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Antiguamente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que se suele decir de la honradez de otros tiempos y de la lealtad de otros tiempos, y del buen servicio de otros tiempos —opinó Ramiro Villar, cuando salimos de la quinta donde habíamos pasado la tarde merendando y jugando al bridge, como si fuésemos algunos elegantes de ultra Mancha y no señoritos españoles, que deben preferir el chocolate y el tresillo—, tiene sus más y sus menos... Entonces, lo mismo que hoy, existía una cosecha brillante de bribones redomados.

—Sin embargo, era otra cosa —insistió don Braulio Malvido—. Algo había entonces en el ambiente que reprimía un poco la desvergüenza de la bribonada. No existía tanta desfachatez.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bajo la Losa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando entrábamos en la antigua mansión, entregada desde hacía tantos años, no al cuidado, sino al descuido de unos caseros, me dijo mi padre:

—Mañana puedes ver el cuerpo de una tía abuela tuya, que murió en opinión de santa... Está enterrada en la capilla y tiene una lápida muy antigua, muy anterior a la época del fallecimiento de esta señora; una lápida que, si mal no recuerdo, lleva inscripción gótica. La señora es de mediados del siglo dieciocho.

—Veremos un puñado de polvo —observé.

—La tradición de familia es que está incorrupta, y que de su sepulcro se exhala una fragancia deliciosa.

—¿Y cómo se llamaba? —interrogué, empezando a sentir curiosidad.

—Se llamaba doña Clotilde de la Riva y Altamirano... Vivió siempre aquí, y no debió de ser casada, pues papeleando en el archivo he encontrado sus partidas de bautismo y defunción, pero no la de matrimonio.

—¿Se sabe algo de su vida?

—Poca cosa... Lo que de boca en boca se han transmitido los descendientes... A mí me lo dijo mi madre, yo te lo repito ahora... Parece que era una especie de extática tu tía... Y añaden que curaba las enfermedades con la imposición de manos. Lo que puedo asegurarte es que murió joven: veintiocho años... Añaden que no sólo curaba los cuerpos, sino las almas. Cuando una moza de la aldea daba que sentir, se la traían a la tía Clotilde y le quitaba la impureza del corazón poniendo la palma encima.

—Pero de todo eso, ¿quedan testimonios escritos? —insistí con anhelo de evidencia en que apoyar los deliciosos abandonos de la fe.

—Ninguno... Esas cosas no suelen escribirse, y, sin embargo, son las más interesantes... Pero si mañana encontramos el cuerpo incorrupto, ¿cómo dudar de que tenemos a una santa en la familia?


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Bohemia en Prosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando se supo que había fallecido Vieyra —de una enfermedad consuntiva, latente toda su vida y declarada al final—, la gente no se preguntó la causa de tal suceso. «¡Hombre, todos hemos de pasar por ahí!». Lo que se dieron a investigar durante media hora en la Pecera, en la reunión de amigos y otros círculos locales fue, no cómo había muerto el bueno de Vieyra, sino cómo había vivido.

Encontraban en su vivir una paradoja realizada. Había vivido... sin poder. Por todo recurso contaba con dos o tres heredades que le producían una renta irrisoria, y un vago destino, de esos que a fuerza de reducciones y descuentos, suspensiones y amagos de supresión, no sólo parece que no deben mantener a un hombre, sino que dan la idea de que será preciso poner dinero encima. Vieyra era intérprete en el Lazareto... y no es lo bueno que lo fuese, sino que lo era sin saber idioma alguno.

—Yo tengo resuelta esa dificultad —declaraba a los que le daban bromas—. Si vienen americanos, claro es que me expreso en español... Si portugueses o brasileños, en gallego del más puro... Y si son franceses o ingleses..., ¡demonio!, entonces... Entonces..., ustedes reconocerán que a esos tíos nadie les ha hablado jamás en su lengua. Les presento picadura, maryland, una botellita de cerveza o de jerez... y me entienden en seguida.

Con tales botellitas, adquiridas a un precio y revendidas a otro; con algo de negocio de picadura y tabaco, ciertas pequeñas ganancias realizaba Vieyra; pero era tan eventual todo ello, tan mermado y, sobre todo, tan dependiente de su capricho y de su humor, asaz tornadizos y muy poco industriales, que continuaba igualmente problemático cómo había podido sustentarse aquel hombre —sin pedir a nadie nada, sin deber tampoco—, y el gran lujo español, ¡fumándose buenos puros!


