas.

Quería hacer cuentos de su juventud y me pedía a mí que me portara mal así podía decir a cada rato que los hijos daban mucho trabajo.

Mi hermana –la abuela– tenía doce años.

Aquella tarde fue una de las más felices de mi vida.


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Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

Las Cañadas

Juan José Morosoli


Cuento


El agua que corría por la calzada se llenaba de pequeños barcos de papel, que arrojábamos uno detrás de otro. Luego los seguíamos con la imaginación en su viaje por las calles del pueblo. Mi padre nos reprendía. Aquel continuo ir y venir bajo la lluvia, terminaría por mojarnos la ropa.

–Déjalos –decía abuelo. –No son los botes, son ellos que viajan...

Siempre el agua en nuestra alegría. El agua corriendo como nosotros.

Tras los ríos de la calzada, las cañadas llenas de saltos y con enaguas de espuma como las niñas.

Las cañadas llenas de encanto, con la juguetería de sus piedras de colores, redondas y sonantes como monedas.

Quisimos hacer una colección pero comprendimos que era imposible. Era tan difícil como coleccionar nubes.

–¿No ves que todas, todas, son de colores distintos?...

Había de colores que sólo se podían definir por comparación. Colores que sólo tenían las frutas, los pájaros y las nubes.

Las golondrinas volaban sobre su cauce sonoro flechando la mañana. Peces como hojitas iban en la corriente.

Junto con los pantalones largos conquistamos el arroyo que ya era cosa de muchachos y no de niños.

Y luego las noches del arroyo.

Íbamos a pescar con los amigos.

La noche se escondía en el monte. Algunos pájaros cantaban las horas como relojes. La corriente se cargaba de estrellas. Las lagunas le tiraban de la cabellera a los sauces.

Nos reuníamos en torno de los fogones donde llameaban azules y amarillos los leños del pago.

La noche se iba corriendo hacia los bordes del campo y el arroyo se guardaba monte adentro...

Siempre había una corriente de agua en nuestras horas mejores.

Pero las cañadas eran las más queridas. Las cañadas son la niñez.


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Chacra

Juan José Morosoli


Cuento


Comenzaba a llover despacio. En la paja del techo —quincha de escama prolijita que daba gusto— se dormía la lluvia. Se sentía que llovía pero no había ruido.

El viejo Copla se sentó en la cama. La vieja se despertó.

—¡Comenzó!… ¡La gran flauta, esto no termina más!…

A pesar de la remesón de frío que vino de tardecita, Copla coligió el agua.

Una manta de charque que tenía en oreo, sudaba. Unos hormigueros cavados para destruir, mudaban huevos con apuro. El sol se había entrado en el cielo amarillo que estaba cerquita.

El mes de mayo empezó con aguas sin temporal. Deje y deje llover con truenos largos, desparramados, despaciosos.

Aquella luna de mayo se volcó en el menguante y volcada gastó el mes. La de julio no se había visto. Hubo en el mes un día que se podía carnear. Seco y azul… Los demás fueron una plaga. En el veranillo de San Juan siguió el baile.

Copla tenía tierras preparadas. ¡Pero cómo! Acolchadas de agua, un pedacito de sol rabioso las encascaraba. Sembrar así era como tirar trigo en el camino. Se repasaban y vuelta otra vez. El viejo, que al terminar mayo siempre tenía un cerdo faenado, no había podido comer aún un guiso de esos “que mandan sestiar”.

—Cuando no se sembró en San Juan, el día de la Virgen no hay pan…

La vieja le decía:

—¿Te vas a morir di hambre seguro?… ¡No se siembra trigo, se siembra otra cosa!…

—¡Chacra sin trigo no he visto!… —respondía él.

Para Copla el trigo era “lo total”. Cuando vino el viejo Cóppola —con dos p— de Italia, tiró el primer grano allí, en aquel valle sin árboles. Los tatas de él —Cópola— ya habían perdido una p y habían comido la fortuna de unos orientales, eran gente de carnear cuatro cerdos para agosto —nunca dejaron de sembrar trigo. El trigo es “las manos y los pies” de una chacra. Prende el fuego y pone la trapera al catre.


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Los Carboneros

Juan José Morosoli


Cuento


Por la noche veíamos el resplandor rojizo de las hornallas y el humo liviano y azulino de la “quema”, subir suavemente a las estrellas.

Adivinábamos las figuras negras y apresuradas como hormigas de los cuidadores de “las bocas”.

Algunas noches la música de un acordeón, lejano y leve como el humo, parecía salir del horno mismo y quedarse vagando por el monte.

Los carboneros eran los dueños del humo de la noche, de las bocas con fuego de las hornallas, de la música del acordeón vagabundo. Del monte entero donde de hora en hora cantaban algún pájaro sin sueño.

Deseábamos ser carboneros como aquellos hombres.

Un atardecer sin luz, cruzado de garúas, nos acercamos a ellos.

Sus chozas estaban mojadas. En el piso de barro hacían equilibrio míseros catres de guascas.