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Consuelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Teodoro iba a casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que exalta el amor por medio de la esperanza próxima a realizarse. La boda sería en mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se atravesó uno terrible: Teodoro entró en el sorteo de oficiales y la suerte le fue adversa: le reclamaba la patria.

Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió síncopes y ataques de nervios; derramó lagrimas que corrían por su mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, o empapaban el pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era animoso y no rehuía ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.

Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas en contestación a las suyas algo lacónicas, redactadas después de una jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso y evitando referir las molestias y las privaciones de la cruel campana, por no angustiar a la niña ausente. Un amigo a prueba, comisionado para espiar a la novia de Teodoro —no hay hombre que no caiga en estas puerilidades si está muy lejos y ama de veras—, mandaba noticias de que la muchacha vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran la epidermis.


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Contra Treta...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue al cruzar el muelle de Marineda, donde acababa de dejar su cosecha de cebollas embanastadas para que el tratante en grande la despachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo, que se disponía a emprender el regreso hacia su aldea, tropezó con un señor bien trajeado, que se dirigió a él con los brazos abiertos.

—¡Martiño! ¿Ya no me conoces? Soy Camilo de Berte...

—¡Alabado! ¿Quién te ha de conocer, hom? Vinte años que faltas de Seigonde...

El reconocimiento, sin embargo, se completó pronto en el café de la Marina, ante un plato de guisote de carne con grasa y pimentón y una botella de vino del Borde, del añejo. Y brotaron las confidencias. Camilo de Berte volvía de Montevideo, con plata, ganada en un comercio de barricas, envases y saquerío; pero, compañero, traía estropeado el hígado, o el estómago, o no se sabe qué, allá dentro, y le mandaban una temporada de aires de campo, mejor en su aldea, porque acaso allí, con las reminiscencias juveniles, se le quitase aquella tristeza, que le ponía amarillo hasta lo blanco de los ojos. En cambio, Martín de Lousá, alias Codelo, andaba de salud muy rebién, ¡pero rematadamente mal de cuartos! Trabucos, repartos de consumos, los bueyes, que enfermaron del mal novo, científicamente llamado glosopeda, y el negociejo, una taberna pobre, sin producir ni lo indispensable para arrimar el pote a la lumbre... Estaba casado; se le habían muerto dos hijos, dos rapaces, que ya uno de ellos, hom, servía para trabajar y ayudar; ¡y se encontraba comido por un préstamo de cien pesos para montar la taberna, y que nunca más pagaría! ¡Valía más morire, o pedir por las puertas, o se largare también para las Américas, aunque allá les diesen de palos!


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De Navidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y a su tirano, Orso Amadei.

Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara privada a los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.

Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él —¡horrible sacrilegio!— de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.

Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.

Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la había despachado de una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei.


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Dios Castiga

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde la mañana en que el hijo fue encontrado con el corazón atravesado de un tiro, no hubo en aquella pobre casa día en que no se llorase. Sólo que el tributo de lágrimas era el padre quien lo pagaba: a la madre se la vio con los ojos secos, mirando con irritada fijeza, como si escudriñase los rostros y estudiase su expresión. Sin embargo, de sus labios no salía una pregunta, y hasta hablaba de cosas indiferentes... La vaquiña estaba preñada. El mainzo, este año, por falta de lluvias, iba a perderse. El patexo andaba demasiado caro. Iban a reunirse los de la parroquia para comprar algunas lanchas del animalejo...

Así, no faltaba en la aldea de Vilar quien opinase que la señora Amara «ya no se recordaba del mociño». ¡Buena lástima fue dél! Un rapaz que era un lobo para el trabajo, tan lanzal, tan amoroso, que todas las mozas se lo comían. Y por moza fue, de seguro, por lo que le hicieron la judiada. Sí, hom: ya sabemos que las mozas tienen la culpa de todo. Y Félise, el muerto, andaba tras de una de las más bonitas, Silvestriña, la del pelo color de mazorca de lino y ojos azul ceniza, como la flor del lino también. Y Silvestriña le hacía cara, ¿no había de hacérsela? ¡Estaba por ver la rapaza que le diese un desaire a Félise!


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El Aire Cativo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Felipe da Fonte no estaba con humor de romperse el cuerpo en aquella mañana tan bonita de mayo, con aquel chirrear de pájaros que alegraba el corazón, y aquel olido tan gracioso de las madreselvas, que ya abrían sus piñas de flor blanca matizada de rosa y amarillo. Harto se encontraba de golpear la tierra con el hierro, para despertar en el oscuro terruño los impulsos germinadores, y nunca había sentido pereza y desgano sino en aquel momento, en que sus pensamientos no le dejaban descansar, le paralizaban los brazos y le quitaban las fuerzas que requiere la labor mecánica y ruda.

Sus pensamientos iban hacia cierta moza, fresca y colocara como amapola entre el trigal, y que, según voz pública, no tenía voluntad de casarse, porque los hijos dan muchos trabajos. Era Camila de Berte, la sobrina de la tabernera, mujer activa y negociadora, a la cual le había ido demasiado mal en el matrimonio para que animase a nadie a echarse al cuello tal yugo. Y Camila, enemiga del laboreo del campo, ayudaba a su tía en el despacho de bebidas, cerillas, jabón y otros artículos semejantes, y hacía viajes a la villa próxima para surtir el establecimiento. Se la veía con su cesta en la cabeza, y si el surtido tenía que ser más copioso, con un carrillo tirado por un borrico viejo, que ella misma guiaba. Iba y venía sola, varonilmente, y en el contorno se murmuraba que aquella valentona trajinanta escondía entre los dobleces del pañuelo de talle, de colorines, un revólver cargado.


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El Belén

Emilia Pardo Bazán


Cuento


De vuelta a su casa, ya anochecido, don Julio Revenga —sentado en el tranvía del barrio de Salamanca, metidas las manos en los bolsillos del abrigo gabán con cuello y maniquetas de pieles— rumiaba pensamientos ingratos. Su situación era comprometida y grave, doblemente grave para un hombre leal y franco por naturaleza, y obligado por las circunstancias a engañar y a mentir. ¡Qué cara pagaba una hora de extravío! La tranquilidad de su conciencia, la paz de su casa, la seriedad de su conducta, todo al agua por algunos instantes en que no supo precaverse de una tentación.

Mientras el cobrador iba cantando las estaciones del trayecto y el coche despoblándose, Revenga daba vueltas a la historia de su yerro. ¿Cómo había sido? ¿Cómo había podido suceder? Como suceden esas cosas: tontamente. Si no es la quiebra de su amigo y paisano Costavilla, no tendría ocasión de ponerse en frecuente contacto con la hermana, aquella Anita Dolores —mujer ya espigada en los treinta años, y más desenvuelta que candorosa.


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El Escondrijo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en ocasión de querer reconstruir el señor de Barbosa su antigua vivienda, cuando se descubrió en la pared aquel escondrijo que tanto dio que hablar y que hacer.

La vivienda era realmente un cascajo, aunque conservaba ese aire de grandiosidad de las casas que han sido siempre de señores y cuentan de fecha cuatro siglos. Sus balcones salientes, de hierro forjado y su puerta formando arco apuntado, le prestaban dignidad y reposo. Causaba pena que cayese tan respetable edificio y le reemplazasen paredes a la malicia, con ventanas angostas y muy próximas, puertas prosaicas, estrechas también, y alguna tendezuela de aceite y vinagre o de hilos y sedas, que deshonrase los bajos con sus escaparates mezquinos. Aunque nada tengan de monumental, las casas viejas son infinitamente más nobles para la vida humana que estas construcciones actuales, tocadas de nuestra irremediable inferioridad estética.

La piqueta —sin atender a tales consideraciones— empezó a hacer su oficio. Se desmoronaban lienzos de pared, y las entrañas de la casa se descubrían patentes. Se veían, como en decoración de teatro, los pisos unos encima de otros, con restos de mobiliario; la cocina con su campana y su fogón, los destrozados jirones del empapelado, los frisos pintados, las escocias resquebrajadas; y en los muros, todavía en pie, los clavos de donde pendían cuadros y estantes, negreando sobre la albura de la cal, mientras las vigas, aún fuertes, dejaban colarse el cielo azul a través del pentagrama de sus recios troncos.

En la calle el escombro se hacinaba, y las maromas tendidas aislaban el derribo. Al pronto, los transeúntes se paran; después, según avanza la faena y el edificio pierde su forma, la curiosidad se amortigua y los obreros quedan solos, despedazando la vivienda muerta ya.


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