Vestían ropas absurdas y calzaban tamangos de lona. En sus caras erizadas de barba ardían los ojos febriles.

–Hace noches que vigilan, defendiendo su tesoro de vientos y lluvias –dijo mi padre...

Fogones abandonados rodeados de huesos iban señalando su camino de conquistadores de la selva...

Pensamos en las noches de sus chozas con barro y sin luz. En sus catres sin calor. En la vigilia entre garúas y vientos.

El calor de los viejos troncos que ardían bajo el retobo de barro de los hornos no sería para ellos.

Desde ese día dejamos de envidiarlos.

Empezamos a quererlos.


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El Garcero

Juan José Morosoli


Cuento


Pedro el garcero aprontaba su arma. Ya había ordenado sus bártulos y estaba pronto para partir hacia los bañados a hacer zafra de plumas.

Aprontar el arma era un trabajo delicado. Desarmar su mecanismo bañándole en fino aceite, tomaba tiempo. Ablandarla y hacerla celosa al dedo, era obra de paciencia y atención.

Fue entonces que llegó a la puerta de su rancho aquella mujer.

Era una parda retacona, de dulces curvas que hacían brotar firmes los senos y la manzana del vientre. Un milagro de la ropa hundía el centro de la fruta.

—La señora —se regañó— me pidió el mandao y vine…

Quería que él, Pedro, le trajera una bolsa de plumón de cisne.

—¡Hay que verla!… ¡Siempre durmiendo en chala y ahora quiere pluma!…

Pedro tomó el encargo sin convenir precio. Tenía el arma acostada en el brazo. Como a un niño. Deseaba terminar con la mujer. Que se fuera.

Pero ella buscaba atar prosa.

—Cuando vuelva, ¿cómo me anoticeo?

Él buscaba la contestación cuando ella volvió a hablar:

—Mire, mejor que vaya a casa… Golpée nomás.Yo estoy sola.

—¿Dónde?

—Es al lao del rancho largo…

El rancho largo tiene muy mala fama. Allí es donde los soldados van a divertirse cuando cobran. Casi siempre hay bailes que terminan mal.

Como si él hubiera dicho algo, ella continúa:

—¡Como yo vivo sola y no me meto con nadie!…

Además vive más en el arroyo que en la casa. Es lavandera.

—¡Ajá! —aprueba él.

—De lavandera es bravo, pero no tengo que aguantar a nadie…

—¡Pues!

Ella sabe que él también vive solo. Se lo ha contado el turco que vende cosas a plazos en aquel barrio.

—Sí —dice Pedro para terminar—; el turco Felipe…

Este le ha dicho delante de todos, en el boliche, que le tiene envidia:

—Daría mi capital por vivir como usté…


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Arenero

Juan José Morosoli


Cuento


¡Estas arenas del Santa Lucía sí que son arenas!... ¿Y las aguas? Andan siempre entre las piedras. No conocen el barro...

Además dan de beber a una ciudad. Perico deseaba irse un día aguas abajo y conocer bien el río. Lo que se dice bien. Porque un río debe tener cosas para ver que no se acaban nunca. Lo piensa ahora que está paleando arena, llenando la carreta para ir al pueblo.

En el cauce lento se levanta una suave niebla. Los bueyes alientan un vaho que asciende en la amanecida. El fueguito carrero calienta la pava ennegrecida. Vuelan rectos hacia el cielo los aguateros, y las tijeretas, cortando con golpes de cola las últimas estrellas.

—Hay arena más fina en el mar —le dije un día.

¿El mar? El no lo había visto. Pero conocía a un hombre que viajó por él. Nunca le había hablado de las arenas del mar.

Le llevé un puñado un día.

La miró y dijo simplemente:

—Esto no es arena. Es polvo. No ensucia las manos pero no es arena. Arena es esto!

Levantó del río un puñado, la extendió en la palma de la mano:

—Se puede poner en la boca. Es dulce y fresca.

Paleaba y paleaba Perico. La mañana comenzaba a levantar árboles contra el sol que estaba creciendo tras el bosque.

El mar sería lindo. Pero no tenía árboles. Los barcos no eran sino carretas. No necesitaban caminos para viajar. Y terminaba:

—Mi padre, que era carrero, iba así por los campos. Las estrellas lo guiaban. El será arenero toda la vida. Le gusta mucho el río, las arenas, los árboles. Cuando a uno le gusta una cosa y puede serlo no precisa más...

—Todo es lindo. La mañana y la tarde... ¿Y el mediodía? Guardar bajo las arenas una sandía, y luego partirla, y comerla y beberla mientras arden las cigarras en el talar crespo y gris.

—¿Y la noche? Hay un rato que el río no canta. Oye.


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La Querencia Olvidada

Juan José Morosoli


Cuento


El caballo estaba muy viejo. No servía más y el hombre lo lanzó al camino. Entonces comenzó su marcha lenta. En un pastoreo de portera abierta, entró. Comprendía que era libre. Pero la libertad sin destino, no tiene valor. En el atardecer levantó la cabeza hacia los astros. Aspiró los vientos. Buscaba en las luces lejanas y en los vientos viajeros la querencia olvidada. Al amanecer comenzó a marchar hacia su infancia. La libertad tenía un destino.

Después de muchas jornadas comprendió que su querencia estaba muy lejana.

Caminaba lentamente. A veces una dulce pereza le tendía en los bordes de las aguadas llenas de árboles. Otras, se detenía en el camino, mirando sus hermanos prisioneros, tras los alambrados.

Una mañana le costó andar.

En la tarde un cuervo negro apareció junto a la estrella de los troperos, la que ordena recomenzar la marcha.

Desde ese día viajó en la noche.

Pero en el amanecer, cuando se apagaba la última estrella surgía desde la distancia celeste el cuervo viajero.

Un día comenzó a volar hacia la tarde que estaba a espaldas de la querencia del caballo.

Pero surgió otro cuervo. Y cuando éste se cansó y voló hacia atrás llegó otro. En cada jornada había un cuervo que quería ir hacia la infancia del caballo.

Ahora ya volaban casi sobre el viajero lento y lo angustiaban los descansos largos, pues él, les veía las garras y el pico con sangre.

Esta vez se quedó estirado y feliz en el campo, cerca del agua.

Antes de dormirse recordó que en su querencia, hacia donde iba ahora, no había cuervos sino pequeños pájaros de color.


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Los Hijos

Juan José Morosoli


Cuento


Tres cosas le gustaban mucho a Emilia: jugar a las visitas, cambiar con las amigas sus juguetes humildes y tener los hijos enfermos. Los hijos eran las muñecas y muñecos.

Jugaban a las visitas con Anita, mi hija:

—¿No sabe señora —le decía—, que a Julia, la mayora, la tengo muy grave?

Sí. Un hermano jugando le había metido los dedos en los ojos y éstos se le habían caído dentro de la cabeza.

—Fíjese que ahora los tiene sueltos... El tío José —hermano de Emilia— tal vez la desarme hoy...

Otro día:

—Vengo a traerle a mis hijos para que me los cuide porque "me" operan a la mayor.

Anita se compadecía. Pero cuando Emilia se iba me decía:

—Esos no son sus hijos porque se los dí yo... la única hija que tiene es María y María no se puede enfermar porque es de trapo. Toda de trapo. La hizo ella.

A Emilia le gusta cambiar una cosa por otra. Anita en cambio lo regala todo.

—¿Y tu caja de lápices, Anita?

—Se la regalé a Emilia.

—¿Y ese montón de plumas, Anita?

—No es un montón de plumas. Es un indio.

El indio es un muñeco inverosímil, con cuerpo de corcho, la cabeza hecha con una semilla de eucaliptus y todo pinchado de plumas de pájaro.

El indio se lo cambió también Emilia por un libro de cuentos.

Emilia embellece todas estas cosas que va cambiando. Les va creando historias. Este indio tiene una vida llena de hazañas fantásticas que admiran a Anita.

Anita regala todas las cosas. Pero desaría tener una muñeca como la María, de Emilia.

—Esas muñecas no se pueden comprar... Esas muñecas hay que hacerlas como Emilia hizo la suya... Por eso la quiere tanto.

Emilia desearía tener un costurero como el de Anita.

—¿Por qué no se lo cambias por la muñeca de trapo?

—El costurero vale mucho. Pero a María no la cambio por todo el oro del mundo. Es la hija que quiero más.


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El Camino

Juan José Morosoli


Cuento


Nuestro rancho estaba en el fondo del campo. Era el último “puesto” de la estancia.

La escuela quedaba lejos.

Como no había caminos, para llegar a ella hubiéramos tenido que hacer un rodeo muy largo.

Nosotros oíamos hablar de aquel camino que nos acercaría a la escuela; a los otros niños y a los libros. Acaso cruzaran por él carretas y tropas y caballadas.

Pero al dueño del campo no le gustaban los caminos.

Camino, camino, camino. Ya era él una presencia llena de nuestra simpatía. Sabíamos que era algo más que una huella. Que estaba siempre quieto entre los alambrados tensos y derechos.

Que por él andaba nuestro padre y encontraba amigos y veía casas sucesivas y almacenes con jarras pintadas y recados y golosinas. Que por él iba al pueblo donde había como mil casas todas juntas...

Un día llegaron unos hombres. Clavaron banderines rojos por toda la extensión ilimitada...

Después llegaron más hombres y máquinas y carros y fueron haciendo el camino.

Por él fuimos a la escuela.

Éramos seis hermanos galopando alegres y felices.

El camino traía y llevaba gentes que hablaban con mi padre. Hablaban del propio camino y de ellos mismos y de nosotros y de la ciudad.

Un día mi padre y mi hermano partieron hacia ella.

Después lo hicimos nosotros. LLevábamos lo que teníamos. Al rancho le sacamos las ventanas y la puerta.

Desde el camino nuestra casa parecía una cosa muerta, sin ojos y sin boca.

El camino nos llevaba y huía de la tapera.

No mirábamos para atrás por miedo de que la tierra nos llamara.


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